Cuando Tímoty Lucky anunció su retirada del mundo de la
hostelería, los vecinos del pequeño pueblo de Mersi quedaron sorprendidos. Sin
un heredero que continuara con el negocio, ciertamente su invencible tienda de
chucherías había sido condenada a desaparecer. Aquel lugar de ensueño había
sido el mejor atractivo turístico de la villa, al que miles de personas
procedentes de todo el mundo se acercaban para degustar sus dulces, de sabores
mágicos cuyo secreto su creador nunca había confesado. A pesar de haber podido
abrir una auténtica franquicia en todo el mundo, Timoty siempre se había
decantado por mantener una única tienda, por razones desconocidas.
Pero si aquella
noticia fue impactante, más estrambótico fue el anuncio que realizó varios días
después a través de la radio local.
- Estimado pueblo, me dirijo a vosotros para deciros que,
durante el día 5 de Enero, víspera de Reyes, mi tienda estará abierta para
todos los niños de Mersi, ¡que podrán comer cuantos dulces deseen de ella!.
La noticia llegó a
cada calle, a cada casa, a cada vecino. En el austero hogar de paja del joven
Piero, la noticia fue tomada con sorna.
- A este Tímoty se le ha ido la pinza. ¿Quién se cree?
¿Willy Wonka?- dijo el padre del niño.
- Pero sin ticket de oro. Este es más cutre- se unió su
madre.
- Pues a mí me parece buena idea...- opinó Piero en voz
alta.
- Pues anda, anda, ve- le apremió su abuela, mientras
trataba de sacarse los restos de pollo de su dentadura postiza con una
servilleta-. Igual te hace su heredero y nos sacas de pobres.
Lo que parecieron
burdas mofas por parte de una familia que siempre le había considerado inútil,
se convirtieron en anhelos reales durante las noches del chico.
Cuando el ansiado
día llegó, cabalgando sobre su impaciencia, el joven Piero se puso sus mejores
galas (camisa y pantalones ajados, sandalias de paja y una espiga de la suerte
tras la oreja derecha) y se encaminó a “Sabor a Futuro”, la tienda de dulces de
Timoty Lucky.
Durante el
trayecto, se encontró con una hilera de personas, colocadas una detrás de otra.
Lleno de temor, con una desasosegante sensación en la espalda, decidió
preguntar al último de la fila, un señor de barba canosa junto a dos niños
pequeños.
- Disculpe, ¿es ésta la cola para entrar a la tienda de
Tímoty Lucky?
- No. Esta cola es para sellar el paro.
El chico suspiró
aliviado.
- La de la tienda de dulces es esa- añadió el hombre,
señalando la otra acera.
Cuando Piero se
volvió, descubrió una fila india que daba varias vueltas a la manzana, más
grande aún que la del señor.
- Jo.
Resignado, Piero
siguió a la masa de manera pulcramente ordenada. Por fortuna para él, gran
parte de la fila estaba compuesta por niños de otros pueblos y señores que no
eran niños, sólo gorrones, con la ilusión de poderse colar. Los intrusos eran
eficazmente detectados por los matones de la entrada, dos orangutanes pelados
esculpidos en piedra y esteroides que repasaban rigurosamente su lista de niños
empadronados antes de dejar entrar a nadie.
Unas pocas horas
tras el inicio, Piero por fin pudo atravesar el marco dorado de letras de
gominola que daba paso a la fastuosa “Sabor a Futuro”. Después de poner un
primer pie en su interior, un hombre con el pelo teñido de verde y alborotado,
engalanado con un esmoquin púrpura y un sombrero de copa del mismo color, salió
a su encuentro, sin que el joven supiera exactamente de dónde.
- Bienvenido, caballero. Me llamo Tímoty Lucky y soy el
dueño de este maravilloso país para la expansión de los sentidos. Bienaventurados
sean todos aquellos jóvenes dispuesto a probar el futuro, siéntanse libres de
paladear cualquier cosa que su estómago le dicte- dijo el hombre, en un tono
desganado y ronco. Sus labios agrietados y su lengua reseca le sugirieron a
Piero que llevaba todo el día repitiendo la misma frase.
- Encantado- dijo
Piero, huyendo asustado.
