El fabricante de juguetes rellenó la envoltura de trapo.
Luego, cosió los bordes con finas puntadas que apenas se notarían, invisibles
para la mirada ilusionada de un niño. Por último, encoló los ojos en la cara,
dos gemas brillantes y vivas de un azul oscuro tan vibrante como la noche más
profunda.
-Te encomiendo una labor, un trabajo simple y, a la vez,
tan complejo que poca gente se da cuenta de que, en realidad, es a lo máximo a
lo que podemos aspirar… -dijo el anciano, con un tono que recordaba al de un
padre con su hijo. Luego, le dio de su propio fuego.
Primeramente, le compró un hombre de manos duras y callosas
como regalo de cumpleaños para su hija. Cuando la niña abrió el paquete, en
seguida cayó enamorada del muñeco, de sus pantaloncitos vaqueros con bolsillos
enanos, de sus manos grandes y esponjosas como manoplas, de sus rizos dorados, de
sus ojos de piedra… Rápidamente, integró al fetiche entre sus mejores amigos.
La muchacha era reservada y tímida para alguien de su edad, por lo que la mayor
parte del tiempo jugaba a solas con sus variadas muñecas: princesas de cuento,
soldados de rostro severo o animales de peluche, eran sólo parte de su
grandiosa colección.
Con su nuevo
compañero, jugó tanto como le permitía su tiempo libre e ideó historias de
fantasía, aventuras con la que se transportaba a otro mundo más colorido y
feliz. Hasta que las cosas cambiaron.
Poco a poco, la casa
se empezó a inundar de odio. La madre estaba cada día más distante del resto de
su familia, y su padre empezó a beber. La niña no conocía los motivos, pero
cada vez se peleaban más entre sí, llegando incluso a forcejeos. Eran temas que
no entendía, aunque muchas veces parecía ser su culpa. Cada vez jugaba menos y, al final, ya casi sólo acudía a sus juguetes, triste, para llorar a su lado.
Cuando la chica joven revisó su bolso, su corazón dio un
vuelco. Desde dentro, mirándola con fríos ojos pétreos, el muñeco respondía
mudamente a su duda de qué había sido el tirón notado hacía un segundo. Al
principio dudó. ¿Quién le habría metido aquella cosa en el bolso? ¿Para qué?
-El mundo está lleno de tarados -se dijo.
Sin embargo, una
mirada a enigmática boca cosida la convenció para que se lo quedara.
Vivía sola en un
apartamento del centro de la bulliciosa ciudad. Tenía novio, un trabajo, casa…
y muchos sueños por cumplir. El muñeco se limitaba a ser testigo silencioso de
cómo trabajaba para sacarlos adelante, siempre desde la comodidad de su cama.
Un día, llegó a casa
llorando. Tras desahogarse a pocos centímetros de donde él se encontraba, cogió
el teléfono y marcó los números con ansiedad.
-Me ha dejado… -dijo, entre sollozos.
Las cosas no
mejoraron para la chica. Tras unas semanas terribles, perdió el trabajo. Sin
dinero para ello, se vio obligada a abandonar el piso. Lágrimas amargas
recorrían su rostro mientras empacaba sus cosas, de vuelta con sus padres.
Los siguientes en encontrar al muñeco fueron una pareja de
chicos jóvenes que volvían con una bolsa cargada de bebida. Tendido en el
suelo, con los miembros desperdigados y los ojos orientados hacia el cielo, les
hizo gracia y decidieron llevarlo con ellos.
Aquella noche,
asistió a una fiesta en un piso compartido. Apostado en una estantería las
bromas, las risas, los recuerdos de otros tiempos danzaron ante las brillantes
gemas que eran sus ojos. Todo fue bien, hasta que uno de los chicos se fundió
en un cálido beso con otra de las asistentes. Un tercero se levantó airado y se
marchó de la escena.
Acabada la fiesta,
los días posteriores no fueron nada tranquilos. El ambiente era hostil y osco.
