Esta es la historia de un bosque denso, oscuro y amenazador
como el futuro. Sus árboles eran gruesos faros de insondable negrura, y el
follaje tan espeso y nubloso que ni los más diestros adivinos pudieron jamás
ahondar en sus secretos con éxito.
Permanece escondida
en el corazón de esta foresta, como una gota de agua engullida en un charco de
aceite, la aldea de Vadimonium. Los habitantes son gente tranquila y pacífica,
de bajas pasiones y nulas aspiraciones, cuyo único cometido en la vida es el
mismo que el de las piezas de un reloj: hacer que su estructura funcione. Hay
herreros, panaderos, médicos y barberos; labradores, granjeros y amas de casa
que paren y crían a sus hijos; hombres y mujeres felizmente casados que sólo
buscan complacer a su esposa o marido y aprovechar sus enseñanzas para inculcar
las raíces de una vida plácida y sin conflictos.
Los aldeanos de
Vadimonium están conformes con su destino, así que en nada se inmiscuyen en el
espeso bosque que les rodea. Bien podrían permanecer al margen de la escasa
influencia que el intranquilo murmullo de sus ramas hace para recordarles lo
insondable, excepto por una ranura por la que la duda se interna. Existe un
paso, una senda a medio ocultar entre los enormes muros arbóreos. Es al menos
tan oscura como el resto del bosque, pero lo suficientemente amplia para que
una persona se pueda adentrar en ella. Los viejos del lugar la bautizaron hace
tiempo como el Sendero de Sino.
Algunos jóvenes, los más temerarios y aguerridos, en su osadía retaron a las
fuerzas de lo desconocido y se adentraron en el camino con valentía. La
mayoría, al poco de intentarlo, volvieron sanguinolentos y magullados, heridos
tanto en cuerpo como en espíritu. Ninguno quiso contar luego lo que aquel
camino ocultaba que les hubiera derrotado. No obstante, unos pocos que
partieron nunca regresaron, y su paradero era un misterio.
-¡Yo también atravesaré el sendero! – decía siempre Gayo,
uno de los niños de la aldea.
-No digas tonterías -le reprendía a menudo su padre, un
humilde granjero-. Cruzarlo es un peligro vacío de sentido, tan temerario como
innecesario. Aquí tienes tu vida y tu familia: crecerás bajo esta protección,
encontrarás un trabajo honrado y te casarás con una buena chica para que juntos
criéis unos niñitos preciosos que continúen tu legado cuando se te lleve la
vejez. Hazme caso. Es lo mejor.
Gayo atendía, pero
rara vez hacía caso. En verdad la vida que le ofrecía su familia era buena…
para otros. Ciego de inquietud y acuciado por el ansia, lo que su corazón
anhelaba era algo muy distinto a aquello. Aventura y magia. Porque su realidad
no era suficiente, ansiaba más.
-No te lo aconsejo -le dijo Ensotas, su fiel amigo-. Mi
hermano Tremos una vez tuvo el mismo sueño, lo intentó, y él no tuvo la suerte
de fracasar como otros. Siguió recorriendo el sendero más allá del punto en el
que vuelven los Rendidos, y nadie ha
vuelto a verle nunca más.
Gayo veía razón en
las palabras de su amigo. Para el pueblo era tabú hablar de ello, ya que
aquellos que regresaban del sendero habían dado la espalda a su protección por
cuenta y riesgo, adentrándose en lo desconocido a pesar de las advertencias.
Era visto como justicia su desdichada vuelta, así que pocos eran quien se
interesaban por ellos. Aún con todo, quienes preguntaban, obtenían siempre la
misma respuesta.
-No diré nada sobre el Sendero
de Sino. Si crees en tu fuerza, eres libre de intentar recorrerlo y encontrar respuesta a la incertidumbre.
Cuídate de fracasar, o sufrirás la misma suerte que la mía: la condena de la
vergüenza.
Pero la voz de los Rendidos no fue suficiente para apagar
su fuego, y un buen día Gayo decidió dejar atrás cuanto había acumulado en
Vadimonium y adentrarse de lleno en el Sendero
de Sino.
El camino resultaba
angosto y dificultoso, tal como había previsto. El trayecto era una serpiente
sinuosa y empinada, y el suelo estaba lleno de pulidas piedras invisibles
cubiertas de un resbaladizo musgo verde. En varias ocasiones Gayo se dio de
bruces contra el suelo, y sólo con su voluntad fue capaz de encumbrarse de
nuevo y seguir andando.
