Existió una vez un dicharachero niño llamado Jran, que tenía
muchos amigos y caía bien a todos, debido a su conducta alegre y desenfadada.
El muchacho creció muy feliz durante los primeros años de su vida pero, poco a
poco, empezó a sentir que las cosas no iban a suceder como él quería.
Conforme se hacía
mayor, el infante iba recibiendo más y más responsabilidades, y con ellas
llegaron las presiones: estudios, encontrar un trabajo, tener una pareja,
hijos, casa… Su cabeza era una olla a presión a punto de estallar. Sabía que no
siempre podría vivir de sus padres, personas humildes que hacían lo que podían
por sacar a su familia adelante, y que tenían que ocuparse tanto de él como de
su hermano pequeño, Yohan, pero no quería hacerse adulto nunca.
-Hijo, no puedes ser
para siempre un niño. En algún momento tendrás que salir del nido y labrarte un
futuro –le insistía a menudo su madre, comprensiva, siempre que le veía hacer
el vago.
-Es cierto que no
puedo ser un niño siempre –concedió el muchacho-. ¡Pero tampoco he de ser un
adulto! Para mí, eso sería como dejar de vivir, y yo no quiero.
-¡Ningún hijo mío
será un holgazán toda su vida! –se enfadaba su padre, más temperamental.
-Encontraré otra
manera… lo sé. Debe haberla.
Pese a todas las
presiones, Jran pasaba las horas muertas de su día a día tumbado en el campo,
contemplando el cielo despejado, escuchando el murmullo del viento sobre las
hojas de los árboles cercanos y deseando que aquella paz y libertad no
terminaran nunca.
-¡Qué maravilla! Esta
sensación de sosiego es indescriptible. Me dan envidia los árboles, tan
robustos y estables, tan tranquilos, sin preocupaciones ni exigencias de ningún
tipo... –se decía a menudo el chico.
De repente, a su
cabeza acudió una osada idea.
-Un momento. ¿Por
qué he de tener envidia? ¿No somos acaso los humanos más evolucionados? ¿Por
qué debemos anhelar algo que a otros seres sí que les es permitido? No señor,
nunca le pasará eso a Jran. Si la vida que me ofrece el mundo humano no es
adecuada… ¡seré otra cosa! Desde hoy, elijo ser un árbol.
Tomada la
determinación, Jran empezó con su transformación. Se buscó un terreno adecuado
entre dos pinos, de tierra húmeda y fácil de horadar, en donde ocultó sus pies
hasta más allá de los tobillos. Luego, se quedó muy quieto, a la espera de
hacerse uno con el medio ambiente.
Al principio, no
sucedió nada. Jran no sabía cómo ser un árbol, así que simplemente estuvo
quieto, manteniendo una pose neutra como sus nuevos compañeros. Pasaron así
minutos, horas y días, sin comida alguna ni más agua que el de la lluvia. Pero
el chico no se rindió hasta que, justo antes de desfallecer, el milagro comenzó
a suceder: su pierna empezó a volverse dura y correosa, cubriéndose de una capa
marrón muy rugosa, y este material fue asimilando todo su cuerpo, reptando por
su cintura hasta cubrirle el pecho y llegar al cuello; sus dedos y su cabeza se
hicieron verdes primero, y después se separaron en múltiples fragmentos y se
volvieron láminas; finalmente, su cuerpo era tronco y sus extremos hojas. Era
un árbol.
Jran había cumplido
su sueño, y pensó que había sido un premio por no resignarse a su sino. El
chico notó el susurro del aire, la comida que corría a través de la tierra y la
savia fluyendo por su cuerpo. También, pudo entender el idioma de los árboles.
-¿Qué te parece? Al
final lo consiguió –dijo uno de los pinos.
-Nunca había visto
tal cosa –acompañó el de al lado.
-Hola, nuevos
compañeros –saludó Jran, entusiasmado-. Me llamo Jran, mucho gusto en
conoceros.
-Claro, Jran, ¡hola!
