viernes, 22 de enero de 2016

Galletas de Decepción

Cuando Tímoty Lucky anunció su retirada del mundo de la hostelería, los vecinos del pequeño pueblo de Mersi quedaron sorprendidos. Sin un heredero que continuara con el negocio, ciertamente su invencible tienda de chucherías había sido condenada a desaparecer. Aquel lugar de ensueño había sido el mejor atractivo turístico de la villa, al que miles de personas procedentes de todo el mundo se acercaban para degustar sus dulces, de sabores mágicos cuyo secreto su creador nunca había confesado. A pesar de haber podido abrir una auténtica franquicia en todo el mundo, Timoty siempre se había decantado por mantener una única tienda, por razones desconocidas.
  Pero si aquella noticia fue impactante, más estrambótico fue el anuncio que realizó varios días después a través de la radio local.
- Estimado pueblo, me dirijo a vosotros para deciros que, durante el día 5 de Enero, víspera de Reyes, mi tienda estará abierta para todos los niños de Mersi, ¡que podrán comer cuantos dulces deseen de ella!.
  La noticia llegó a cada calle, a cada casa, a cada vecino. En el austero hogar de paja del joven Piero, la noticia fue tomada con sorna.
- A este Tímoty se le ha ido la pinza. ¿Quién se cree? ¿Willy Wonka?- dijo el padre del niño.
- Pero sin ticket de oro. Este es más cutre- se unió su madre.
- Pues a mí me parece buena idea...- opinó Piero en voz alta.
- Pues anda, anda, ve- le apremió su abuela, mientras trataba de sacarse los restos de pollo de su dentadura postiza con una servilleta-. Igual te hace su heredero y nos sacas de pobres.
  Lo que parecieron burdas mofas por parte de una familia que siempre le había considerado inútil, se convirtieron en anhelos reales durante las noches del chico.
  Cuando el ansiado día llegó, cabalgando sobre su impaciencia, el joven Piero se puso sus mejores galas (camisa y pantalones ajados, sandalias de paja y una espiga de la suerte tras la oreja derecha) y se encaminó a “Sabor a Futuro”, la tienda de dulces de Timoty Lucky.
  Durante el trayecto, se encontró con una hilera de personas, colocadas una detrás de otra. Lleno de temor, con una desasosegante sensación en la espalda, decidió preguntar al último de la fila, un señor de barba canosa junto a dos niños pequeños.
- Disculpe, ¿es ésta la cola para entrar a la tienda de Tímoty Lucky?
- No. Esta cola es para sellar el paro.
  El chico suspiró aliviado.
- La de la tienda de dulces es esa- añadió el hombre, señalando la otra acera.
  Cuando Piero se volvió, descubrió una fila india que daba varias vueltas a la manzana, más grande aún que la del señor.
- Jo.
  Resignado, Piero siguió a la masa de manera pulcramente ordenada. Por fortuna para él, gran parte de la fila estaba compuesta por niños de otros pueblos y señores que no eran niños, sólo gorrones, con la ilusión de poderse colar. Los intrusos eran eficazmente detectados por los matones de la entrada, dos orangutanes pelados esculpidos en piedra y esteroides que repasaban rigurosamente su lista de niños empadronados antes de dejar entrar a nadie.
  Unas pocas horas tras el inicio, Piero por fin pudo atravesar el marco dorado de letras de gominola que daba paso a la fastuosa “Sabor a Futuro”. Después de poner un primer pie en su interior, un hombre con el pelo teñido de verde y alborotado, engalanado con un esmoquin púrpura y un sombrero de copa del mismo color, salió a su encuentro, sin que el joven supiera exactamente de dónde.
- Bienvenido, caballero. Me llamo Tímoty Lucky y soy el dueño de este maravilloso país para la expansión de los sentidos. Bienaventurados sean todos aquellos jóvenes dispuesto a probar el futuro, siéntanse libres de paladear cualquier cosa que su estómago le dicte- dijo el hombre, en un tono desganado y ronco. Sus labios agrietados y su lengua reseca le sugirieron a Piero que llevaba todo el día repitiendo la misma frase.
 - Encantado- dijo Piero, huyendo asustado.
