Cualquiera habría dicho de aquellos dos que eran los mejores
amigos; nadie habría podido anticipar que la muerte separaría tan pronto sus
destinos.
Rodolfo Montesino y
Adriano Caprialetto habían forjado la amistad más sólida que ninguno de sus conciudadanos
hubiese visto. A pesar de haber nacido cada uno en el seno de una de las
familias más poderosas y orgullosas del reino de Vernizzia, portadores orgullosos
del futuro de las mismas, ello no había impedido que se hermanaran más que con
aquellos con quienes compartían lazos de sangre. Crecieron juntos jugando,
cortejando damiselas o quedando para beber y reírse de sus aventuras. A pesar
de sus travesuras, en todo el reino les apreciaban y eran bien recibidos. Fue
por eso que resultó más sobrecogedora la tragedia.
Una noche de niebla,
los dos amigos quedaron en su bar habitual con desenlace funesto. Hay quien
dice que fue por un amor adolescente, algunos creen que se debió a una riña
nacida de la casualidad y el alcohol, pero lo cierto es que, tras batirse en
duelo, Rodolfo mató a Adriano.
Malherido, el
muchacho acudió a su familia para curar sus heridas y lavar con dolor la sangre
de su amigo de las manos. Poco tardaron los Caprialetto en denunciar al
culpable de la muerte de su hijo predilecto.
El rey Marco era un
hombre bondadoso y sabio, pero de carácter débil y corazón almidonado. No
viendo más que defensa propia en el trágico suceso, estipuló una generosa
compensación económica de los Montesino por la pérdida y nada más. Los
Caprialetto rechazaron la solución, escupieron en la justicia y se marcharon
airados. Aquella misma noche, un asesino se coló en el cuarto de Rodolfo, al
cobijo de las sombras, y le degolló en su propia cama.
La autoría del
crimen fue un secreto a voces, una advertencia para que, quienes quisieran en
un futuro meterse con los Caprialetto, se lo replantearan. Sin embargo, para
los Montesino fue una ofensa terrible. El rey había dictado justicia, sus rivales
no tenían derecho a tomar aquella vida por su cuenta. No había pruebas para
denunciar al autor, pero tampoco estaría conformes con otra pena así que, un
día en que el asesino de Rodolfo regresaba a su casa tras una noche de
diversión, los padres del difunto le abordaron y le estrangularon en la misma
calle.
Los Caprialetto
ardieron de rabia. La muerte de Rodolfo había sido un “ojo por ojo”, una
igualación de ambas fuerzas. Ahora que uno de sus hombres había sido asesinado,
la balanza volvía a estar desequilibrada. Un día en que los dos Montesino
asesinos volvían de la ópera, un numeroso grupo de sus rivales les abordó, rajó
sus vientres y tiró los cadáveres al río.
Los Montesino
enfurecieron. La autoría de la muerte se debía a tantos hombres que habría sido
imposible identificarlos. Además, haciendo recuento, ahora era su facción la
que tenía un muerto más que lamentar, por lo que el cabeza de familia decidió
asesinar a una joven Caprialetto y enviar su cabeza al otro líder. El hombre se
encendió por completo. Aquella chica era inocente de cualquier disputa y,
aunque el número de muertes estuviera empatado, no había tenido culpa alguna de
aquella guerra, empezada, a su parecer, por el otro bando.
Con el tiempo, las
hostilidades aumentaron, dando paso a una escalada de violencia que parecía no
tener pico. Con cada nuevo ajuste de cuentas, el otro bando se enarbolaba para
tomar represalias cada vez más brutales y desproporcionadas.
Mientras tanto, el
rey Marco contemplaba con ojos impotentes cómo sus ciudadanos se mataban entre
ellos. Al principio había tratado de imponer su ley deteniendo a los culpables,
pero nunca servía para satisfacer a la otra familia. Ellos pedían una sangre
que no estaba dispuesto a dar. Los Montesino eran la mayor familia de comerciantes,
mientras que los Caprialetto dominaban todas las vías marinas. Cada una podía
almacenar prácticamente el mismo poder que la corona por sí sola.
- He aquí el mayor dilema al que me he enfrentado. Si me
posiciono de un lado, aunque sólo sea momentáneamente, el otro lo tomará como
una ofensa y se sublevará; mientras tanto, mis súbditos se matan entre ellos,
el reino sangra hasta en las cárceles, y yo sólo puedo ser testigo mudo,
imparcial e impotente. No es este el legado que quiero dejarte- lloraba el
monarca ante su hija Adelaida, testigo mudo del dolor de su padre.
Cuanto más avanzaba
el conflicto, más incontrolable se volvía. Montesino y Caprialetto eran
demasiado orgullosos. En varias ocasiones, el rey Marco se reunió con sus
líderes e hizo de árbitro en la negociación de una tregua.
