-A
veces sueño que me apuñalo a mí mismo.
El TICTAC del gran reloj de pared fue el
único sonido durante unos segundos.
-¿Como un suicidio?
-No. Yo soy otra persona. Hundo el cuchillo
en el pecho de otro alguien, pero que es yo. Es un sueño recurrente.
-¿Cómo de frecuente?
-Cada vez más.
-Entiendo. ¿Recuerdas el contrato que
firmamos tú y yo al principio de empezar nuestras sesiones?
-El de no suicidio. Sí. Tranquilo, doctor, no
tiene que preocuparse.
Las
sesiones ya no le ayudaban, las palabras eran brisa contra el metal de un coche
que viajaba demasiado rápido. Había decidido no volver nunca a contemplar la
descolorida cara de su doctor.
Hacía calor en la calle. Con cada pisada
levantaba ondas del asfalto, circunferencias temblorosas que se propagaban como
el agua. Vio un perro de espaldas, con el lomo hacia el suelo, caminando por el
cielo. Una boca de incendio explotó a su paso y el agua, en lugar de caer a la
acera y encharcarla, ascendió liviana y se perdió en la inmensidad. Como su amor
hubiera hecho, de no haberlo cambiado por algo que no sabía bien qué era.
Jean Carlos era especialista neurocirujano,
pero también bombero y bróker. Dejó la carrera de medicina en su segundo año,
suspendió las pruebas físicas de la academia y nunca se había atrevido a
atesorar su dinero con valentía. Aun así, era todo eso. Y más. Ni siquiera
podía escribir cinco líneas con sentido. Ni siquiera sentido podía líneas
escribir. Le dio otro trago a la botella que siempre llevaba guardada en el
sombrero.
La calle ardía, en efecto, pero él estaba
frío, como un cadáver de 37 grados. Torció por un callejón cercano y una hoja
pasó rozando su oreja, tan afilada que bien podría habérsela devanado de cuajo,
hasta caer al suelo. Al depositar su vista, aquella masa carnosa y blanquecina
le estaba esperando, como si hubiese sabido que llegaría aquel momento. El
polluelo, apenas paso posterior a feto, no tenía plumas, pero para su desgracia
sí un sistema lo bastante desarrollado para poder respirar.
-A… a… a… -paladeaba el intento frustrado de
ave, abriendo y cerrando cuanto pico había dado tiempo a formarse en el
cascarón-. A… a… acábalo…
Jean Carlos le miró con indiferencia
distraída. Cada aliento debía ser un calvario para el animal.
-Ojalá fueras yo. Ojalá yo fuera tú.
-A… acábalo… -insistió el polluelo.
El hombre alzó el pie, más por necesidad de
hacer lo correcto que por compasión, y lo bajó bruscamente, como un mazo. Las
tripas del animal quedaron desperdigadas por todas partes.
Jean
Carlos giró la destrozada cerradura. La puerta estaba rota. Como todo. Cogió
del pomo y tiró con esfuerzo, hasta que la entrada se abrió hacia dentro. A
veces, hay que ir hacia atrás para avanzar. A veces, se retrocede demasiado.
Los muebles que colgaban del techo esperaban
para saludarle. Pero no lo hicieron.
El hombre viajó maltrecho hasta el recibidor,
en donde el suelo sostenía un anticuado teléfono de cable. Pulsó el botón que
nunca parpadeaba.
-No
tiene mensajes –dijo una voz enlatada.
-Jean, no quiero hablar contigo nunca más. Te
has negado a crecer, te has negado a madurar, y yo no puedo jugar más. Nunca.
Me has hecho terriblemente infeliz –escuchó Jean Carlos.
El teléfono no sonaba. Nada lo hacía. Él
podía escuchar a los roedores viviendo en las paredes, pero solo él. No
aguantaba más. Le estaban chillando.
-¿Qué día es?
De repente, un recuerdo fugaz acudió a su
cabeza, reminiscencia de otra realidad, de una vida pasada que ya no le
pertenecía.
Fue hasta la cocina, que apestaba a suciedad,
y a agua estancada, y a moho. Contempló el calendario, el día rojo y señalado.
Empezó a reír desconsolado.
-Hace años, demasiados, ocurrió algo muy, muy
malo…
Jean Carlos rio, y siguió riendo un buen
rato. No era una risa feliz. No sabía. No estaba llena de entusiasmo o
jolgorio, ni tampoco era ironía. Reía desquiciado, como el loco sombrío que le
contemplaba desde la esquina más oscura del cuarto. Ahora, los dos reían
juntos. Y los roedores de las paredes. Y los muebles. Y la voz del teléfono,
que era mezcla de muchas otras.
-Me encantan las drogas.
Jean Carlos se miró las manos, de uñas
sucias, dedos largos y afilados. Poco a poco, las colocó cercanas a su cara,
tanto que por milímetros no logró tocarla.
-Pero no me gusta nada más.
El hombre introdujo las extremidades en su
rostro, rasgando piel, carne y hueso. Para sorpresa de cualquier espectador que
pudiera haber estado, no ofreció ninguna resistencia. Los dedos atravesaron el
tejido por completo, como si tuviera la textura de la gelatina. Tenía las manos
dentro de él. Las apartó con asco y miró los restos barrosos de sus uñas. Lo
que quedaba de su cara chorreaba entre ellos.
-Acábalo… - le susurraron al oído el loco
sombrío y el polluelo aplastado.
Cinco
días después del suceso, los malos olores y las quejas del casero forzaron a la
policía a entrar en el piso. Jean Carlos Barrier había muerto a los 26 años, no
especificado si a causa de un accidente o no. Desde luego, aquella forma de
suicidio no era muy habitual.
El forense determinó que lo más probable era
que se hubiera tropezado, habiéndose clavado su propio cuchillo de cocina en el
abdomen al caer sobre él con su peso. Luego, habría rodado hasta colocarse
mirando al techo, en un último esfuerzo fútil de respirar.
El becario de fotografía, un joven bizco con
un sentido del humor macabro, reía entre dientes, maliciosamente, ante la
escena. El inspector a cargo le dedicó una amarga reprimenda, una perorata
sobre el deber, el respeto y muchas cosas que apenas escuchó.
-Pero señor, es que murió hace cinco días,
más o menos…
-¿Y? -contestó el inspector, de mostacho
frondoso y cabeza pelada.
-Mire el calendario, la fecha marcada... ¡fue
en su cumpleaños!
-¿Y? -insistió el hombretón.
-Pues que parece una tarta, solo que el
cuchillo sería la vela.
El inspector miró a su subordinado. Tenía
gracia, pero solo para un enfermo. O quizás no necesariamente, quizás para
alguien más. Tal vez los muertos también tuvieran sentido del humor. Desde
luego, Jean Carlos mantenía la sonrisa de oreja a oreja que se había marcado él
mismo con las uñas.