lunes, 14 de noviembre de 2016

Polvo que brilla un instante y luego se desvanece

Existió una vez un niño, uno pequeñito, gris y de aspecto un tanto simple. Ese niño nació con un hada. El mágico ser revoloteaba noche y día a su alrededor, esparciendo con sus pequeñas alas motitas brillantes de luz que bañaban, de una manera invisible para los ojos de los mortales, su cabeza.
  Al joven le encantaba dibujar para su amiga. Le hacía casas, paisajes, cielos y bosques, o montañas rusas donde divertirse. Sus dibujos estaban llenos de talento, escapaban de las concepciones tradicionales de la mente. A veces plasmaba mundos imposibles, lugares inexistentes para vivir llenos de magia y fantasía, con dragones y otras bestias, y estrellas que nacían de la tierra como plantas. Aunque nadie más que él pudiera ver al hada que en ellos habitaba, sus padres a menudo se asombraban con sus creaciones. Todo el mundo le decía que podía llegar lejos.
  En otro orden de cosas, lejos de la historia que compartía con su hada, el chico tuvo una infancia corriente. Con el paso del tiempo, y conforme avanzaba en el colegio, las exigencias del mundo se hicieron mayores, los deberes eran más difíciles de cumplimentar. El pequeño necesitaba dedicarle más tiempo a esa otra realidad, por lo que empezó a hacer menos caso al mágico ser y a sus dibujos.
- Lo siento hadita, hoy no puedo jugar- decía muchas veces cuando le llamaba la atención-. Tengo que terminar las tareas. Otro día será.
  A pesar de que en aquellos momentos el hada se ponía triste, era cierto que más adelante siempre encontraba el muchacho tiempo para regalarle, así que con aguantar un poco las ganas a veces, era suficiente.
  Siguieron pasando los años, y el chico empezó a interesarse más por los amigos. Ahora, aparte de los deberes, tenía que compaginar su tiempo libre con sus amistades, muchachos como él con los que hacía deporte, paseaba o, simplemente, se reía. El hada vio disminuida, de nuevo, la atención que le procuraba.
- Lo siento hadita, pero hoy he quedado. Otro día jugamos.
  Aunque la espera se hacía más larga, al final el joven siempre volvía a deleitar al hada con sus dibujos espectaculares. Le costó un tiempo aceptarlo pero, finalmente, con eso, el mágico ser se conformaba.
  Algún tiempo después, algún tiempo en que el estudio no era suficiente, el chico necesitó un trabajo. Lo encontró como tantos jóvenes en aquella época, de operario en una cadena de montaje, un desempeño repetitivo y monótono que machacaba sus nervios y su felicidad como una máquina llena de engranajes gravosos. Pero el dinero le venía bien para comprar cosas, así que decidió mantenerlo. Ya apenas tenía tiempo que procurar al hada, a quien sólo muy de vez en cuando dedicaba algún dibujo.
- Hadita, hoy sólo quiero descansar…- le decía a menudo al ser cuando llegaba exhausto a casa, sólo dispuesto a meterse en la cama.
  El hada, otrora azul de ilusiones y sueños, empezó a segregar un polvo rojo intenso, como la sangre que acude a dar rubor a las mejillas. Mientras, el chico dormía, ajeno a tales cambios.
  Las lunas siguieron subiendo y bajando, y ya él casi ni se acordaba del hada. Su trabajo marchaba bien, tanto que, cuando salieron plazas para poder ascender en la empresa, no lo dudó un segundo. No era el trabajo de sus sueños. No era lo que había deseado. Pero le venía bien el dinero, para comprar cosas, para salir con los amigos, para vivir o, al menos, para no morir. A conciencia, empezó a prepararse la oposición, estudiando y trabajando duramente para ello.
  Al hada, ya no le hacía ningún caso.
- Ahora no, hada… no molestes… déjame…- era ya lo único que le dedicaba a su vieja amiga.
  El hada caprichosa, roja de furia, decidió sublevarse y empezó a llamar la atención del hombre, que ya no era un niño. Le escondía las cosas, se las cambiaba de sitio; tiraba parte del dinero; sacaba y esparcía la basura por la casa… el chico, que ya era un adulto, estaba harto.
