Vivió en su cabaña de madera vieja, a los pies de una enorme
montaña solitaria, una bruja. La llamaban Annie y, aunque todos en el reino la
conocían, no tenía amigos. A pesar de ser más hermosa que una noche estrellada,
la gente la repudiaba, era temida y despreciada al mismo tiempo por sus
inhumanos poderes, y a su hogar tan sólo acudían campesinos desesperados por
alguna enfermedad de ellos o de sus parientes cercanos. Annie era capaz de
aliviar cualquier mal con sus pócimas. Por unas pocas monedas o algún objeto
que le pudiera interesar, los demandantes conseguían el remedio apropiado de su
problema, el cual nunca fallaba.
Por su parte, los
humildes del reino estaban desesperados. Desde su trono de arce, el rey Juan
VIII gobernaba con más inflexibilidad que justicia. Con impuestos asfixiaba a
sus súbditos para mantener un ejército temible con el que satisfacer sus ansias
de conquista. Su mano era férrea, castigando con penas peores que la muerte a
cualquiera que osara alzar una sola palabra de rebelión. A pesar de no amar las
ostentosidades, casi todo lo recaudado era gastado para acrecentar su ejército
o pagar espías que se mezclaban con la gente, sus ojos y oídos entre el
populacho. Ninguna persona se atrevía a discutir a Juan VIII, excepto su
primogénita, Lucero. La princesa era una chica poco agraciada, de cabello
dorado y generosas caderas. Única descendiente de Juan, heredaría el reino
tarde o temprano, por lo que desde el día en que se hizo mujer participó
activamente en la política. Por desgracia para el pueblo, su despotismo resultó
mayor que el de su padre. En su afán por
subyugar aún más a la gente, se adueñó de algunos servicios como el de
panaderos, curanderos y escribas, para que todo aquel que quisiera contratarlos
tuviera obligatoriamente que dejar más recursos en sus arcas. Como condición
posible para saldar una deuda, los campesinos podían entregar uno de sus hijos,
que trabajaría de por vida como esclavo.
Los súbditos, viendo
que no tenían opción, empezaron a recurrir más a menudo a la bruja del bosque.
Annie les curaba sin reparos, viendo su éxito multiplicado por la necesidad… lo
cual no pasó desapercibido para la implacable Lucero. La princesa vio un día
que las cuentas no cuadraban, así que interrogó a los campesinos hasta que
delataron a la bruja. La primogénita viajó a la cabaña e hizo que decapitaran a
la hechicera ante sus ojos.
- Niña estúpida y codiciosa- bramó su cabeza desde el
suelo-. Por tu avaricia condenas a tu pueblo pero, sin saberlo, también a ti.
Yo te maldigo, que la enfermedad corrompa tu cuerpo hasta que quede igual de
podrido que tu alma- dicho aquello, la bruja expiró.
A pesar de no
haberles otorgado crédito al principio, Lucero pronto descubrió que las
palabras de la bruja no fueron una bravuconería. Horrorizada, vio como la piel
y el pelo se le empezaron a caer, que cada día le costaba más respirar. De su cuerpo
emanaban gases repugnantes, su visión comenzó a menguar y terribles dolores
aquejaron todas sus extremidades. A pesar de sus intentos, ningún curandero fue
capaz de encontrar explicación, y mucho menos cura. El rey, con el corazón
descarnado por los alaridos de su propia hija, ofreció una gran recompensa a
aquel que pudiera salvar su vida. Días pasaron sin respuesta, nadie en el
pueblo estaba dispuesto a ayudar a aquella déspota hasta que, a la décima noche
de tortura, un hombre moreno y sencillo se presentó en la corte.
- Mi nombre es Geo, y mi labor hasta ahora ha sido la de
jardinero- comenzó el humilde, arrodillándose sobre sus roídos pantalones de
lana-. Si bien es cierto que no soy curandero, mi experiencia me ha hecho
conocedor de cierta panacea, aquello que puede curarlo todo. Sólo me hará falta
una oportunidad para demostrárselo.
Juan estaba
desesperado, así que aceptó su ayuda.
- Mas, como sea un embuste, te lo haré pagar caro- replicó
el monarca.
Geo aceptó el trato.
Solicitó una selección de semillas de lejanas tierras misteriosas, tan costosas
de encontrar que sólo gracias al enorme poder del reino fueron capaces de
reunirlas todas en poco tiempo. Una vez adquiridas, las machacó y solidificó
con arcilla en pequeñas cápsulas. Después, hizo que enterraran desnuda a la
princesa, únicamente dejando fuera su rostro. Los criados, esclavos y
mayordomos, llenaron el cuarto de la chica de tierra. Con gran dolor, apartaron
los vendajes que la cubrían, despegando con ellos las últimas capas de piel
pegajosa que le quedaban. Luego, la hundieron con cuidado.
- ¡Qué tontería! ¡Qué desfachatez más inaudita! ¿Cómo Ha de
curarme esto?- se quejó la princesa.
