Existió una vez un niño, uno pequeñito, gris y de aspecto un
tanto simple. Ese niño nació con un hada. El mágico ser revoloteaba noche y día
a su alrededor, esparciendo con sus pequeñas alas motitas brillantes de luz que
bañaban, de una manera invisible para los ojos de los mortales, su cabeza.
Al joven le
encantaba dibujar para su amiga. Le hacía casas, paisajes, cielos y bosques, o
montañas rusas donde divertirse. Sus dibujos estaban llenos de talento,
escapaban de las concepciones tradicionales de la mente. A veces plasmaba
mundos imposibles, lugares inexistentes para vivir llenos de magia y fantasía,
con dragones y otras bestias, y estrellas que nacían de la tierra como plantas.
Aunque nadie más que él pudiera ver al hada que en ellos habitaba, sus padres a
menudo se asombraban con sus creaciones. Todo el mundo le decía que podía
llegar lejos.
En otro orden de
cosas, lejos de la historia que compartía con su hada, el chico tuvo una infancia
corriente. Con el paso del tiempo, y conforme avanzaba en el colegio, las
exigencias del mundo se hicieron mayores, los deberes eran más difíciles de
cumplimentar. El pequeño necesitaba dedicarle más tiempo a esa otra realidad,
por lo que empezó a hacer menos caso al mágico ser y a sus dibujos.
- Lo siento hadita, hoy no puedo jugar- decía muchas veces
cuando le llamaba la atención-. Tengo que terminar las tareas. Otro día será.
A pesar de que en
aquellos momentos el hada se ponía triste, era cierto que más adelante siempre
encontraba el muchacho tiempo para regalarle, así que con aguantar un poco las
ganas a veces, era suficiente.
Siguieron pasando
los años, y el chico empezó a interesarse más por los amigos. Ahora, aparte de
los deberes, tenía que compaginar su tiempo libre con sus amistades, muchachos
como él con los que hacía deporte, paseaba o, simplemente, se reía. El hada vio
disminuida, de nuevo, la atención que le procuraba.
- Lo siento hadita, pero hoy he quedado. Otro día jugamos.
Aunque la espera se
hacía más larga, al final el joven siempre volvía a deleitar al hada con sus
dibujos espectaculares. Le costó un tiempo aceptarlo pero, finalmente, con eso,
el mágico ser se conformaba.
Algún tiempo
después, algún tiempo en que el estudio no era suficiente, el chico necesitó un
trabajo. Lo encontró como tantos jóvenes en aquella época, de operario en una
cadena de montaje, un desempeño repetitivo y monótono que machacaba sus nervios
y su felicidad como una máquina llena de engranajes gravosos. Pero el dinero le
venía bien para comprar cosas, así que decidió mantenerlo. Ya apenas tenía
tiempo que procurar al hada, a quien sólo muy de vez en cuando dedicaba algún
dibujo.
- Hadita, hoy sólo quiero descansar…- le decía a menudo al
ser cuando llegaba exhausto a casa, sólo dispuesto a meterse en la cama.
El hada, otrora azul
de ilusiones y sueños, empezó a segregar un polvo rojo intenso, como la sangre
que acude a dar rubor a las mejillas. Mientras, el chico dormía, ajeno a tales
cambios.
Las lunas siguieron
subiendo y bajando, y ya él casi ni se acordaba del hada. Su trabajo marchaba
bien, tanto que, cuando salieron plazas para poder ascender en la empresa, no
lo dudó un segundo. No era el trabajo de sus sueños. No era lo que había deseado.
Pero le venía bien el dinero, para comprar cosas, para salir con los amigos,
para vivir o, al menos, para no morir. A conciencia, empezó a prepararse la
oposición, estudiando y trabajando duramente para ello.
Al hada, ya no le
hacía ningún caso.
- Ahora no, hada… no molestes… déjame…- era ya lo único que
le dedicaba a su vieja amiga.
El hada caprichosa,
roja de furia, decidió sublevarse y empezó a llamar la atención del hombre, que
ya no era un niño. Le escondía las cosas, se las cambiaba de sitio; tiraba
parte del dinero; sacaba y esparcía la basura por la casa… el chico, que ya era
un adulto, estaba harto.