El amante tuvo varios encontronazos con su amigo, qué respondía secamente o
esgrimiendo malos modos. Con el tiempo, los roces hicieron mayor fricción, las
peleas estallaron y, en una discusión, entre reproche y reproche, se
zarandearon. Sólo la mediación del tercer compañero impidió que se dañaran.
Nadie se percataba
de su presencia. A nadie le importaba. Así que un día, simplemente, el muñeco
saltó de su estantería y se fue.
Era de noche, y el fabricante de juguetes acababa de
acostarse. La quietud era absoluta, y únicamente la luz de la luna filtrándose
a través de su ventana abierta iluminaba la penumbra. La cálida brisa nocturna
templaba su fiebre.
De repente,
distinguió entre las sombras una silueta. Con mano temblorosa, encendió la
lámpara de su mesilla.
-¡Hijo mío! ¡Qué alegría verte! ¿Qué tal te ha ido?
El muñeco le
contemplaba impasible. Sus labios se deshicieron de las costuras en una mueca
dolorosa.
-Horrible.
-¿Qué ha pasado? Cuéntamelo todo -dijo el hombre, sosegado.
-Primero estuve con una niña. Era muy agradable y
simpática, pero pronto su fuego empezó a apagarse. Sus padres discutían cada
vez más, su dolor aumentaba y yo no sabía qué hacer. Luego estuve con una chica
emprendedora, independiente y luchadora. De nuevo, las cosas se torcieron en
cuanto llegué, perdió el trabajo y tuvo que renunciar a sus sueños. También
estuve con unos amigos, pero estos empezaron a pelearse y ya ni siquiera creo
que vuelvan a hablarse. Soy tóxico.
El anciano arqueó
sus cejas blancas.
-¿Qué significa eso?
-Que atraigo las desgracias. La vida de todos los que me
rodean se pudre, con mis ojos mágicos puedo ver cómo su fuego se extingue,
mengua y titila hasta casi desaparecer. Familia, amigos, pareja… todas las
personas se perjudican por mi influencia. Los libros hablan de cómo tratar con
alguien tóxico, alejándote y cortando su aura pero… ¿quién te dice qué hacer si
el tóxico eres tú?
El fabricante pensó
en sus palabras.
-Y tú, ¿qué haces cuando esas cosas malas le pasan a la
gente?
-Me voy. No quiero hacerles daño.
-¿Y no has pensado que, precisamente en esos momentos es
cuando más falta les haces?
El muñeco quedó sin
palabras. Sólo pudo negar.
-La gente sufre continuamente, hijo mío, la mayoría de
veces por cosas que no son de nuestra competencia, aunque estén a nuestro
alrededor. Te hice para que llevaras felicidad y te di esos ojos mágicos para
que supieras cuándo hacías falta. Y no hay persona que te necesite más como
aquella de cuya alma la tristeza se ha hecho dueña y apaga su llama.
El juguetero tosió
sonoramente, tapándose la boca. Al despegarla de sus labios, el muñeco pudo ver
la sangre que había esputado. Por primera vez, se dio cuenta de la debilidad de
su llama, apenas una luciérnaga agotada sobre su cabeza.
-Me muero, hijo mío, mi tiempo se agota -dijo el anciano
juguetero.
El muñeco de trapo
fue hasta donde se encontraba sin pensarlo, subió a la cama y reptó por las
mantas hasta acurrucarse a su lado.
-No te preocupes -dijo-. Estaré a tu lado hasta el final.
Y desde entonces, el muñeco no abandonó a ninguno de sus
compañeros. A las noches oscuras y frías les sobrevinieron amaneceres llenos de
luz y esperanza, y descubrió que no era tóxico, sino que no había sabido lidiar
con el sufrimiento de aquellos que le importaban. Por fin, logró alcanzar lo
que su corazón más anhelaba: hacer feliz a otros. Y, de esta manera, él también
fue feliz.
FIN
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