domingo, 30 de octubre de 2016

Una Noche en el Pozo

Vivía en la montaña, un viejo cazador. Antiguamente, había sido el amigo de todos, amable y generoso, la clase de persona que da y ofrece cuánto le pertenece a otros. Desde pequeño, le había interesado la naturaleza y la poesía, por lo que a menudo había viajado por los montes con su libreta a la caza de algo que le sirviera de inspiración. Sin embargo, el día que su único amor le abandonó, todo aquello cambió. A pesar de que se querían, el destino les había negado descendencia de la forma más cruel: todos sus hijos habían nacido muertos en su propia casa. Cada vez que lo recordaba, la vergüenza y la rabia le embrujaban, un secreto que el cazador trató de ocultar a toda costa. Una mañana, él levantó, y ella no estaba. Desde aquel momento, el hombre se volvió huraño, malhumorado y distante. Porque se sentía solo. Porque sus amigos no llenaban el hueco. Tan solo estaban, al llegar a casa, únicamente él, sus perros y la afición que se convirtió en su único alivio.
  Tenía el cazador una finca alejada del pueblo, al lado de un riachuelo que le abastecía y un verdor eterno. Cada vez que volvía de resolver sus asuntos (en realidad, trabajaba en un banco), la decena de perros que con él vivían con gusto le recibían. Él era, con ellos, más amable que con nadie, les trataba con cariño, alimentaba con pienso y recibía con una sonrisa paternal. Antes de saciados, les sacaba a cazar, con su vieja escopeta, su chaleco y sus botas impermeables. Una liebre, una perdiz, en ocasiones algún joven zorro, el cazador siempre conseguía un premio del que sacar su provecho. Era lo que más feliz le hacía.
  Un día en que el cazador volvía a su finca, unos ladridos desesperados le hicieron acelerar la marcha. Cuando abrió la verja, vio a todos sus galgos en un rincón cabizbajos, excepto a una hembra parda a la que llamaba Beca, que cojeaba de una parte a otra entre gemidos lastimosos. El hombre la sosegó en un momento, le echó un vistazo a la pata malherida y la dejó estar, esperando a que sanara. Pero los días pasaron, y la perrita no mejoraba. Beca era un animal anciano para quien tanto pasa corriendo tras presas, por lo que no había mucha esperanza. El cazador, un día, se puso su chaleco y sus botas, la cadena, y se llevó a la enferma perra.
  Había cerca de la finca un pozo. Era un agujero angosto donde no cabían tres personas, pero profundo hasta no adivinarse su fondo desde el exterior. Estaba rodeado de plantas altas, matojos y arbustos, y había dejado de ser usado hacía tiempo, su existencia olvidada, como el anciano sin familia que era el propio cazador. Él era el único que sabía bien de su existencia. Demasiado bien… El hombre llevó a Beca hasta la boca oscura y traicionera. La arrastraba fríamente tirando de la correa, a pesar de la cojera. El pozo era un lugar que despertaba en él sentimientos contradictorios, uno que no le gustaba visitar y que al mismo tiempo le atraía, lleno de recuerdos ocres y ocultados por el tiempo, un pasado doloroso que le alcanzaba cada noche cuando se acostaba solo en su cama.
  De repente, un sonido siniestro le llegó desde el fondo. Era un gemido gutural y bajo, como el soplido a través de un tubo. El cazador se asomó, tratando de escrutar su interior.
- ¿Hola?- preguntó-. ¿Hola?, ¿hola?
  No hubo más respuesta que el eco.
  El cazador se encogió de hombros, dio la vuelta y sujetó la correa con firmeza. La perra le miró acongojada, con el rabo entre las patas.
  De nuevo, el triste sonido.
  El cazador, esta vez, estaba seguro de lo que había oído.
- ¿Hay alguien ahí abajo?- insistió el hombre.
  Notó un soplido cálido en el rostro, y de nuevo aquel gemido. La noche era salvaje y fría, antesala de una tormenta inminente. Un empujón en su espalda hizo al hombre perder el equilibrio. El cazador fue absorbido completamente hacia la oscuridad.