- Hada, te la estás jugando. Déjame tranquilo, asuntos
importantes reclaman mi atención.
Pero el hada no
desistió. Más aún, se tomó aquellas palabras como un insulto. ¿Acaso ella no
era importante? Ya ni dormir dejaba a su antiguo compañero, reclamaba su
interés con el tintineo de sus alas, como campanas y llenaba el sitio de polvo
rojo brillante que irritaba y alteraba al hombre. Un día, él no pudo más.
- ¡Hada del demonio!
Estalló de furia.
Cogió la pluma estilográfica con la que se había olvidado de dibujar y
persiguió por toda la casa a su hada. El mágico ser huyó durante el tiempo que
pudo, escondiéndose tras los muebles, en los cajones o bajo la cama. Todo fue
en vano. Una vez apartados cuantos sitios hubiera donde poder ocultarse, el
hombre la acorraló en un rincón.
- No tengo más tiempo que perder con esto…
Y apuñaló al hada
con la pluma. Sangre escarlata brotó del pecho del personaje, mientras sus alas
perdían fuerza y ella misma se precipitaba al vacío. Al aterrizar en el suelo,
sus bracitos y piernas primero, después todo su cuerpo, se deshicieron en ese
polvo de colores que llevaba años soltando. Y el viento barrió sus restos.
Ya sin
distracciones, el hombre pudo estudiar tranquilo. Tras mucho esfuerzo, logró
aprobar la oposición, consiguiendo un puesto fijo como supervisor en la cadena
de montaje. Olvidó al hada para siempre.
Pasados unos años, él
ahorró el suficiente dinero para mudarse a una casa del centro y empezar una
nueva vida. Conoció a una chica con la que estuvo saliendo una temporada, hasta
que finalmente decidieron casarse. Tuvieron dos hijos, una chica y un chico, y
el hombre trabajó para sacar adelante a su familia con ahínco. Dibujaba, pero
el antiguo sueño se convirtió en hobby, y con ello la pasión y la vida volaron
de sus creaciones. Años más tarde, cuando era ya un anciano, le diagnosticaron
una enfermedad grave, que poco a poco le fue debilitando, como a todos. Al final
de sus días, el hombre acabaría en la cama de un hospital, rodeado de los
suyos.
Un día, él murió. Y
sus hijos y familia le lloraron.
Había tenido el hombre
una hija, una inteligente y resuelta muchacha. La joven también había nacido
con un hada, verde y con un sombrero de plumas de los tonos del arco iris. Esa
hada siempre le susurraba pero, desde que su padre muriera, lo empezó a hacer
con mayor insistencia. La chica llevaba años sin hacerle mucho caso pero,
aquella vez, no pudo ignorar su llamada.
- Tenemos que vencer a la muerte.
Conducida por las indicaciones
del mágico ser, la joven construyó una casa, un pueblo, un mundo de papel y
letras, de colores, de sentimientos, de olores, de tactos y sonidos, un mundo
inagotable y eterno. El mundo que ella quería. El mejor. Guiada por el hada, se
encerró entre sus hojas, y todo aquel que quisiera podía ir a visitarla desde
entonces. Estaba dentro, y lo estaría siempre.
Aparte de aquella
hija, la familia del hombre, a su vez, creció como hubiera hecho él, llegando a
terminar sus días de igual modo, postrados plácidamente en camas y rodeados de
los suyos. Y los suyos les lloraron. Pero al hombre ya no. Porque casi nadie se
acordaba de él.
Con el paso del
tiempo, la gente fue creciendo, viviendo y muriendo, hasta que la existencia
del antiguo dibujante se perdió en el olvidó. Como la de la mayoría. Como la
del hada que quiso ser algo que nunca pudo.
La hija, sin embargo, nunca desapareció.
Cualquiera podía ir a verla a su mundo particular, aquel que compartía con el
hada. Un mundo eterno que nunca se agotaba. Uno donde, si morías, sólo tenías
que empezar desde el principio para nacer de nuevo. Uno donde podía un sueño ser
tan palpable como la carne. Y visitarlo era tan fácil como abrir un libro.
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