- A veces hay que ser humilde y confiar en los demás-
respondió Geo. Después, le mostró las semillas-. Esto son semillas de
“Esperanza”, también conocidas como “Semillas que Nunca Mueren”. Las plantaré junto
a tu cuerpo, y allí deberán germinar. Una vez el brote haya arraigado, podré
preparar el remedio definitivo. Mientras tanto, sus raíces te mantendrán con
vida.
Lucero no creyó una
palabra, pero no tenía elección. Con resignación, quedó plantada en tierra, a
la espera de algún resultado.
Durante días, el
jardinero estuvo cuidando de la princesa. Llegaba con la primera luz del alba,
y no se marchaba hasta bien entrada la noche. A horas específicas que sólo él
conocía la regaba, abría las ventanas para que el sol entrara en la estancia y
removía la tierra con delicadeza. Para su sorpresa, Lucero comenzó a mejorar.
Notaba el fango cálido y amistoso, como el abrazo que su padre nunca le había
dado. A pesar de no poder verse, la sensación de dolor en sus miembros
menguaba, y empezó a recuperar pelo y piel, junto con su ánimo.
- Cuéntame, jardinero, ¿cómo es que alguien como tú conoce
este remedio?- se interesó un día Lucero.
- Como todo en la vida: quien me enseñó lo conocía antes que
yo. Y tengo nombre, alteza. Soy Geo.
La princesa se
encendió ante tanta osadía. En cualquier otro momento habría mandado cortarle
la lengua.
- Eres un jardinero, mi sirviente, y te llamaré como me dé
la gana.
- Soy un jardinero, cierto. Soy tu sirviente, eso también es
verdad. Pero nada de eso me despoja de mi nombre ni de mi dignidad. Creo que
esa es una lección que a ningún gobernante conviene olvidar.
A pesar de la mala
impresión del principio, poco a poco Lucero aprendió a respetar a Geo. La
curación mejoraba su humor, y el botánico era prácticamente su única compañía
en todo el día. Pronto descubrió que se trataba de un hombre amable, de mente
fresca y vivaz. Al final, casi sin percatarse, empezó a confiar en él.
- Nunca he sido feliz- le confesó una tarde la dama. El azul
del cielo se reflejaba en sus ojos apagados por la tristeza-. A pesar de tener
cuanto alguien pudiera desear. Mi padre es odiado, es cierto, pero mi madre es
poco más que un alfeñique, una posesión de él a la que sólo mantiene y utiliza.
Nunca conseguí cariño real, así que me decanté por crecer fuerte. Y entre muñeca
o espada, yo elijo el acero. Jamás seré marioneta de nadie.
Geo la miró con sus
profundos ojos verdes.
- Nadie querría ser un fetiche, alteza. Sin embargo, tampoco
hace falta ser daga para encontrar respeto. Tal vez debierais forjar vuestro destino
sin la influencia de otros y, si me permitís, ser una reina a la que valga la
pena querer.
Con el tiempo, las
palabras de Geo acabaron calando en el alma de la princesa. Durante su
entierro, decidió convertirse en una mejor líder, una que no abusara de sus
ciudadanos sino que tuviera como primer objetivo hacerlos felices. Entonces, de
su pecho empezó a brotar un estrecho tallo, con un pequeño bulbo en su extremo.
- ¡Ya nace!- se emocionó la chica.
A Geo se le
iluminaron los ojos viendo tan notable progreso.
- Esta planta nace de la persona. La mantiene viva, es
cierto, pero también se alimenta de ella, de sus sentimientos positivos. Se
trata de una simbiosis en la que ambos salen ganando. Como debería ser la
relación entre un rey y su pueblo.
Lucero asintió. Se
había acostumbrado al jardinero, tanto que había llegado a sentir algo por él.
Se preguntó si tal vez pudieran seguir siendo amigos cuando su pesadilla
acabara.
Varios días más pasaron, y la planta creció
mucho más, hasta casi llegaba al medio metro de altura. En su punta, el capullo
dio paso a una flor violeta de reflejos brillantes, la más hermosa que la chica
había visto nunca.
- ¿Cuánto tiempo queda, amigo?- preguntó Lucero-. ¿Cuándo
podré, por fin, volver a caminar?
El jardinero
acarició los pétalos, observándolos con ojos analíticos de experto.
- Nunca.
El hombre arrancó la
flor y la princesa murió.
Aquella noche, Geo regresó a su casucha de adobe, en donde
un niño envuelto en vendajes enrojecidos le esperaba. El joven padecía una
terrible enfermedad que le había acompañado desde que nació. Con pericia, el
jardinero picó las hojas de la flor mágica y las mezcló con aceite para crear un
ungüento brillante que frotó por la purulenta piel.
- Padre- dijo el muchacho, entre sollozos-. Las marcas se
van. Por fin seré normal.
Poco a poco, la piel
se fue aclarando, dejando paso a una dermis completamente sana. Niño y padre
lloraron de alegría mientras se abrazaban.
Acto seguido, empacaron
lo poco que tenían y salieron de casa. Geo calculó que en medio día podrían
estar en el siguiente pueblo, donde Juan VIII lo tendría más difícil para dar
con ellos. Después, seguirían hacia el Este, empezarían una nueva vida.
- Gracias, cariño- dijo el jardinero a la oscura noche.
