Para Zapillo, el amor había significado la perdición
completa de su cordura y de su alma. Ella era una joven hermosa, heredera de un
adinerado empresario que comerciaba con especias; él, el hijo de un simple
intermediario que nada sabía del mundo ni de las personas.
Incluso para la
sociedad de Brno del año 1878, Zapillo Sobinski era un joven demasiado
introvertido, ensimismado en un mundo interno donde su habilidad era su mayor
orgullo. Ya fuera con papel, madera, latón o cualquier otro material capaz de
ser maleado, el muchacho podía realizar las más impresionantes creaciones: aves
de papiroflexia que parecieran capaces de alzar el vuelo por sí solas, figuras de
artesanía cautivadoras de miradas con sus detalles, aviones y barcos dispuestos
a colonizar cualquier elemento si se lo propusiera… y su más laboriosa
creación, las marionetas.
Zapillo ocupaba gran
parte de su tiempo con su afición, rodeado de sus propias creaciones. Su padre,
un acomodado comerciante local, había sugerido en múltiples ocasiones venderlas
y dar a conocer su talento, algo a lo que el joven siempre se había opuesto.
- No son baratijas para comerciar. Cada una de mis figuras
tiene personalidad, alma… y una parte de mí. No quiero venderlas. Sólo que
existan- replicó la vez que el señor Sovinski se lo sugirió. Cuando hablaba de su pasión, era como si un fuego naciera en el pecho del chico, llama capaz de dar calor a su alma, pero también de quemarla.
Con 16 años, Zapillo
había demostrado ser diferente al resto de niños. Tenía el cabello sedoso y
rubio, la piel pálida y el cuerpo estilizado de un artista, aparte de unas
manos finas y habilidosas que empleaba con esmero, pero siempre se había sentido
acomplejado por un detalle: tenía un ojo de cada color. Así, mientras el
derecho era verde cual jade, el izquierdo reflejaba un azul como el más virgen
de los mares. Su madre a menudo le repetía lo especial que era y el efecto que
causaría entre las damas tan inusual característica, pero él no estaba tan
seguro. Zapillo no salía más que para ir a la escuela, no jugaba o se
relacionaba a penas con otros niños. Tenía miedo, miedo de no encajar con el
resto, miedo al rechazo o a las burlas por su inusual característica. Nunca
habría podido adivinar cómo actuarían los demás, así que había decidido no
arriesgarse. La soledad nunca le había supuesto castigo así que, mientras
pudiera implicarse en su arte, sería feliz.
El mundo del joven cambió
por completo cuando el señor Sovinski fue contratado por Gretto, el gran
comerciante de especias, que contaba con una flota entera para sus gestiones.
Durante meses, los hombres estuvieron manteniendo relaciones de negocios hasta
que, un día, su padre llevó a Zapillo a una reunión donde conoció a la hija del
comerciante. Rosita Gretto era esbelta y rubia, de una encomiable belleza,
labios carnosos y ojos dulces y sinceros. Inmediatamente, Zapillo cayó
prendado, por lo que aguardó un momento en que pudiera escaparse de la
conversación e invitar a la muchacha a una cita.
Por alguna razón, sus
almas conectaron, y Zapillo y Rosita comenzaron una relación sentimental tan
súbita como el relámpago. A escondidas de sus padres, al principio como un
juego, los jóvenes empezaron a verse a menudo y compartir su tiempo. Ella
encontraba paz viéndole trabajar y dar vida a sus creaciones; él hallaba
refugio en su sonrisa, en la escucha paciente de lo que sentía cuando trabajaba
y en sus ojos inocentes como joyas. Así pasaron largos meses hasta que, del
mismo modo que una tormenta eléctrica, el encanto desapareció una vez
descargado.