- Hada, te la estás jugando. Déjame tranquilo, asuntos importantes reclaman mi atención.
  Pero el hada no desistió. Más aún, se tomó aquellas palabras como un insulto. ¿Acaso ella no era importante? Ya ni dormir dejaba a su antiguo compañero, reclamaba su interés con el tintineo de sus alas, como campanas y llenaba el sitio de polvo rojo brillante que irritaba y alteraba al hombre. Un día, él no pudo más.
- ¡Hada del demonio!
  Estalló de furia. Cogió la pluma estilográfica con la que se había olvidado de dibujar y persiguió por toda la casa a su hada. El mágico ser huyó durante el tiempo que pudo, escondiéndose tras los muebles, en los cajones o bajo la cama. Todo fue en vano. Una vez apartados cuantos sitios hubiera donde poder ocultarse, el hombre la acorraló en un rincón.
- No tengo más tiempo que perder con esto…
  Y apuñaló al hada con la pluma. Sangre escarlata brotó del pecho del personaje, mientras sus alas perdían fuerza y ella misma se precipitaba al vacío. Al aterrizar en el suelo, sus bracitos y piernas primero, después todo su cuerpo, se deshicieron en ese polvo de colores que llevaba años soltando. Y el viento barrió sus restos.
  Ya sin distracciones, el hombre pudo estudiar tranquilo. Tras mucho esfuerzo, logró aprobar la oposición, consiguiendo un puesto fijo como supervisor en la cadena de montaje. Olvidó al hada para siempre.
  Pasados unos años, él ahorró el suficiente dinero para mudarse a una casa del centro y empezar una nueva vida. Conoció a una chica con la que estuvo saliendo una temporada, hasta que finalmente decidieron casarse. Tuvieron dos hijos, una chica y un chico, y el hombre trabajó para sacar adelante a su familia con ahínco. Dibujaba, pero el antiguo sueño se convirtió en hobby, y con ello la pasión y la vida volaron de sus creaciones. Años más tarde, cuando era ya un anciano, le diagnosticaron una enfermedad grave, que poco a poco le fue debilitando, como a todos. Al final de sus días, el hombre acabaría en la cama de un hospital, rodeado de los suyos.
  Un día, él murió. Y sus hijos y familia le lloraron.
  Había tenido el hombre una hija, una inteligente y resuelta muchacha. La joven también había nacido con un hada, verde y con un sombrero de plumas de los tonos del arco iris. Esa hada siempre le susurraba pero, desde que su padre muriera, lo empezó a hacer con mayor insistencia. La chica llevaba años sin hacerle mucho caso pero, aquella vez, no pudo ignorar su llamada.
- Tenemos que vencer a la muerte.
  Conducida por las indicaciones del mágico ser, la joven construyó una casa, un pueblo, un mundo de papel y letras, de colores, de sentimientos, de olores, de tactos y sonidos, un mundo inagotable y eterno. El mundo que ella quería. El mejor. Guiada por el hada, se encerró entre sus hojas, y todo aquel que quisiera podía ir a visitarla desde entonces. Estaba dentro, y lo estaría siempre. 
  Aparte de aquella hija, la familia del hombre, a su vez, creció como hubiera hecho él, llegando a terminar sus días de igual modo, postrados plácidamente en camas y rodeados de los suyos. Y los suyos les lloraron. Pero al hombre ya no. Porque casi nadie se acordaba de él.
  Con el paso del tiempo, la gente fue creciendo, viviendo y muriendo, hasta que la existencia del antiguo dibujante se perdió en el olvidó. Como la de la mayoría. Como la del hada que quiso ser algo que nunca pudo.

  La hija, sin embargo, nunca desapareció. Cualquiera podía ir a verla a su mundo particular, aquel que compartía con el hada. Un mundo eterno que nunca se agotaba. Uno donde, si morías, sólo tenías que empezar desde el principio para nacer de nuevo. Uno donde podía un sueño ser tan palpable como la carne. Y visitarlo era tan fácil como abrir un libro.

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