En cuanto colocó el
primer pie fuera de su casa, un brillo aceroso golpeó su rostro y Geo cayó al
suelo ensangrentado. Escuchó el grito de su hijo en la distancia, decenas de
pisadas metálicas pasando por encima de él y, finalmente, la negrura consumió
su conciencia por completo.
Geo despertó desnudo en una húmeda mazmorra. El dolor laceró
sus músculos cuando intentó zafarse de las cadenas que aprisionaban sus brazos,
colocándolos en cruz. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo
distinguir dos siluetas, una oscura y con un saco, la otra imponente, regia y
roja del rey Juan VIII.
- Llegaste lejos en tu pretensión- comenzó el monarca, con
su tono seco y áspero habitual-. Caí en el embuste, conseguiste lo que querías.
Fui un necio, y ahora mi hija ha muerto.
- Tu hija era un monstruo, al igual que tú- respondió el
jardinero, escupiendo sangre en el suelo-. Soy culpable. Mátame y habrás hecho
justicia. No tengo nada que decir al respecto.
Juan VIII se apretó
los puños de la camisa.
- ¿Morir? La muerte sería un castigo demasiado benévolo, y
yo no lo soy. Sufrirás mi dolor multiplicado con creces. Muéstraselo, verdugo.
La figura oscura
abrió la bolsa que portaba y dejó que su interior rodara por el suelo.
- ¡Noooo!- El grito desgarrado de Geo atravesó las mismas
paredes de la mazmorra.
- Déjala cerca- continuó el monarca, con una mueca de rabia
en la cara-. Asegúrate de que cada día la vea, que no olvide.
Cuando el rey se
marchó, el verdugo clavó la cabeza del hijo de Geo en una pica cercana a su
padre.
Durante días, Geo
fue torturado. Para el jardinero apenas significó nada. No gritó cuando le
rompieron los dedos, no lloró cuando le quemaron los genitales, no suplicó
cuando le cortaron los pezones y los párpados o cuando le arrancaron los
dientes. Para el hombre sólo existía una tortura entre aquellas paredes: los
ojos fríos y muertos de su hijo, mirándole fijamente desde las sombras,
acusándole de su muerte en silencio.
Uno de aquellos días
en que su cuerpo agonizaba, la mente de Geo no pudo soportarlo. Porque el alma,
a pesar de ser etérea, también puede romperse con el peso de la suficiente
culpa. De su dolor nació una semilla, y de su pecho brotó una rosa oscura,
llena de espinas.
- El dolor es
insufrible, ¿verdad cariño?- dijo dulcemente la voz de Annie.
Geo bajó sus
nebulosos ojos hacia la flor de su pecho.
- Nos abandonaste. A los dos- susurró, casi sin aliento.
- Os abandoné. No podía curar a nuestro hijo, y la gente ya
me repudiaba bastante. No quería que pasarais por lo mismo- admitió la rosa
negra, con un tono amargo y triste.
- Y ahora, él está muerto. Tú estás muerta. Yo moriré…
- Así es. Pero aún queda algo dentro de ti, algo que puedes
hacer. El reino no merece perdón. La monarquía es cruel, los aldeanos traidores,
hipócritas e interesados.
Geo reprimió una
arcada sanguinolenta. Casi podía notar como la vida se arrastraba fuera de su
cuerpo.
- Siempre quisiste destruirlo todo.
- Los sentimientos son como semillas: cuanto más hondo se plantan, más difícil es impedir que, tarde o temprano, florezcan- dijo Annie, con aire melancólico-. El reino merece ser destruido. Y, ahora que estamos cada
uno en un lado, podemos hacerlo. Estabas equivocado, Geo, no se trata de la
esperanza: la única semilla que nunca muere, es la venganza.
Una mirada a la
cabeza putrefacta bastó para convencer al hombre.
- Sea.
En su cuarto, el rey Juan VIII dormía plácidamente cuando él
y su mujer fueron bruscamente despertados por un dolor punzante. Lianas
cubiertas de espinas hendieron la piel de sus cuellos, estrangulándolos sin
piedad. El monarca ni siquiera tuvo tiempo de gritar cuando la asfixiante
sensación atravesó su cuerpo y su vejiga se aflojó sobre sus calzones. Tras
varios segundos agónicos, finalmente acabó ahogándose con su propia sangre, sus
pies hondeando inertes a pocos centímetros del colchón.
Y la planta creció, y sus espinas llegaron
cada vez más lejos. Uno a uno, primero en el castillo, luego en el resto de
casas, cada ciudadano fue asesinado por los terribles tallos, que como
serpientes sedientas de sangre reptaban en la oscuridad. En poco tiempo, la
rosa oscura devoró el reino entero, y no quedó más vida.
Nadie osó nunca más
poblar aquella tierra maldita. Nadie trató de reclamar los tesoros que aún
albergaba el castillo. El nombre del reino fue olvidado para siempre. Y en lo
más profundo de aquella monstruosa planta, en la oscuridad cavernaria de las
mazmorras, permaneció oculto para siempre su corazón, lleno de sombras: la
semilla que nunca muere.
FIN