- Deberíamos dejar de vernos- dijo Rosita, durante una de
aquellas citas a orillas del río Svratka. Apenas le miraba a la cara-. Mi padre
es un hombre poderoso, yo una pieza fundamental de su imperio. Tú procedes de
una familia mucho más humilde, quizás no lo entiendas, pero tengo la
responsabilidad de encontrar un partido mejor.
- Pero Rosita… yo te quiero…- sollozó el chico.
La chica le
interrumpió con una cruenta carcajada.
- Pobre diablo enamorado… ¿realmente pensaste en algo serio?
Como entretenimiento comenzó, y de la misma manera que cuando un juguete se
rompe se tira, nuestro tiempo se acabó. Por el bien de tu salud, mejor sería
que pensaras en otra cosa.
Aquella fue la
última vez que Zapillo y Rosita hablaron.
El joven sujetó los
pedazos en que le había convertido su anhelo. Había amado, había vivido, había
decidido salir de su mundo seguro… y había perdido. Con las hojas otoñales de su
efímero noviazgo aun posadas en su interior, tomó la determinación de no volver
a enamorarse o, más aún, arriesgarse.
Como preso de un
trance, aquella misma noche, el despechado se recogió en su habitación, tomó
madera, cuerda y pinturas, su afilada navaja inoxidable y comenzó a trabajar.
Brizna a brizna, tajo a tajo, tallado a tallado, primero modeló las piezas
hasta que tomaron la forma adecuada. Con pintura acrílica perfiló los rasgos, y
con clavos, tuercas e hilo ensambló las partes, hasta formar una marioneta. La
muñeca le miraba con ojos dulces y tiernos, cabello largo y dorado y el mismo
vestido azul con el que Zapillo siempre recordaría la vez primera que viera a
Rosita en casa de su padre. El joven repasó los detalles con sumo cuidado, y
luego hizo bailar los hilos para que la dama de madera hiciera cuanto él
quisiera. Vio que estaba bien, y sonrió. No se detendría ahí.
Día y noche, Zapillo
se dedicó por entero a su obra. Madera, latón, hilo o cobre, voluntariamente
encarcelado, su estudio se convirtió en la maqueta de un mundo que nunca
querría conocer. Coches con ruedas de plástico, farolas, casas y papeleras,
toda la ciudad de Brno acababa por formarse ante sus ojos… sólo quedaban los
habitantes, compañeros para su primera creación.
Con esmero y dedicación,
el chico continuó engrosando las filas de su séquito de muñecos sin alma,
marionetas que poblaran la ciudad que había recreado. Los primeros en acompañar
a Rosita fueron su padre y su madre, muñecas marrones y regordetas. Después, le
siguieron sus antiguos compañeros de clase, el panadero, el charcutero,
policías y un médico. Cuando hubo terminado de recrear suficientes vecinos,
comenzó la verdadera farsa.
Zapillo manejó a las
marionetas desde las alturas durante días. Ante sus dispares ojos, las figuras
cobraban vida, interactuaban, se relacionaban, se reían… todo su mundo
funcionaba, todo aquello se movía, y lo hacía en la dirección que él quería. En
aquel lugar, todo era bueno y armonioso. Las personas no se enfadan ni
peleaban, los ricos no abusaban de los pobres, los ladrones ni los asesinos,
ninguno existía. No había heridas de amor. La gente era feliz y se complacía,
como debía ser. Como él quería que fuera. Un mundo sin dolor.
Los padres de
Zapillo pronto empezaron a preocuparse. Su hijo apenas salía de su habitación,
apenas comía, apenas se relacionaba con ellos. Comprensivos, pensaron que se
trataba de una fase a la que debía enfrentarse de un modo u otro, pero la
situación estaba al borde del colapso. A veces podían transcurrir días sin
verle, suponiendo que el joven aprovechaba la noche para alimentarse un poco
antes de volver a arrastrarse a su cueva, para ellos demente. Ni siquiera
sabían si estaba yendo a la escuela.
Un buen día, uno de aquellos en los que el
joven apenas había dado muestras de vida por largo tiempo, su padre perdió la
paciencia.
