Apareció un día cualquiera a las puertas del orfanario de
Londres, sin que nadie supiera de dónde había llegado, demasiado joven para
recordar el rostro de su madre, si tenía los ojos de su padre o si alguna vez
había sido querido. Le bautizaron Thomas, uno de los nombres más comunes de la
Inglaterra de principios del siglo XX, un alma más de las de cientos de niños
sin padres que moraban entre aquellas paredes… sólo que este Thomas no era como
los demás.
Desde el principio,
aquel niño demostró ser diferente, a pesar de su rostro común, de piel pálida,
ojos claros y pelo negro y frondoso. Era una persona huraña, reservada e
huidiza que nunca hablaba con nadie. Mientras sus compañeros se relacionaban,
creaban amistades y charlaban sobre sus sueños, Thomas únicamente atendía a las
escasas lecciones que le impartían, trabajaba para mantener el lugar y, sobre
todo, observaba. La realidad era que no podía soportar la felicidad a su
alrededor.
Algunos dicen que
era la envidia de una mente enferma que nunca había sentido calor humano.
Otros, que él era otra cosa. Thomas dedicó su estancia en el orfanato a sembrar
dolor entre sus compañeros, amargar aún más su ocre existencia. Creaba rumores,
separando amistades y enfrentando a compañeros entre sí; si alguno conseguía
encontrar novia en el pueblo, él falsificaba cartas y creaba malentendidos para
que se pelearan y rompieran la relación; a veces, desaparecían cosas de los
despachos de los cuidadores y eran encontradas bajo la almohada de huérfanos
que juraban ser inocentes. A pesar de no dejar nunca huellas, los desagradables
incidentes que rodeaban al chico no pasaron desapercibidos para sus
partenaires, y pronto se ganó el sobrenombre de “Thomas la Serpiente”. El chico
estaba tan encantado con su mote que, desde entonces, siseaba cuando paseaba a
solas.
El día que Thomas
abandonó el orfanato, todos lo celebraron. Había cumplido los 16 años, y ya era
hora de que se enfrentara al mundo. Pronto encontró trabajo en una fábrica de
automóviles. Una vez dentro, las desgracias que le rodeaban no hicieron más que
subir de nivel: extorsiones, enfrentamientos entre compañeros, accidentes
inexplicables que terminaban en graves heridas… el sufrimiento de los demás
acompañó al joven en un ascenso meteórico dentro de la empresa. Cuando su
principal rival en la pugna por un puesto de encargado perdió la mano en una
máquina de ensamblaje, Thomas “la Serpiente” adquirió una posición de relativa
categoría con la que amasó una importante cantidad de dinero.
Un día Jackelin, la
hija de unos de los máximos accionistas, acudió a la fábrica. Se trataba
de una joven de exquisito perfil, dulce,
delicada y de ideas románticas y taciturnas. Thomas no tardó en fijar su vista
de reptil en ella. Estaba prometida con un miembro de la baja aristocracia,
pero al poco tiempo su auto sufrió un desgraciado accidente y el hombre quedó
en coma irreversible. Poco tardó “la Serpiente” en seducir a la desdichada
soltera, corromper su mente con sibilinas palabras zalameras y, finalmente,
deshonrarla. Para cuando su padre lo descubrió, la joven estaba tan hipnotizada
que, negándose a obedecer a su progenitor, fue desheredada.
Hay quien dice que,
al principio, Thomas la quiso. Hay quienes creen que sólo la mantuvo como una
posesión egoísta. El caso es que ambos fueron a vivir juntos. Tras el
escándalo, “la Serpiente” empezó a trabajar como limpiador de zapatos. A pesar
del cambio de ingresos, con apoyo de sus ahorros, los jóvenes pudieron casarse
y ambos convivieron juntos una temporada en un apartamento a orillas del
Támesis. Pronto, Jackelin descubrió hasta qué punto había sido vilmente
embelesada. Thomas apenas le dirigía la palabra, su trato únicamente se reducía
al sexo frío y desprovisto de humanidad de cada noche. El resto del día que su
marido no trabajaba, la mujer sólo sabía de él lo que los susurros sibilinos
que escapaban de su escritorio le contaban. El hombre a menudo se encerraba y
mantenía lo que parecían conversaciones a solas consigo mismo. A veces,
Jackelin se despertaba en mitad de la madrugada y podía oírle desde la otra
habitación, siseando en un idioma que no entendía, sin respuesta aparente. La
duda oprimía el pecho de la chica hasta asfixiarla de terror, más nunca se
aventuró a investigar lo que su marido hacía allí dentro.