Amoratado, dolorido,
cubierto de suciedad y de su propia sangre, llegó el chico a un punto donde se
cortaba el paso. Ahogó un grito. Verdes ramas entretejidas, desde cuya
superficie siniestras púas cruzadas en todas direcciones se interponían en su
camino. Las vestiduras rasgadas de quienes osaron enfrentarse a ellas eran ya
una costra colgante, y la punta de las afiladas estaban teñidas de una roja
advertencia para quienes pensaran volver a ponerlas a prueba.
Gayo buscó alrededor
alternativas, algún atajo que le llevara al otro lado, pero nada había: sólo
aquel muro de lanzas asesinas.
-Verdaderamente da miedo. No sé si podré salir de esta
trampa una vez me interne dentro. Pero sabía de antemano que no sería fácil, y
ya que he llegado hasta aquí, no podría perdonarme no intentarlo. Es todo o
nada -pensó Gayo.
El joven se sumergió
de lleno en las púas. Y sangró. Y lloró. Y gritó con furia. A cada paso que
daba, su piel más se enganchaba en los dolorosos clavos. Como aguijones las
plantas se clavaban en su cuerpo, en los tobillos cuando andaba, en el pecho
cuando respiraba, en los ojos cuando miraba, bajo las uñas y en las plantas de
los pies. Gayo intentaba zafarse del doloroso abrazo, pero era inútil pues
cuanto más se internaba, el matorral era más espeso. No veía la salida, no concebía
la distancia hasta escapar de la tortura. En muchas ocasiones se planteó dar la
vuelta, no sabía cuánto le quedaba por andar, y seguro sería más fácil
retroceder en lo recorrido… sólo su anhelo lo guiaba. Porque aunque no pudiera
ver su meta, la sentía dentro, y morir persiguiéndola siempre sería mejor que
renunciar a ella.
Repentino como el
aire en los pulmones de quien casi se ahoga, extenuado de pesar y dolor, Gayo
salió del laberinto de espinas. Y se sintió libre, feliz y completo. Y notó
cómo el dolor se desvanecía de su cuerpo, como agua tibia y sanadora
recorriendo su piel. Cerró los ojos y se tumbó. Ya no había daño, miedo o pena.
Sus heridas se cerraban y cicatrizaban rápidamente, hasta que al final no sintió
nada, tan sólo paz…
-¿Estás bien, nuevo? -Gayo escuchó una voz cercana.
Cuando abrió los
ojos, el chico se encontró con un anciano que le observaba desde las alturas.
-Lo llamamos: Recompensa,
¿sabes? -siguió hablando el extraño, con una sonrisa en el rostro.
Gayo se levantó,
recuperado por completo.
-¿Quién eres?
-Soy tú. O, por lo menos, lo mismo que tú: un antiguo
aldeano de Vadimonium.
Por primera vez,
Gayo se fijó en el lugar al que acababa de llegar. En verdad era un palacio, de paredes
níveas y relucientes como el más puro de los marfiles; enormes vidrieras de más
colores de los que se hubiera podido imaginar jamás el chico proyectaban
floridas iridiscencias sobre las montañas de oro y joyas que se amontonaban por
doquier. Entre lujosas estatuas y cuadros de tan incalculable belleza que quitaban
el aliento, otros ancianos contemplaban al recién llegado con el mismo aire
aprobatorio.
-¿Todos sois de Vadimonium?
-En efecto. Todos nosotros fuimos capaces de enfrentar
nuestros miedos y el dolor de la Encrucijada
de Espinas y llegar a donde estás ahora: el Castillo de los Sueños, donde cuanto deseas se hace realidad. Al
pasar la prueba, te has ganado el derecho a estar entre nosotros, Gayo.
-¿Cómo sabes mi nombre?
-Porque mi deseo es el conocimiento. Tú puedes alcanzar el
que gustes: riquezas, amor, placer, fama… ¡todo lo que es posible está aquí,
entre estos muros!
Gayo se dejó llevar.
Poder, éxito, pasión… ¡cuánto quisiera a su alcance! Sólo tenía que aprovechar.
Observó a su alrededor. Allá donde mirara, los sabios ancianos se regocijaban en
su dicha: quienes querían dinero, lo tenían; quienes querían sabiduría, la
hallaban; aquellos que buscaban el amor lo encontraban, pero no el amor al uso de
quienes se comprometen a pasar la vida juntos, sino aquel pasional, brillante y
desbocado como una catarata de diamantes que nunca se extingue ni apacigua,
sino que explota cada segundo, como el de los cuentos de hadas… Era, como su
nombre bien indicaba, un sueño.
-¿Qué es lo que quiero? -se dijo el chico-. ¿Qué es lo que
más anhelo?
