jueves, 29 de junio de 2017

El pollo y la tarta

-A veces sueño que me apuñalo a mí mismo.
  El TICTAC del gran reloj de pared fue el único sonido durante unos segundos.
  -¿Como un suicidio?
  -No. Yo soy otra persona. Hundo el cuchillo en el pecho de otro alguien, pero que es yo. Es un sueño recurrente.
  -¿Cómo de frecuente?
  -Cada vez más.
  -Entiendo. ¿Recuerdas el contrato que firmamos tú y yo al principio de empezar nuestras sesiones?
  -El de no suicidio. Sí. Tranquilo, doctor, no tiene que preocuparse.

Las sesiones ya no le ayudaban, las palabras eran brisa contra el metal de un coche que viajaba demasiado rápido. Había decidido no volver nunca a contemplar la descolorida cara de su doctor.
  Hacía calor en la calle. Con cada pisada levantaba ondas del asfalto, circunferencias temblorosas que se propagaban como el agua. Vio un perro de espaldas, con el lomo hacia el suelo, caminando por el cielo. Una boca de incendio explotó a su paso y el agua, en lugar de caer a la acera y encharcarla, ascendió liviana y se perdió en la inmensidad. Como su amor hubiera hecho, de no haberlo cambiado por algo que no sabía bien qué era.
  Jean Carlos era especialista neurocirujano, pero también bombero y bróker. Dejó la carrera de medicina en su segundo año, suspendió las pruebas físicas de la academia y nunca se había atrevido a atesorar su dinero con valentía. Aun así, era todo eso. Y más. Ni siquiera podía escribir cinco líneas con sentido. Ni siquiera sentido podía líneas escribir. Le dio otro trago a la botella que siempre llevaba guardada en el sombrero.
  La calle ardía, en efecto, pero él estaba frío, como un cadáver de 37 grados. Torció por un callejón cercano y una hoja pasó rozando su oreja, tan afilada que bien podría habérsela devanado de cuajo, hasta caer al suelo. Al depositar su vista, aquella masa carnosa y blanquecina le estaba esperando, como si hubiese sabido que llegaría aquel momento. El polluelo, apenas paso posterior a feto, no tenía plumas, pero para su desgracia sí un sistema lo bastante desarrollado para poder respirar.
  -A… a… a… -paladeaba el intento frustrado de ave, abriendo y cerrando cuanto pico había dado tiempo a formarse en el cascarón-. A… a… acábalo…
  Jean Carlos le miró con indiferencia distraída. Cada aliento debía ser un calvario para el animal.
  -Ojalá fueras yo. Ojalá yo fuera tú.
  -A… acábalo… -insistió el polluelo.
  El hombre alzó el pie, más por necesidad de hacer lo correcto que por compasión, y lo bajó bruscamente, como un mazo. Las tripas del animal quedaron desperdigadas por todas partes.

Jean Carlos giró la destrozada cerradura. La puerta estaba rota. Como todo. Cogió del pomo y tiró con esfuerzo, hasta que la entrada se abrió hacia dentro. A veces, hay que ir hacia atrás para avanzar. A veces, se retrocede demasiado.
  Los muebles que colgaban del techo esperaban para saludarle. Pero no lo hicieron.
  El hombre viajó maltrecho hasta el recibidor, en donde el suelo sostenía un anticuado teléfono de cable. Pulsó el botón que nunca parpadeaba.
  -No tiene mensajes –dijo una voz enlatada.
  -Jean, no quiero hablar contigo nunca más. Te has negado a crecer, te has negado a madurar, y yo no puedo jugar más. Nunca. Me has hecho terriblemente infeliz –escuchó Jean Carlos.
  El teléfono no sonaba. Nada lo hacía. Él podía escuchar a los roedores viviendo en las paredes, pero solo él. No aguantaba más. Le estaban chillando.
  -¿Qué día es?
  De repente, un recuerdo fugaz acudió a su cabeza, reminiscencia de otra realidad, de una vida pasada que ya no le pertenecía.
  Fue hasta la cocina, que apestaba a suciedad, y a agua estancada, y a moho. Contempló el calendario, el día rojo y señalado. Empezó a reír desconsolado.
  -Hace años, demasiados, ocurrió algo muy, muy malo…
  Jean Carlos rio, y siguió riendo un buen rato. No era una risa feliz. No sabía. No estaba llena de entusiasmo o jolgorio, ni tampoco era ironía. Reía desquiciado, como el loco sombrío que le contemplaba desde la esquina más oscura del cuarto. Ahora, los dos reían juntos. Y los roedores de las paredes. Y los muebles. Y la voz del teléfono, que era mezcla de muchas otras.
  -Me encantan las drogas.
  Jean Carlos se miró las manos, de uñas sucias, dedos largos y afilados. Poco a poco, las colocó cercanas a su cara, tanto que por milímetros no logró tocarla.
  -Pero no me gusta nada más.
  El hombre introdujo las extremidades en su rostro, rasgando piel, carne y hueso. Para sorpresa de cualquier espectador que pudiera haber estado, no ofreció ninguna resistencia. Los dedos atravesaron el tejido por completo, como si tuviera la textura de la gelatina. Tenía las manos dentro de él. Las apartó con asco y miró los restos barrosos de sus uñas. Lo que quedaba de su cara chorreaba entre ellos.
  -Acábalo… - le susurraron al oído el loco sombrío y el polluelo aplastado.

Cinco días después del suceso, los malos olores y las quejas del casero forzaron a la policía a entrar en el piso. Jean Carlos Barrier había muerto a los 26 años, no especificado si a causa de un accidente o no. Desde luego, aquella forma de suicidio no era muy habitual.
  El forense determinó que lo más probable era que se hubiera tropezado, habiéndose clavado su propio cuchillo de cocina en el abdomen al caer sobre él con su peso. Luego, habría rodado hasta colocarse mirando al techo, en un último esfuerzo fútil de respirar.
  El becario de fotografía, un joven bizco con un sentido del humor macabro, reía entre dientes, maliciosamente, ante la escena. El inspector a cargo le dedicó una amarga reprimenda, una perorata sobre el deber, el respeto y muchas cosas que apenas escuchó.
  -Pero señor, es que murió hace cinco días, más o menos…
  -¿Y? -contestó el inspector, de mostacho frondoso y cabeza pelada.
  -Mire el calendario, la fecha marcada... ¡fue en su cumpleaños!
  -¿Y? -insistió el hombretón.
  -Pues que parece una tarta, solo que el cuchillo sería la vela.

  El inspector miró a su subordinado. Tenía gracia, pero solo para un enfermo. O quizás no necesariamente, quizás para alguien más. Tal vez los muertos también tuvieran sentido del humor. Desde luego, Jean Carlos mantenía la sonrisa de oreja a oreja que se había marcado él mismo con las uñas.

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