viernes, 22 de abril de 2016

Culpa

Es mi falta. Es la tuya. Es la nuestra.
Culpa, todo se reduce a eso:
de quién es
quién ha sido el causante de todo esto o aquello
en un principio. El agente primigenio,
el arquitecto de la discordia.
Culpa.
Tú me culpas, yo te culpo.
Ninguno sabemos ponernos en el lugar del otro.
Es frustrante, frustrante para mí.
Trato de hacerlo, trato de entenderte,
trato de meterme en tu piel y ver qué he hecho malo.
No lo encuentro del todo, no lo veo.
La he hecho daño. La quieres. Discúlpate. Lo hago.
Da igual que no veas el motivo, sólo hazlo.
Lo hago, pero no sirve. Ella no va a disculparse
nunca. Aunque no lo sienta. Aunque sólo
sea para que me encuentre mejor y acabe esta guerra.
No valgo tanto como ella para mí.
Quizás.
Culpa.

Así, el veneno nace entre nosotros
como una picadura de escorpión.
Nada vale más que el orgullo,
somos víctimas del miedo, de la rabia,
ausentes de la palabra perdón.
Frustración. Porque sí me disculpé.
No sirve. No es la manera.
No quiere hablar. No quiero verla.
Culpa.
Prefiero hablar las cosas, que dejar que la relación se ahogue
agonizando por una herida pequeña, invisible
como la muerte.
La que todo se lo lleva.
El viento, las relaciones, los malos momentos
y los buenos.
Pecando de enfrentamiento, testarudez y ceguera.
Preferimos una vorágine de amargura
que sube, que vuela. Que se traga
la felicidad entera,
antes que reconocer que no lo sabemos todo.

Culpa. Culpables.
Mis intentos de hablar son fútiles
no hay es manera.
Cedo, de nuevo, como pedí perdón sin éxito.
¿Tú quieras que hagamos como si nada? Así lo tengas.
Estoy cediendo. Mírame. Lo estoy haciendo bien. Creo que de nuevo.
Culpa. ¿Por qué esperas nada a cambio?
Cómo si algo te debiera la razón o la lógica,
o ella.
Ceder tampoco está bien.
Los reproches vuelven a clavarse en tu piel
y no hay nada que puedas hacer,
porque ya no sabes ser mejor.
Culpa, culpa tuya.
Mentiroso, rastrero, abominable
juegas con sentimientos y con el tiempo,
atacas la alegría, sólo recibes desprecios
Porque es lo que te mereces.
Porque eres culpable.
Porque, si te mueres, será bueno.
O, al menos, si desapareces.

Culpa. No tienes valor.
No hay agallas en tu cuerpo, no puedes
superar el posible dolor.
No haces lo que has de hacer.
Prefieres hablar, alargar la agonía,
prefieres que llegue otra tormenta,
otra que se enfrente a ese barco
de resquebrajada cubierta,
de una a otra, más.
Con cada nuevo temporal,
el casco se rompe
y seguirá sin repararse hasta que venga una ola
y lo quiebre hasta el nombre.

Culpa. Culpable. Culpables.
A tu izquierda no hay salida
tampoco a la derecha.
Sigues naufragando eternamente, y ya no
queda nada en la reserva.
Herido de gravedad, se aleja a rastras
el caballo de los sueños,
por el agobiante desierto,
donde la cobardía, el miedo y la tristeza lo
asistan,
donde nada quede más allá de la vista,
donde muera lentamente, hasta que venga una nueva catástrofe
y lo haga todo añicos,
donde el entierro y el hastío
se convierta en su tumba,
donde nada quede,
excepto
la

culpa. 

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