- Nunca nos arrodillaremos ante esos cerdos- decían los
líderes Caprialetto-. Si quieren una tregua, que se rindan y paseen por nuestra
espada.
- Lo mismo decimos de esos bastardos- se defendían los
Montesino-. La única paz que tendrán, la encontrarán al otro lado.
Lo decían
cínicamente, mientras sonreían de manera cómplice. Habían nacido nuevos
intereses.
Las demás familias
del reino se habían visto obligadas a tomar parte, de un modo u otro, para su
protección. Amigo o enemigo, no existía la neutralidad. Se crearon alianzas,
beneficiosos para los cabezas de familia y mejoras comerciales, en detrimento
de la sangre y el horror de los humildes, regados con el odio hacia el otro
bando que les proporcionaban desde su propia casa.
Vernizzia acabó
dividido en dos bandos. Incluso geográficamente, los apoyos de los Caprialetto
y los Montesino se mudaron según estuvieran más cerca de sus líderes. Marco
habría partido la ciudad en dos, si con ello hubiera solucionado algo.
- Se seguirían matando. Ya no es sólo cuestión de honor,
ahora está en juego algo mucho más peligroso: el dinero- comentaba el hombre
con aflicción.
Con los años, la más
absoluta desesperanza se instaló como una lacra imborrable. La gente moría a
diario por sus vecinos, ninguna zona era segura ni para los niños. Marco no
creía que las cosas pudieran empeorar, hasta que llegó su hija con una terrible
noticia.
- Los Montesino y los Caprialetto están construyendo sendas
bombas. Con ellas, calculan que podrían destruir la otra mitad de la ciudad, si
no más. Las están ocultando, como garantía. Ya casi las tienen acabadas, padre.
La chica había
crecido recia y firme entre la guerra y la muerte. Había aprendido cómo
gobernar de sus lecciones, y Marco había tratado de educarla en aquello que, a
su parecer, es más importante para un gobernante, y de lo que más a menudo
adolece: la ética. El rey la miró con orgullo, pero también con tristeza.
- Hija mía, hay algo que quiero que hagas por mí.
Varios días después, el rey Marco tuvo una reunión con los
líderes de Montesino y Caprialetto. Los dos grupos denunciaban lo mismo: varios
niños habían desaparecido.
- Esos cerdos han raptado a nuestros hijos- gritaban los
Montesino.
- Sí, claro, queréis tapar vuestros inmorales crímenes.
¡Vosotros habéis asesinado a nuestros niños!- respondía la otra facción.
Como en cada
reunión, la disputa no llegó a ningún puerto seguro. Ni Montesino ni
Caprialetto confesaron crimen alguno así que, de nuevo, regresaron sin acuerdo.
Esa misma noche, el
rey Marco contemplaba la devastada ciudad de Vernizzia desde su ventana. Sus
ojos ancianos rememoraron con tristeza cómo antaño fue aquel un remanso de paz,
hermandad y prosperidad.
- Qué difícil es a menudo mantener aquello que más
importante es para todos- suspiró el hombre.
Un segundo después,
dos brillos gemelos y un ensordecedor estruendo consumieron su palacio, la
ciudad por completo y a todos sus habitantes.
Adelaida y sus hombres de mayor confianza regresaron al
reino pocos días después, a lo que quedaba de Vernizzia. Sus ojos se llenaron
de lágrimas. Ruinas, polvo, ceniza y esqueletos calcinados eran cuanto quedaba
de su tierra. La antigua princesa, ahora reina, sabía que tenía una ardua tarea
por delante.
- Traed a los niños- ordenó.
En un segundo
carruaje, los infantes desaparecidos fueron llevados a su presencia. Montesino
y Caprialetto, todos ellos apartados de la guerra en mitad de la noche, como el
más alto secreto. La reina, de corazón más duro que el de su padre, no tuvo
miramientos a la hora de contarles que todo el reino había muerto, que sólo
quedaban ellos y que en sus manos estaba construir una nueva Vernizzia desde sus
cimientos.
Tras la amargura,
los llantos y el obligado luto, la dama se puso manos a la obra. Tendrían que
aprender labores y oficios con los que empezar la reconstrucción, pero Adelaida
decidió comenzar por el pilar básico de toda civilización: la educación.
- Comenzar hablando de la palabra más importante que existe-
dijo la reina-. ¿Cuál creéis que es?
Los niños se miraron
un segundo entre ellos. El corazón de la mujer se enterneció sutilmente viendo
sus rostros llenos de inocencia, inocencia que deseó haber conseguido preservar
de las garras de la guerra.
- ¿Honor?- preguntó un joven, inseguro.
- ¿Tradición?
- ¿Familia?
- ¿Amistad?
Adelaida negaba con
cada nueva aportación.
- Nada de eso- respondió la reina-. La palabra más
importante, aquella que nunca debéis olvidar ni temer, es “perdón”.
FIN
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