Estaba rodeado de agua, la cabeza le ardía. Probablemente, se había golpeado al caer. El cazador estaba sólo entre tinieblas, y apenas nada podía hacer.
- ¡Ayuda!- bramó desde el abismo-. ¡Ayúdenme! ¡Por favor!
  No hubo respuesta. Estaba a kilómetros de cualquier zona habitada, su pequeña finca era lo que más se parecía a la civilización.  Nadó hasta la pared, lo cual no le costó demasiado pues apenas había dos metros de diámetro. Intentó escalar sin éxito. La superficie era resbaladiza y húmeda, cubierta de musgo y cosas más asquerosas. Los dedos se hundían un milímetro en la fachada antes de tocar la fría piedra, imposible agarrarse con ninguna fuerza.
- ¡Ayuda! ¡Ayuda!- siguió gritando, presa del pánico.
  Unos pocos minutos después, se dio cuenta de que estaba condenado a muerte.
  Las horas pasaron, y el cazador se mantenía flotando. No había esperanzas reales en aquello, tan sólo el ciego impulso de seguir respirando, como el perro obligado a nadar hasta la extenuación en un experimento. No hacía pie, supuso que por poco, pero no se atrevía a comprobarlo. El agua era espesa y fétida, repugnante en aquella oscuridad tenebrosa. Se había quitado las botas y el chaleco, su mayor peso. Tenía frío, pero en nada hubiera podido ayudar la ropa a combatirlo.
  Algunas veces, el viento se colaba en el orificio, rebotaba en las paredes y arrancaba un siniestro eco, el mismo sonido que había escuchado desde la superficie.
- ¡Qué imbécil he sido!- se dijo.
  Con el paso del tiempo, la noche se hizo más profunda, sólo advertida por el trozo de cielo que desde el fondo contorneaba el orificio. La oscuridad sólo había crecido un poco más. El cazador trató de recostarse en la pared pegajosa. A pesar de no haber apoyo en toda la circunferencia, allí podía mantenerse con mayor facilidad a flote. Le ardían las piernas, los brazos y la cabeza. A veces dudaba de si aquello que notaba en el rostro era agua o su propia sangre.
  De repente, una sombra cruzó su cabeza. Al alzar la vista, inicialmente sólo percibió el cielo estrellado… hasta que vio una silueta. O eso creía. O eso quería creer. Era una forma indiferenciada, que deseó adivinar con hombros y cabeza.
- ¡Socorro! ¡Ayuda!- gimió el hombre.
  La silueta desapareció sin decir nada. ¿O tal vez nunca estuvo ahí?
- Soy un necio.
  Pasaron más horas, y se levantó un frío viento. El cazador notaba cómo el gélido aliento se le internaba en los propios huesos, como un cáncer fatal. El estruendo pavoroso volvió a alzarse desde el pozo, un sonido horrible que repiqueteaba en su mente. Ahora lo entendía. Ahora lo veía nítidamente. Eran aullidos, aullidos agónicos y desesperados, aullidos de almas perdidas allí confinados. Y también llantos.
- No es cierto. Es un sueño- se dijo el cazador-. A menudo, el frío y la desesperación te vuelven loco, nada más. Lo he leído, no sé dónde.
  El cazador podía decir cuánto quisiera, más lo cierto era que los alaridos no se detenían. Al contrario, se hicieron más poderosos y penetrantes, violentos  a la par que acuciantes. El hombre trató de taparse los oídos, sumido en la oscuridad.
- Ya basta, ya basta, ya basta… ¡ya basta!
  Y el viento cesó. Y se detuvieron los alaridos.
  Varios minutos nuevos pasaron. O una hora, o dos. O toda su vida. El cazador apenas sentía otra cosa que no fuera el frío. 
- Traté de alejarme de esto- se dijo, afligido-. Traté de escapar de ello pero, al final, tarde o temprano, el pasado te acaba encontrando. No puedes hacer desaparecer todos tus problemas en un pozo…
  Algo le tocó el pie. Sin lugar a dudas, lo había sentido. Miró hacia abajo, casi por instinto. En aquella negra profundidad, nada podía verse. Sería un pez, un bicho, cualquier alimaña… o algo distinto. El cazador reprimió un gesto de repugnancia.