Jackelin siempre
había vivido envuelta en comodidades, haciendo lo que sus apetencias le habían
dictado. Actualmente, vivía modestamente y tenía prohibido salir de casa. A
Thomas no le hacía falta amenazar a alguien para mantenerlo aterrado. Nadie
recuerda ver el rostro de la chica durante esa primera época. Nadie recuerda
haberla visto durante la estancia en que estuvo conviviendo con el monstruo, ni
un grito, ni un susurro. Prisión o vivienda, los vecinos no sabían bien lo que
sucedía en el interior del apartamento. Hasta que, un día, la muchacha fue al
hospital, encinta. Los médicos auguraron un varón sano y fuerte, un rayo de
esperanza para la joven reclusa.
Cuentan que durante
un tiempo, la muchacha fue feliz. A veces se oían canciones desde su ventana,
colgó unos geranios en el alfeizar e incluso de uno a otro día salía a comprar
el pan y, aunque escasas, mantener conversaciones con las vecinas. Pocas
semanas después de la feliz noticia, en una velada apacible y quieta, la mujer
despertó envuelta en sangre y tuvo que acudir al hospital nuevamente. El niño
que esperaba había muerto en su vientre.
Varios días pasaron
antes de que Jackelin pudiera volver a casa. Era una noche especialmente oscura
y triste, una niebla densa cubría todo el pueblo como una gruesa manta. Tras aquel
funesto ocaso, los vecinos recordarían la primera y única discusión que hubo en
casa de Thomas.
- Muéstrales a todos tu verdadero rostro, ¡que vean al
monstruo sin su máscara!- repetía una y otra vez la desgraciada mujer, con un
cuchillo en su diestra y un bote cerrado en la otra mano.
Thomas la miró
imperturbable. Sus ojos, fríos estanques de hielo, apenas vacilaron un instante
cuando la joven acometió contra él con el arma. Carne tras carne, el filo
hendió su rostro, dibujando un surco rojo, ardiente como el fuego. La Serpiente
ni siquiera gritó cuando la piel empezó a desprenderse de su cara. Ante los
ojos de Jackelin, la verdadera faz de su marido vio la luz, y ella descubrió
que había estado equivocada: antes de aquel momento, nunca había experimentado
lo que era el verdadero miedo. Durante un instante fugaz, una sonrisa afilada
se dibujó en el semblante del monstruo, antes de que se abalanzara sobre su
mujer, le quitara el cuchillo y hundiera los dedos en su garganta.
- Todos usamos máscaras- le susurró-. Muéstrame lo que la
tuya oculta.
Tras varios minutos, los curiosos que habían
aguardado impacientes el desenlace pudieron ver a Thomas salir de la casa,
cubriéndose el rostro con una mano ensangrentada, siseando.
A la mañana siguiente,
la policía encontró a la chica muerta en la cocina. La sangre había regado las
paredes hasta cubrirlas de un manto rojo enfermo. La cara de Jackelin había
sido completamente desollada, su piel pegajosa descansaba a escasos centímetros
de su mano, aún sujetando en póstumo estertor un bote de artemisa, la sustancia
usada para abortar que había encontrado en los armarios.
Por su parte, nada
se volvió a saber de Thomas. Sencillamente, la niebla se lo tragó. Algunos
dicen que murió a causa de la herida y se lanzó al río, que su cadáver sigue
perdido. Otros piensan que el diablo le reclamó para sí mismo antes de que
llegara su hora, a la persona que jamás conoció el amor, para que le sirviera
siempre en su nombre.
Cuenta la leyenda
que, algunas noches de niebla, Thomas "la Serpiente" vigila a sus
presas. Si oyes su siseo, se presentará ante ti y también te quitará tu
máscara, para que tu verdadero rostro quede al descubierto, igual que hicieron
con el suyo propio...
FIN