domingo, 14 de junio de 2015

Posesión de Venganza

El chasquido del metal contra el hueso tiñó sus dedos de sangre. Dos golpes más, profundos y contundentes, y los llantos cesaron. El hombre fue arrastrando los pies hasta su televisor, en dónde depositó la figurita de acero barato, imitación de un premio Oscar, ahora salpicada de rojo. Enseñando los dientes en una mueca que se asemejaba a una sonrisa tanto como el falso premio al verdadero, se dejó caer en el sofá y lamió los restos de sesos que habían quedado adheridos a la palma de su mano. Luego, rompió a llorar.

Rodolfo Sanchís pateaba el suelo con su característico andar violento, camino de la comisaria de Somosaguas. Había tenido que aparcar lejos por el tráfico y eso le cabreaba. Aquella mañana la calle estaba tan sucia como siempre, si no más debido a la huelga de basureros. En el arcén, se cruzó con varios gatos sarnosos que rebuscaban entre los desperdicios y un mendigo cubierto con cartones y la mano extendida en una eterna súplica, a pesar de estar durmiendo.
- ¡Qué puta vergüenza!- esputó, reprimiendo el impulso de pisarle el brazo.
  Cuando llegó a su puesto de trabajo, el inspector dejó las llaves y la pistola en la bandeja y pasó por el detector de metales antes de recoger sus pertenencias al otro lado. Luego, recorrió la comisaría sin saludar a nadie, como era habitual. Varios compañeros cruzaron la vista con él, dedicándole leves aspavientos de cabeza o, simplemente, desviando la mirada. Lo cierto era que a Sanchís no se le daban demasiado bien las relaciones sociales. Vivía solo en un pequeño apartamento a dos calles del centro, nada ostentoso, pero cómodo. Su sueldo le daba sobradamente para más, pero tampoco tenía ninguna necesidad de algo mejor, ni amigos, ni pareja, ni parientes con los que se llevara bien. Cuando muriera, sería el cadáver con mayores ahorros del cementerio, como se repetía a sí mismo.
- Eso, por supuesto, si no decido antes quemarlo todo o fundírmelo en putas- añadía para sus adentros.
  Rodolfo atravesó la oficina, los despachos y llegó a la sala de interrogatorios. Allí, una chica de unos treinta años, bastante atractiva aún con el uniforme y la melena negra recogida en un moño le esperaba.
- Inspector Sanchís- saludó la mujer secamente.
- Lucía- respondió el hombre- . Qué polvazo te metía.
- Está dentro. No dice nada con sentido, pero a mí me huele a un hijo de puta más.
  La mujer tendió un informe al inspector. Este lo recogió y lo repasó de un vistazo rápido.
- Matar a sus tres hijos a ostias con una estatuilla. A mí no me parece un hijo de puta más. Este es el “gran hijo de puta del mes”.
- Los informes del psicólogo no reflejan ninguna enfermedad mental. Vivía solo en su finca tras haberse separado de su mujer y con una sentencia de malos tratos aún por resolverse. Es cazador, por si fuera poco… gentuza. Mantienen a sus perros hacinados hasta que dejan de serles útiles, ¿sabe? Una protectora va a hacerse cargo de ellos.
  Sanchís repasó a su compañera con la mirada. En lo que a él respectaba, los animales le importaban un carajo. Nunca había tenido mascotas, y justo al lado de su casa había una casa de acogida de perros que nunca visitaba. Los vecinos habían interpuesto hace poco una denuncia para que la insonorizaran o la cerrarán, y a él los ladridos de aquellos chuchos le molestaban lo suficiente como para firmar el primero. Lo que le llamó la atención fue la implicación emocional de Lucía.
- Un tipo con pasta- se limitó a decir-. Al fin y al cabo, sólo eres una mujer.
  Lucía asintió.
- Bien, voy a ver a ese cabroncete. En cuanto suelte su mierda le empapelo.
  El inspector entró en la austera habitación, con únicamente una mesa gris y dos sillas, una de ellas ya ocupada. El acusado era un hombre canoso de unos 50 años, de piel morena y arrugada. Medía casi dos palmos menos que Sanchís, quien además era bastante más corpulento, por lo que no vio necesario ponerle las esposas. El policía se sentó junto a la cámara que grababa directamente el rostro del hombre (los espejos falsos eran cosas americanas), de mirada sombría y cabizbajo, en un gesto que casi daba pena.