- Esto se tiene que acabar- proclamó, segundos antes de
encaminarse al estudio.
Antes de que su
mujer pudiera detenerlo, insegura si quiera de si quería hacerlo, ella también
le siguió.
El hombre golpeó la
puerta del cuarto con vehemencia.
- Zapillo, esto ha ido demasiado lejos. ¡Abre!
Al no obtener
respuesta, el padre decidió entrar por su cuenta.
Lo primero que llamó la atención, fue el olor.
El barniz, la pintura y la madera se mezclaban en el aire en un aroma que
poseía vida propia. La habitación estaba tranquila y quieta. En las paredes,
las decenas de creaciones en las que su hijo se había ensimismado descansaban
con quietud, expectantes, silenciosas. En el centro, la maqueta de la ciudad
albergaba a sus inanes habitantes, tan muertos como cualquier otra cosa. La
cama estaba vacía, la ventana cerrada por dentro, y ni rastro de Zapillo por
ningún lado.
Los Sovinski buscaron
a su hijo por todas partes, mas sin éxito. Tras esperar 24 horas, contactaron
con la policía. Hubo registros, preguntas a los vecinos e indagaciones, pero
todo fue estéril. Zapillo no apareció por ninguna parte. Días después de
aquello, un oficial les abrió los ojos con la crudeza de la realidad que golpea
cual mazo de acero.
- Señores Sovinski, su hijo ha desaparecido. No creemos que
haya sido secuestrado, pues ya habrían recibido noticias de ello. Lo más
probable es que él mismo se haya ido.
Los padres de
Zapillo lloraron y se lamentaron por no haber actuado de una manera mejor. Nada
más supieron de su hijo.
Con el paso del
tiempo, el dolor apenas cicatrizó. A pesar de la opinión de su padre, la madre
de Zapillo decidió dejar el cuarto de su hijo tal y como lo encontraron,
manteniendo de alguna manera su presencia. Durante años así pasaron las cosas,
hasta que una mañana la mujer gris recogió todas las marionetas del cuarto en
una caja, una por una. Con un escalofrío, se percató de que cada personaje
tenía rasgos de personas que ella misma conocía: familiares, amigos,
comerciantes de la zona... Tratando de no pensar en ello, lo hizo todo lo más
rápido que pudo. Finalmente, recogió una de las últimas del suelo, una
marioneta delgada, de brazos y piernas largas. La mujer no se percató de ello,
pero aquel muñeco tenía un ojo pintado de cada color. La metió en la caja con
el resto.
Muchos años transcurrió desde que Zapillo desapareciera de
su casa. Meses, estaciones, decenios. Los Sovinski murieron sin conocer nunca
el paradero de su hijo, al igual que los policías, al igual que todos sus
conocidos… Como gotas de lluvia, el tiempo se derritió desde el cielo y se
escurrió por el suelo, embarrando su memoria hasta que los mismos rumores
murieron. La vida en Brno evolucionó, ajena por completo a la historia del
triste hijo del comerciante.
- ¡Quiero esa! ¡Y esa! ¡Y esa también!- proclamaba Artemisa,
señalando cada objeto de la tienda de antigüedades Sovinski.
Chuck miró a su
novia con ojos cansados. Luego, abrió su cartera.
Artemisa era una
joven bonita, extrovertida y caprichosa. Desde que comenzaran a salir hacía ya
6 años, Chuck no recordaba un solo día en que se hubiera sentido realmente
libre. A menudo, el chico se planteaba si seguir juntos le hacía feliz, o si
sólo se trataba de costumbre. A veces, no estaba seguro de si podía descartar
la compasión. La infancia de la chica había sido dura, sin duda. Su madre,
rehén del alcoholismo y la depresión, les había abandonado a ella y a su padre
cuando aún era una niña. Chuck pensaba que tal vez aquello explicara su
repelente carácter. Su nueva casa, aquella que estaban decorando, era el último
bote salvavidas en medio del mar de mentiras que era su noviazgo.