  “Sabor a Futuro” era, más que una tienda, un almacén. Centenares de estanterías repletas de dulces de muy distintas formas, colores y sabores se apilaban unos sobre otros, como una orgía de payasos, y metidos en cajas, vitrinas o tarros. Por doquier, decenas de niños corrían de un lado a otro, ansiosos por no poder abarcar tamaña cata y dopados por el azúcar. Piero empezó a leer los carteles luminosos que anunciaban cada golosina: gominolas con sabor a amor de madre, algodón de azúcar que levitaba como un sueño, largas barras de regaliz que era dulce y amargo al mismo tiempo y parecían no acabar nunca... El niño se descubrió a sí mismo abrumado. Ante tanta variedad de sabores, no quería perderse los que serían los mejores. Paseando por los estantes, descubrió a varios niños tendidos con dolor estomacal, entre gemidos de sufrimiento y redención por su ansiedad. No quería convertirse en otra víctima.
  Tras varios minutos de búsqueda, acabó por llamar la atención de Piero un letrero siniestramente iluminado con un gris apagado y sucio, entre “chupa chups con sabor a primer beso” y “caramelos pétreos”.
- Galletas de decepción- leyó el chico.
- ¡En efecto!- El corazón del joven casi decidió dejar de funcionar cuando la voz de Tímoty Lucky antecedió a su dueño desde detrás de la estantería-. Me enorgullece decir que se cuentan entre mis mayores creaciones, sino la mejor. Porque de todo este tarro, una de las galletas antecede al gusto mejor y más valioso que nunca he llegado a fabricar. Pero cuidado, pues no hay premio sin riesgo: el resto de galletas están hechas del gusto más terrible que he podido encontrar, un sabor no apto de afrontar para la mayoría.
  Piero escuchó con interés.
- ¡Bah! No tiene que ser tan grave- dijo una niña gorda que, como por arte de magia, se había materializado detrás del chico. Tenía los nudillos peludos, restos pegajosos alrededor de sus gruesos labios y una piruleta profundamente incrustada en el pelo.
  La niña se abalanzó vorazmente sobre el tarro, metiéndose la primera galleta en la boca. Al contacto del dulce con su lengua, su gesto se torció en una mueca sombría y alicaída.
- Me voy a casa- dijo la joven, se dio la vuelta y se marchó.
- Como dije, no apta para todos- se reafirmó Tímoty.
  Piero cada vez estaba más intrigado. Cierto era que la tienda estaba llena de otros dulces, dulces menos arriesgados. Pero ante sus ojos estaba el mayor premio de todos, la oportunidad de catar la mejor creación del, para la mayoría, mejor artista del caramelo en el mundo.
  Con decisión, el joven metió la mano en el tarro y sacó una de aquellas galletas. Era redonda, de un marrón grisáceo algo rancio y, lo peor de todo: tenía pasas.
- Muchos lo han intentado, jovenzuelo- insistió el fabricante-. Pocos han dado con el sabor adecuado.
  Piero se introdujo la galleta en la boca y cerró la mandíbula en una mordedura de lobo.
  Una oleada de sentimientos golpeó la mente del niño. Aquella galleta era triste, amarga y gélida como un rechazo amoroso. Dejaba un regusto frío y vacuo en el paladar, como el de un examen suspendido a pesar de haberlo estudiado mucho. Era punzante y voraz con el resto de pensamientos, hasta sólo dejar la hiriente sensación del abandono. Aquella galleta estaba hecha, efectivamente, de decepción pura.
  Piero contrajo el gesto en una mueca tensa. Metió la mano en el bote, sacó otra galleta y se la metió en la boca. Se sintió como si acabaran de echarle de un hipotético trabajo.
  Ante sus gestos, Tímoty le mostró una sonrisa amarillenta.
- Una o dos... la gente normal y corriente no suele aguantar mucho más- explicó el artesano-. Te lo aseguro: el sabor de estas galletas no mengua de intensidad, uno nunca se acostumbra por completo a ellas, la verdad.