Las risas de los
asistentes llenaban sus oídos. Las brillosas maravillas deslumbraban sus sentidos.
Su razón le decía que aquel era el sitio para disfrutar, crecer y… ¿después?
El joven Gayo abrió
los ojos. El único joven…
-Dime, anciano -comenzó a hablar, refiriéndose a aquel que
le había recibido-. ¿Conoces a un tal Tremos?
Inmediatamente, un gesto de sorpresa cruzó su
semblante.
-Hacía años que nadie usaba ese nombre en mi presencia.
Realmente mucho, mucho tiempo desde que nadie hablaba directamente a la persona
que fui. ¿Acaso me conoces?
-No a ti, sino a tu hermano menor. Abandonaste la aldea
hace años, pero no tantos como para dar contigo en este estado.
-El tiempo, parece ser que no avanza de la misma manera
entre estos muros -respondió Tremos, mesándose la barba-. A lomos del éxito y
la gloria, cabalga mucho más vivaz y liviano por los senderos de la dicha, sin
duda. Sin embargo, te aseguro que un solo segundo en este ideal vale más que
cualquier vida fuera de aquí.
Gayo miró a su
alrededor de nuevo, esta vez con los ojos analíticos de quién ha salido de un
embrujo. Varios cadáveres asomaban entre las fortunas, sonrientes calaveras,
tan dichosas en vida, como ahora inertes.
-Tremos, dime cómo puedo salir de aquí.
El anciano le miró
desorbitado, sin dar crédito a lo que oía.
-Nadie ha salido de aquí nunca, hasta donde alcanza la
memoria del más antiguo de nosotros. Volver hacia atrás por la Encrucijada es absurdo, ¡después de
haber conseguido llegar al paraíso en tierra! Además es muy probable que, lejos
de este sitio, las heridas que pagar por atravesarlo te mataran. La única
posibilidad sería seguir adelante por la puerta Otra…
-Llévame a ella. Te lo ruego.
Tras encogerse de
hombros, Tremos accedió. Condujo al chico por las galerías del Castillo de los Sueños, avanzando por
sus prolíficos pasillos, hasta llegar a una zona maravillosa.
Medía tres metros de
alto y estaba enmarcada en una lámina de todos los colores. De su interior
brotaba una luz lívida y refulgente, que sin embargo no cegaba aunque la
miraras directamente.
- Es la única salida del castillo, un portal- explico
Tremos-. Nadie sabe a dónde lleva, nadie se ha arriesgado a cruzarlo. No tiene
nombre, pues nunca nos referimos a él. Algunos ni siquiera saben que existe.
Gayo lo contempló
fijamente. La luz describía ondas como las aguas de un estanque. Parecía que no
era tan sólida como para no poder atravesarla.
-Piénsalo bien, muchacho. Una vez te hayas decidido, es muy
posible que no haya forma de volver.
Gayo repasó las
palabras. Quedarse allí era en verdad un sueño, ser feliz por siempre, conseguir
cuanto quisiera hasta el último día en que muriera, pero… ¿qué quería él en
realidad? Y ahí era donde residía el problema, que no lo sabía, que nunca lo
había tenido claro. Cada vez que se imaginaba con algo entre las manos, era
etéreo y abstracto. Nunca había sabido responderse a sí mismo más que con
niñerías inespecíficas como magia, aventura… y algo más. Y era eso
precisamente, lo que le daba la respuesta.
-Lo he decidido. Mentiría si dijera que no hay nada que
quiera entre estos muros, pero desde luego no es lo que anhelo.
-¿Y qué es eso? ¿Qué es aquello que “cualquier cosa que
desees” no puede abarcar?
Gayo le miró con una
sonrisa.
-Seguir avanzando.
Dicho esto, el chico
anduvo hasta el borde del portal, y después lo atravesó. La luz le hizo paso
sin oponer resistencia, y luego le engulló por completo hasta que se volvió
parte de ella.
Nadie supo nunca qué fue de Gayo. Nadie sabe con certeza
como vivió, lo que vio, si se arrepintió o dónde acabó. Tal vez la respuesta no
importe. Tal vez ni siquiera exista.
“Para crecer en la vida, hay tres enemigos a superar.
Primero el miedo, que nos congela y paraliza, que nos asfixia y nos lleva
lentamente a la muerte; después está el dolor de intentarlo, el esfuerzo de
perseverar en el intento o dar media vuelta y afrontar el fracaso; por último,
una vez conseguida la meta, el más terrible enemigo de los tres, la
conformidad, regocijarse en lo alcanzado y no ir más allá… pues la vida continúa
mientras tengas un camino que recorrer. Porque si paras, mueres”.
FIN