A Artemisa le
encantaban los muñecos, como el fetiche retorcido de una personalidad infantiloide.
Una vez en la tienda de antigüedades más famosa de la ciudad, no dudó en sentir
antojo por cada una de las muñecas, impregnadas con la historia de niños del
pasado: payasos, jóvenes damas, zagales con sus pelotas… En aquella tienda,
realmente había de todo, para desgracia de Chuck. Coches de latón, barcos,
casitas de madera… pero la chica sólo quería muñecos, dueños absolutos de su
obsesión. Cuando la muchacha llegó a una estantería repleta de marionetas,
gritó tan fuerte que asustó al dependiente.
- Olvida lo demás- dijo Artemisa-. Quiero esto.
Más que el resto de
muñecos, las marionetas, con sus hilos a la espalda como único equipaje, le
habían reportado una atracción extraña desde que fuera pequeña. Con el dinero de
Chuck, decidió aumentar la colección que ya tenía: un bombero, una enfermera,
una mujer cartero, una niña que le recordaba a ella y una última especial,
sincera, una que a simple vista parecía poca cosa, pero que si uno se fijaba
bien podía ver que era genuinamente única, una que tenía un ojo de cada color.
A pesar de un
comienzo prometedor, una primera luna de miel esperanzadora y radiante como
todas, pronto llegaron las dificultades para Chuck. La chica no sólo quiso
apropiarse de la decoración, sino también de las reformas, las comidas o
incluso las finanzas del hogar. A pesar de que siempre había sido posesiva y
controladora, sus defectos afloraron con más vehemencia, como si tratara de
manejar el mundo del mismo modo que a sus juguetes. Tras unos meses que Chuck
describiría como “insoportables”, el chico decidió que aquel paso había sido un
error y abandonó a su novia.
- ¡¿Cómo te atreves?!- gritó la chica en cólera-. Con lo que
te he dado… ¿piensas marchar sin más? Pues bien, allá tú. Pero no creas que
estaré esperándote cuando vuelvas con la barriga en el suelo.
A pesar del estallido
inicial de cólera, pronto la soledad golpeó a Artemisa con crudeza. Por muy
caprichosa, antipática o egoísta que hubiera sido, en realidad había amado a su
pareja. Sin poder evitarlo, un vacío nació en su pecho, y ese hueco se fue
abriendo paso en su interior como la piedra en el agua, hasta consumirla.
- Todo el mundo me abandonaba… me encuentro tan triste y tan
sola…
Su trabajo empezó a ir peor; su apoyo se había
desvanecido como un fantasma. A pesar de tener amigos, nunca llegó a alejarse
de sus problemas: los recuerdos de Chuck, la falta de afecto, el reflejo
culpable que le devolvía la mirada desde el espejo...
Un día, acuciada por
deudas y una insaciable hipoteca, descorchó una botella de vino y la acompañó
con demasiadas pastillas para la ansiedad. No es que quisiera suicidarse, pero
afirmarlo no habría sido mentira. De un modo u otro, Artemisa quedó adormilada,
sumida en una niebla agradable y densa que convertía su mente en vaporosa. Su
mente ascendió, su cuerpo dejaba de ejercer cualquier tipo de peso…
De repente, no estaba
en su habitación, sino en una ciudad. La muchacha tardó un tiempo en descubrir que
se trataba del mismo Brno, pero diferente. Las calzadas eran caminos pedregosos
e inflamados de baches, los coches habían sido sustituidos por carros, la gente
vestía diferente, como disfrazados de otra época. Los edificios eran de piedra
erosionada y vieja, y un aroma pajizo y rancio inundaba sus sentidos.
- Disculpe, ¿puedo ayudarla en algo?- preguntó un joven a su
espalda.