- Poco importa. Para cuando me encuentren, si es que alguien lo hiciera, seré uno de ellos…
- Pst, eh, ¡oye! ¡Aquí arriba!
  El cazador alzó la vista. La misma silueta. ¿O quizás fuese otra? De un modo u otro, ahora que sabía que estaba allí, era mucho más fácil distinguirla.
- Me he caído aquí dentro, pide ayuda. Gracias al cielo…- lloró el cazador de manera atropellada.
- No se preocupe. Volveré en un rato.
- Por favor… por favor. Gracias…
  La figura desapareció.
  El cazador no cabía en sí de júbilo. Ni siquiera el frío tétrico que acaparaba su cuerpo le resultó una molestia. Ni siquiera la interminable sombra. Iba a sobrevivir. Iba a escapar de aquello. Y, quizás, nadie supiese nunca la verdad del pozo.
  Pasaron los minutos, horas o vidas, pero ninguna ayuda a él acudía. El cazador cambió su optimismo inicial por la duda.
- El niño se demora…- se dijo el hombre.
   Y, durante un instante, la duda fugaz de antes retornó a su cabeza. La gente delira en situaciones extremas. Lo había leído en alguna parte…
  De nuevo, el viento gélido se adueñó del pozo. Y volvieron los aullidos. Y volvieron los llantos.
- ¡Dejadme! ¡Dejadme tranquilo! Ya he pagado… ¡cada segundo de mi vida es un cobro que os tomáis de mí!
  Apenas le quedaban fuerzas, estaba exhausto. No podía mantenerse a flote durante mucho tiempo, y menos cubriéndose los oídos. Moriría, torturado y a punto de ser rescatado. Tiritaba con vehemencia, hasta hacerse daño en los músculos.
  La sombra volvió a planear su cabeza. El sonido se había esfumado.
- ¿Chico? ¿Eres tú?
  Esta vez no hubo respuesta. En su lugar, la silueta se le quedó mirando desde las alturas, el cielo nocturno su techo.
- ¿Fuiste a por ayuda? Dime, ¿van a tardar? No sé cuánto podré aguantar…
  De nuevo, el silencio.
  El cazador empezó a sentirse irritado.
- ¿Oyes lo que te digo? ¿Van a tardar? ¡Responde de una puta vez!
  La silueta empezó a moverse. En la oscuridad, era muy difícil adivinar si se trataba de una persona. Tal vez no lo fuera. Tal vez el cazador le hubiera estado hablando a otra cosa. De un modo u otro, la sensación de que no era humano se adueñó de él.
  Tras retorcerse en todas direcciones, a pesar de tener aspecto humanoide, la figura se aplanó, se internó parcialmente en el pozo y empezó a trepar hacia abajo por las paredes.
  El cazador quedó paralizado. En la oscuridad total que le envolvía, realmente era muy difícil saber lo que veía y lo que no. El ser reptante desapareció de su campo visual, hasta el punto de parecer una ilusión… de no haber sido por el sonido. Un roce sigiloso caía desde las alturas, como el de un animal que escala, clava sus garras y se arrastra con el torso. El cazador se empezó a sentir mareado y asustado. El sonido se aproximaba y, cuánto más cerca estaba, menos le veía.
- Por favor… por favor… ¡socorro! ¡Auxilio!
  El sonido crecía por momentos. Ya estaba muy cerca.
- Por favor, Dios… ayúdame…
  Escuchó un chapoteo. Algo había entrado en el agua con él. Estaba oscuro, tanto que no podía distinguir ni treinta centímetros de su cara. El cazador guardó silencio, pero el temblor de su cuerpo y sus balbuceos le delataban. Por primera vez, sintió el calor recorrer sus piernas cuando sus esfínteres se relajaron.
  Algo se movió, salpicando. Estaba en el lado contrario del pozo, y, aun así, a escasos centímetros de él.
- Por favor… no… ¿quién…?
- Tranquilo. Soy yo.