–correspondió el primero que había hablado.
-Nosotros no tenemos
nombres. Solo somos árboles.
-Vaya, a lo mejor
ahora debería dejar de tener nombre yo también -opinó Jran-. Como soy nuevo,
hay muchas cosas que desconozco de vuestro mundo. Me gustaría que me indicarais
si hay algo más que deba saber.
-La verdad es que no
mucho. No tenemos nada que hacer en todo el día, simplemente vemos avanzar las
horas, nos nutrimos... y poco o nada más.
A Jran le gustó oír
eso. No tenía responsabilidades, ni obligaciones de ningún tipo. Simplemente,
podía dedicarse a ver pasar el tiempo. Sin embargo, con el paso de los días,
algo en su interior empezó a pedirle más.
-¿Y qué hacéis para
divertiros? –preguntó un día Jran a sus nuevos compañeros, que no eran muy
habladores.
-¿Divertirnos? No
sabemos qué es eso. Ya te lo dijimos. Sencillamente, estamos.
A Jran en principio
no le importó tal afirmación. No obstante, cuando hubo pasado aun más tiempo,
se dio cuenta del terrible error que había cometido. La inanición y la falta de
actividad empezaron a pasar factura en la mente del chico. No hacía nada, no se
entretenía. Ver a los animales o algún que otro viandante era su único
divertimento, pero aquello ya no le satisfacía. Él quería moverse, interactuar
con el medio, moverse, hacer cosas. Pero le resultaba imposible. Por más que
quisiera moverse, no lo conseguía.
-Esto está mal.
¡Esto está realmente mal! –se lamentó Jran, pasados los 3 días-. ¡He cometido
un error!
-¿A qué te refieres?
–preguntó el pino.
-A que no podemos
movernos, ni irnos, ni tumbarnos. Tan solo esperamos a que pasen las cosas.
¿Cómo lo aguantáis?
-Bueno, es que somos
árboles. Es lo que siempre hemos hecho.
-¡Pero yo no!
Pasaron más días, y
meses, y años. Jran descubrió con amargura que no era capaz de acostumbrarse a
ello. Se sentía maniatado, amordazado y desesperado. Cuanto más acontecía, más le costaba soportar
aquello. Los segundos se volvieron horas en su mente. Quería chillar, pero ni siquiera podía hacerlo.
-Dime una cosa, ¿por
qué dejaste de ser humano? Tienen mucha más libertad, pueden hacer otras cosas
–le preguntó un día el pino.
Jran no contestó, no
tenía ánimos para ello.
A largas temporadas,
largos años les sucedieron. Jran se había agotado de esperar, de no moverse, de
no hablar. Anhelaba cada instante como humano, y maldecía enormemente el día en
que decidió ser un árbol. Su cabeza volaba a veces a otros lugares, pero sus
recuerdos no eran lo bastante vívidos para mantenerle alejado de aquel infierno.
Se hubiera suicidado, de haber podido.
Un día, Jran vio a
un joven acercarse a él con un hacha en la mano. A pesar del tiempo, a pesar de
haber cambiado tanto a lo largo de los años, un instinto dentro de él hizo que
le reconociera al instante.
-¡Yohan, hermano!
No sabía cuánto
había sido árbol. Había perdido la cuenta. En cualquier caso, Yohan ya no era
un niño, sino un adulto que había decidido convertirse en leñador. Por
supuesto, seguía siendo humano, por lo que no pudo oírle y no supo nunca que
estaba ante su largamente desaparecido hermano.
Yohan golpeó a Jran
con el hacha hasta que le partió el tronco. Ignorando que había sentenciado a
su hermano, seccionó los cachos y se los llevó a su hogar, en donde quemó los
restos en la chimenea, a la cual acudieron su mujer y sus hijos.
Jran se sintió
liberado. Finalmente, su suplicio había finalizado... o eso creyó, hasta que
una nueva conciencia brotó del tocón que había quedado de su antiguo cuerpo.
-Debió haberme
arrancado de raíz.