  El chico notó como una lágrima brotaba de su ojo izquierdo. La sensación de vacío, de abandono y desesperanza crecían en él como una metástasis, tan tangible como si se tratara de una persona a su lado, estrangulándole. Sin embargo, ante la asombrada mirada de Tímoty, volvió a sacar una galleta y metérsela en la boca. Tampoco entonces dio con el prometido sabor perfecto. Volvió a intentarlo.
  Una a una, Piero fue acabando con todas las galletas. Cada una era más agria y difícil de digerir que la anterior. En un momento dado, los sentimientos provocados dejaron de ser ideas abstractas, para conformarse en forma de recuerdos dolorosos. A la memoria del chico llegaron la imagen de la niña que le gustaba dándole calabazas, aquella competición de kárate que tanto se había preparado en la que le dieron una paliza o el día en que su padre le dijo que era un inútil por primera vez. Sin embargo, a pesar de todo, no se rindió.
  Conforme el contenido del bol iba bajando, sus esfuerzos por reprimir las lágrimas se hicieron inútiles, y una multitud de niños le rodeó para ver el espectáculo.
  Finalmente, antes de encontrar la galleta con el mejor sabor jamás creado por aquel fabricante de sueños, acabó el resto. Piero maldijo su suerte. Ya sólo quedaba una en todo el tarro.
- Tiene que ser esta...- se dijo a sí mismo.
  Con mano trémula, entre lágrimas y mocos, el muchacho sujetó la comida, la sacó del recipiente y se la acercó a la boca lentamente. Por fin lo tenían ante sí, el mejor sabor del mejor genio, y era suyo... hasta que desapareció.
  El muchacho se volvió a la izquierda, donde un niño enorme y lleno de pecas le había arrancado su trofeo de un tirón.
- Jajá, pringado- graznó el orondo. Luego, se metió la galleta en la boca.
  Piero habría gritado, pateado, saltado sobre la garganta del niño hasta que hubiera escupido su premio... Pero no lo hizo. El niño grande empezó a llorar.
- ¡Mamá!- gritó el abusón, antes de salir corriendo.
  Piero se miró la mano vacía, sin comprender.
- Entonces esa también...   
- ¡En efecto!- saltó Tímoty desde su escondrijo, lleno de entusiasmo-. Toda el tarro eran las mismas galletas.
- ¿Entonces ninguna era de otro sabor? ¿Me has engañado?
- Sí y no, jovenzuelo- se explicó el artesano-. Nunca dije que el sabor estuviera en la galleta. Tú, al no rendirte nunca y seguir intentándolo, has encontrado el mejor gusto que jamás hubiera soñado crear: una lección. La lección de continuar adelante sin rendirte, por muchos fracasos que encuentres en el camino.
  Los niños empezaron a alejarse entre comentarios despectivos. “Vaya birria”, “¿para esto tanto?” y “ese señor me da miedo”, los más suaves. Sin embargo, Piero se mantuvo en el sitio. Su primer impulso fue llorar. Su segundo, darle una patada en la espinilla a Tímoty. Pero, tras unos pocos segundos de reflexión, cayó en la cuenta. Aquello había sido una prueba.
- ¿Significa esto que seré tu sucesor?- preguntó Piero, con los ojos brillantes.
- Jajá, ni de broma. ¿Qué te crees que es esto? ¿Charlie y la Fábrica de Chocolate?
  El niño bajó la vista, decepcionado de nuevo.
- Más aún, ¿acaso has querido alguna vez se fabricante de dulces?
  Piero volvió a analizar las palabras cuidadosamente.
- No. Yo quiero ser arquitecto.
- ¿Entonces?
- Pues tienes razón. 
  Dicho esto, el muchacho se marchó, y ya nunca más volvió a saber de Tímoty Lucky.

Mucho tiempo después, tras años de duro estudio, sacrificio y noches en vela, Piero se convirtió en arquitecto. Al no encontrar trabajo en su país, viajó a Nueva York y estuvo trabajando como friegaplatos una larga temporada. Un día, a su restaurante entró un magnate adicto al arte al que convenció para una entrevista. Tras ella, fue contratado y colaboró en la construcción de un museo que tuvo muy buena acogida. Después de aquel primer éxito, nuevos y apasionantes proyectos se desplegaron frente a sus ojos, convirtiendo a Piero en un artista de edificios mundialmente reconocido. Siempre recordó con añoranza el día en que probó aquellas galletas tan amargas.

De decepciones también viven los soñadores. Pero, sobre todo, de “volver a intentarlo”.

FIN