“Sabor a Futuro”
era, más que una tienda, un almacén. Centenares de estanterías repletas de
dulces de muy distintas formas, colores y sabores se apilaban unos sobre otros,
como una orgía de payasos, y metidos en cajas, vitrinas o tarros. Por doquier,
decenas de niños corrían de un lado a otro, ansiosos por no poder abarcar
tamaña cata y dopados por el azúcar. Piero empezó a leer los carteles luminosos
que anunciaban cada golosina: gominolas con sabor a amor de madre, algodón de
azúcar que levitaba como un sueño, largas barras de regaliz que era dulce y
amargo al mismo tiempo y parecían no acabar nunca... El niño se descubrió a sí
mismo abrumado. Ante tanta variedad de sabores, no quería perderse los que
serían los mejores. Paseando por los estantes, descubrió a varios niños
tendidos con dolor estomacal, entre gemidos de sufrimiento y redención por su
ansiedad. No quería convertirse en otra víctima.
Tras varios minutos
de búsqueda, acabó por llamar la atención de Piero un letrero siniestramente
iluminado con un gris apagado y sucio, entre “chupa chups con sabor a primer
beso” y “caramelos pétreos”.
- Galletas de decepción- leyó el chico.
- ¡En efecto!- El corazón del joven casi decidió dejar de
funcionar cuando la voz de Tímoty Lucky antecedió a su dueño desde detrás de la
estantería-. Me enorgullece decir que se cuentan entre mis mayores creaciones,
sino la mejor. Porque de todo este tarro, una de las galletas antecede al gusto
mejor y más valioso que nunca he llegado a fabricar. Pero cuidado, pues no hay
premio sin riesgo: el resto de galletas están hechas del gusto más terrible que
he podido encontrar, un sabor no apto de afrontar para la mayoría.
Piero escuchó con
interés.
- ¡Bah! No tiene que ser tan grave- dijo una niña gorda que,
como por arte de magia, se había materializado detrás del chico. Tenía los
nudillos peludos, restos pegajosos alrededor de sus gruesos labios y una
piruleta profundamente incrustada en el pelo.
La niña se abalanzó
vorazmente sobre el tarro, metiéndose la primera galleta en la boca. Al
contacto del dulce con su lengua, su gesto se torció en una mueca sombría y
alicaída.
- Me voy a casa- dijo la joven, se dio la vuelta y se marchó.
- Como dije, no apta para todos- se reafirmó Tímoty.
Piero cada vez
estaba más intrigado. Cierto era que la tienda estaba llena de otros dulces,
dulces menos arriesgados. Pero ante sus ojos estaba el mayor premio de todos,
la oportunidad de catar la mejor creación del, para la mayoría, mejor artista
del caramelo en el mundo.
Con decisión, el
joven metió la mano en el tarro y sacó una de aquellas galletas. Era redonda,
de un marrón grisáceo algo rancio y, lo peor de todo: tenía pasas.
- Muchos lo han intentado, jovenzuelo- insistió el
fabricante-. Pocos han dado con el sabor adecuado.
Piero se introdujo
la galleta en la boca y cerró la mandíbula en una mordedura de lobo.
Una oleada de
sentimientos golpeó la mente del niño. Aquella galleta era triste, amarga y
gélida como un rechazo amoroso. Dejaba un regusto frío y vacuo en el paladar,
como el de un examen suspendido a pesar de haberlo estudiado mucho. Era
punzante y voraz con el resto de pensamientos, hasta sólo dejar la hiriente
sensación del abandono. Aquella galleta estaba hecha, efectivamente, de
decepción pura.
Piero contrajo el
gesto en una mueca tensa. Metió la mano en el bote, sacó otra galleta y se la
metió en la boca. Se sintió como si acabaran de echarle de un hipotético
trabajo.
Ante sus gestos, Tímoty le mostró una sonrisa
amarillenta.
- Una o dos... la gente normal y corriente no suele aguantar
mucho más- explicó el artesano-. Te lo aseguro: el sabor de estas galletas no
mengua de intensidad, uno nunca se acostumbra por completo a ellas, la verdad.
El chico notó como
una lágrima brotaba de su ojo izquierdo. La sensación de vacío, de abandono y
desesperanza crecían en él como una metástasis, tan tangible como si se tratara
de una persona a su lado, estrangulándole. Sin embargo, ante la asombrada
mirada de Tímoty, volvió a sacar una galleta y metérsela en la boca. Tampoco
entonces dio con el prometido sabor perfecto. Volvió a intentarlo.