  A pesar de ser un susurro, el cazador reconoció aquella voz femenina al momento.
- Tú… ¿cómo? ¿Qué haces aquí…?
  Una mano acarició su mejilla. El súbito contacto le propició un escalofrío tan poderoso que se golpeó la nuca. Aquella mano estaba fría y pegajosa, igual que las paredes.
- ¿Qué está pasando?
- Los muertos sólo pueden descansar junto a sus muertos- susurró la voz, áspera y ronca.
  El pozo borboteó. Una decena de objetos salieron a flote. A manos del cazador, resultaron igual de desagradables.
- Lo siento… lo siento…
- Fue un error. Creer que todos tus problemas podían desaparecer en un pozo.
  La voz estaba cerca. Demasiado cerca. El cazador trató de apartar el cuerpo que no se despegaba de él ni cincuenta centímetros, pero su tacto baboso le volvió a horrorizar. Los llantos comenzaron. Los aullidos se alzaron de nuevo. El hombre empezó a llorar, ciego dentro de aquella pesadilla.
- Socorro… lo siento… por favor…
- Llenaste este sitio de dolor, odio y recuerdos. Abriste, sin quererlo, una puerta hacia el infierno.
  Un aliento caliente, pegajoso y fétido se metió en su garganta. La boca del cazador tocó lo más desagradable a lo que se había unido nunca, unos labios que se descarnaban, una lengua que le asfixiaba, unos dientes que masticaban…
  Cayó una tremenda lluvia. El nivel del pozo empezó a crecer. Poco a poco, el cazador ascendió hacia el exterior, hacia la pálida noche. Pero apenas lo notó. Se había sumido dentro del asfixiante sabor de la muerte…


El cazador despertó en el hospital.
- Tuvo suerte- le dijo un médico, con gesto sorprendido, como si no esperara verle consciente-. Unos chicos le oyeron y nos avisaron.
  Pero suerte no era la palabra que el cazador hubiera utilizado. Durante su estancia en el pozo, le comentaron, se había mordido la lengua tan fuerte que se la había desgarrado. Además, la humedad continuada y el frío habían contribuido a un avanzado estado de hipotermia que le había hecho perder la pierna derecha. La otra, aunque fuera de peligro, no volvería a moverse como antes.
  El cazador, por escrito, se interesó en si habían encontrado algo más en el pozo. La negativa le hizo descansar. Le habían sacado con una cuerda y no gracias a la lluvia. A veces, la gente que se queda atrapada en los pozos, delira. 
  Unos días tardó el hombre en recuperarse, pero nunca lo hizo del todo. La experiencia le había abierto los ojos. Era culpable, culpable de sus actos conscientes, y nada le redimía de aquello.
  Cuando regresó a su finca, el hombre desenterró de uno de sus cajones una nota, la dejó a la vista en el escritorio y volvió al pozo con su cojera. Ante sí, el lúgubre agujero parecía llamarle con avaricia lasciva.
- ¿No puedes hacer desaparecer tus problemas en un pozo?- se dijo a sí mismo-. Qué tontería…
  El hombre se dejó caer en la negra oscuridad.


Días pasaron antes de que la desaparición trascendiera. El primer lugar donde la policía buscó, fue en el pozo. Esta vez lo desenterraron. Esta vez sacaron mucho más.
  Aparte del cadáver del cazador, también hallaron el de varios perros, una mujer y tres esqueletos amarillentos de algo que, más adelante, se supo que eran bebés de menos de unos meses de edad. En la casa del cazador, los investigadores encontraron la nota.
“Me marcho para siempre. No aguanto más. Cada día junto a ti es un suplicio, un recuerdo de que nunca podremos engendrar vida. Tal vez sea el castigo para quien se dedica a arrancarla por diversión. Mi vientre es un desierto, tu semilla no arraiga y, por muchos intentos que hagas por ocultar la verdad, jamás podremos escapar de ella: que no tengo ilusión, que no estoy viva.
Porque no podemos hacer desaparecer nuestros problemas en un pozo.
Aunque te quiera, el pasado me llama, y los muertos sólo pueden descansar junto a sus muertos.”

FIN