Artemisa se volvió
para encarar al chico. Tenía una chaqueta de lana desgastada, el pelo
enmarañado, brazos largos y, en cierta manera, era atractivo. Pero lo que más
llamaba la atención eran sus ojos de distintos colores.
- ¿En qué año estamos?- preguntó inteligentemente la joven.
Zapillo sonrió.
- 1878… más o menos. En realidad estás en un sitio que no
sigue bien el tiempo. Uno que creé yo.
- Que creaste… ¿no lo entiendo?
El chico se dio la
vuelta caminó.
- ¡Oye! ¡No me ignores!- exigió la chica.
Zapillo no se
detuvo, y caminó hacia un banco donde se sentó. Creyendo que era su única
opción, Artemisa siguió al joven y se puso a su lado.
- Bueno, ¿qué?
- Hace tiempo, una persona muy especial me hizo daño, y
jamás hallé la suficiente fuerza para recuperarme. Estar con la gente duele,
nunca sabes lo que van a hacer a continuación y siempre pueden herirte. Por
ello, decidí que ya no quería pertenecer a ese mundo. No quería ser dañado de
nuevo. Creé una realidad paralela en la que la gente hiciera lo que yo
quisiera, que actuaran como “deberían”. Y eso es este lugar.
Artemisa miró
alrededor. Los habitantes paseaban de un lado a otro, pero apenas se miraban.
Tampoco parecían llevar un rumbo concreto. Simplemente movían las piernas,
mirada sombría directa al suelo.
- Parece…- comenzó la chica, sin saber qué opinar.
- Aburrido- intervino Zapillo-. Anodino, estéril, sin
sentido… lo sé.
Artemisa pensó en
aquellas palabras.
- Mi madre me abandonó siendo aún una niña- dijo la
muchacha, sin saber muy bien porqué-. Entiendo cómo te sientes. Nunca he
soportado que las cosas se escaparan de mi control. Nunca he dejado que los
demás bailaran al margen de mis hilos. Nunca he soportado la… incertidumbre.
- Este no es el mundo real. Esta realidad no es la vida. Sin
otras personas libres, lo que hagamos o no deja de tener sentido.
Durante varios minutos, ninguno de los dos
dijo nada. El pasado de Artemisa desfiló ante sus ojos, sus malos actos, su
culpa y cómo había tratado a los demás. Cómo, por sus propias decisiones, había
acabado encerrada donde estaba.
- Tal vez sea mejor arriesgarse. Arriesgar a sentir.
Arriesgar a vivir. Si no, es muy
probable que tú mismo acabes siendo una… marioneta de tu propio miedo- fue la
respuesta final de Artemisa.
Zapillo sonrió hacia
ella en un gesto lleno de melancolía.
- Tú no perteneces a este lugar.
Artemisa despertó. Se descubrió en el suelo de su
habitación, con una sensación pegajosa por todo el cuerpo. Al observarse a sí
misma, vio que estaba cubierta de una saliva blanca y espesa que bajaba desde
su barbilla hasta el pecho.
Sin perder un
segundo, la chica fue al baño y se obligó a terminar de vomitar las pastillas.
Después, cogió rápidamente el teléfono, marcó a su agente inmobiliario y le
informó de que quería poner el piso a la venta. Que no podía hacer frente al
pago era una realidad. Que carecía de alternativa, no.
Una vez solucionado
su primer asunto, se aseó y se vistió para salir a la calle a dar un paseo con
un vestido de flores amarillas. La noche era agradable y templada, y una nunca
sabía lo que podía encontrarse.
Justo en el umbral
de la puerta del piso, se dio la vuelta, como recordando algo que había
olvidado. Con determinación, se dirigió hacia la estantería sobre la que
reposaban todos sus muñecos, cogió las tijeras de coser y a uno de ellos.
- Tú también mereces ser libre.
Artemisa cortó las
cuerdas del títere de ojos dispares, y se fue.
FIN