Una a una, Piero
fue acabando con todas las galletas. Cada una era más agria y difícil de digerir
que la anterior. En un momento dado, los sentimientos provocados dejaron de ser
ideas abstractas, para conformarse en forma de recuerdos dolorosos. A la
memoria del chico llegaron la imagen de la niña que le gustaba dándole
calabazas, aquella competición de kárate que tanto se había preparado en la que
le dieron una paliza o el día en que su padre le dijo que era un inútil por
primera vez. Sin embargo, a pesar de todo, no se rindió.
Conforme el
contenido del bol iba bajando, sus esfuerzos por reprimir las lágrimas se
hicieron inútiles, y una multitud de niños le rodeó para ver el espectáculo.
Finalmente, antes
de encontrar la galleta con el mejor sabor jamás creado por aquel fabricante de
sueños, acabó el resto. Piero maldijo su suerte. Ya sólo quedaba una en todo el
tarro.
- Tiene que ser esta...- se dijo a sí mismo.
Con mano trémula,
entre lágrimas y mocos, el muchacho sujetó la comida, la sacó del recipiente y
se la acercó a la boca lentamente. Por fin lo tenían ante sí, el mejor sabor del
mejor genio, y era suyo... hasta que desapareció.
El muchacho se
volvió a la izquierda, donde un niño enorme y lleno de pecas le había arrancado
su trofeo de un tirón.
- Jajá, pringado- graznó el orondo. Luego, se metió la
galleta en la boca.
Piero habría
gritado, pateado, saltado sobre la garganta del niño hasta que hubiera escupido
su premio... Pero no lo hizo. El niño grande empezó a llorar.
- ¡Mamá!- gritó el abusón, antes de salir corriendo.
Piero se miró la
mano vacía, sin comprender.
- Entonces esa también...
- ¡En efecto!- saltó Tímoty desde su escondrijo, lleno de
entusiasmo-. Toda el tarro eran las mismas galletas.
- ¿Entonces ninguna era de otro sabor? ¿Me has engañado?
- Sí y no, jovenzuelo- se explicó el artesano-. Nunca dije
que el sabor estuviera en la galleta. Tú, al no rendirte nunca y seguir
intentándolo, has encontrado el mejor gusto que jamás hubiera soñado crear: una
lección. La lección de continuar adelante sin rendirte, por muchos fracasos que
encuentres en el camino.
Los niños empezaron
a alejarse entre comentarios despectivos. “Vaya birria”, “¿para esto tanto?” y
“ese señor me da miedo”, los más suaves. Sin embargo, Piero se mantuvo en el
sitio. Su primer impulso fue llorar. Su segundo, darle una patada en la espinilla
a Tímoty. Pero, tras unos pocos segundos de reflexión, cayó en la cuenta.
Aquello había sido una prueba.
- ¿Significa esto que seré tu sucesor?- preguntó Piero, con
los ojos brillantes.
- Jajá, ni de broma. ¿Qué te crees que es esto? ¿Charlie y
la Fábrica de Chocolate?
El niño bajó la
vista, decepcionado de nuevo.
- Más aún, ¿acaso has querido alguna vez se fabricante de
dulces?
Piero volvió a
analizar las palabras cuidadosamente.
- No. Yo quiero ser arquitecto.
- ¿Entonces?
- Pues tienes razón.
Dicho esto, el
muchacho se marchó, y ya nunca más volvió a saber de Tímoty Lucky.
Mucho tiempo
después, tras años de duro estudio, sacrificio y noches en vela, Piero se
convirtió en arquitecto. Al no encontrar trabajo en su país, viajó a Nueva York
y estuvo trabajando como friegaplatos una larga temporada. Un día, a su
restaurante entró un magnate adicto al arte al que convenció para una
entrevista. Tras ella, fue contratado y colaboró en la construcción de un
museo que tuvo muy buena acogida. Después de aquel primer éxito, nuevos y apasionantes proyectos se desplegaron
frente a sus ojos, convirtiendo a Piero en un artista de edificios mundialmente
reconocido. Siempre recordó con añoranza el día en que probó aquellas galletas tan amargas.
De decepciones también viven los soñadores. Pero, sobre
todo, de “volver a intentarlo”.
FIN
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