- Buenos días señor López. Soy el inspector Sanchís.
  El hombre no dijo nada. En su lugar, mantuvo su actitud defensiva.
- No soy un tío que se ande con rodeos, así que lo diré directamente: tenemos los cadáveres y un saco de pruebas incriminatorias hacia usted. Me va a contar lo que pasó, porque es lo menos malo que le puede pasar hoy.
  Por fin, el hombre reaccionó, devolviéndole una mirada acuosa y llena de legañas.
- No sé qué pasó. Me volví como loco.
- El psicólogo le ha examinado. No miente tan bien como para hacernos creer eso. 
  De nuevo, López decidió guardar silencio mientras se miraba los nudillos, dubitativo, hasta que volvió a hablar.
- Si se lo cuento, no va a creerme.
- Depende. Si me dice que se los cargó para hacer daño a su exmujer, tenga claro que le creeré y que esto se solucionará lo antes posible.
- ¡No fue así! Amaba a mis hijos. Nunca les haría daño…
- ¿Ve? Eso sí que no me lo creo.
  De nuevo, el silencio. Sanchís conocía perfectamente cómo funcionaba la mente de un maltratador porque muchas veces se había metido en ella. Sólo tendría que picarle un poco más, aflojarle las tuercas antes de que súbitamente estallara y tuviera la confesión que le permitiera irse a casa a ver su serie favorita, no una de esas mierdas de detectives que ponían hoy en día.
- ¿Sabe qué? Yo le entiendo. Joder, usted y yo estamos jodidos. Esos jueces sin huevos de hoy le dan la custodia a la tía siempre, por muy zorra que haya sido…
- Los humanos nos creemos muy fuertes y seguros aquí, donde estamos. Por eso hemos olvidado.
  Por primera vez en años, Sanchís se sorprendió. Aquella no era la respuesta que esperaba, desde luego. Con frialdad, el inspector se recompuso rápidamente sin apenas dar muestra de su asombro.
- ¿El qué hemos olvidado?
- Que no somos distintos de hormigas en mitad de una tormenta, resistiendo hasta que nos arrastra el agua o hasta que algo más grande que nosotros nos aplasta.
- ¿Y por eso aplastó la cabeza de sus hijos?
  El señor López le dedicó una mirada llena de congoja, no correspondida con su sonrisa trémula y desesperada.
- Usted parece una buena persona.
- Pues no lo soy.
- Lo sé. Pero lo parece. Igual que yo. Tal vez por esa razón pueda entenderme. Vaya al Oeste de mi finca, a uno 200 o 300 metros más o menos hasta un olivo con las ramas caídas. Entonces, le contaré todo.
  Sanchís analizó detenidamente al hombre. Estaba con el agua al cuello, vacilarle no le serviría de nada. Además, el inspector siempre se había jactado de su merecida fama en saber juzgar a las personas, tal vez su único don, y su intuición le decía que aquel pobre diablo no le estaba mintiendo. Ahora, lo único que debía averiguar era si de verdad le importaba tanto conocer lo que aquel hombre le quería contar como para darse un paseo tan largo.
- De acuerdo. Voy a jugar. Cuando llegue, quiero que me escriba una confesión con toda su vida si hace falta. 
  El señor López asintió.

Sanchís llegó a la finca en diez minutos. El cordón amarillo que rodeaba el lugar le trajo recuerdos de sus tiempos advenedizos, cuando su trabajo era de campo. Hacía tiempo que había cambiado estar a pie de calle por una labor más ligada a las oficinas, si acaso con algún interrogatorio de por medio, y a veces echaba de menos la adrenalina de la escena del crimen.
  Las flagrantes pruebas en contra de López habían hecho que los equipos forenses tardaran muy poco en analizar la finca, por lo que ya todo el mundo se había ido a sus casas. El hombre trató de buscar el Oeste por el sol (sale por el Este, se oculta por el Oeste, ¿no?) y caminó en esa dirección. Para su decepción, el campo estaba lleno de olivos.
- Hijo de puta…
  Sorprendentemente, el inspector creyó encontrar su árbol en poco tiempo. Aquel olivo tenía las ramas caídas como le había dicho, y más significativo todavía, un cartel colgado con sogas.
-“LO SIENTO, LINDA”- rezaba.
  Fijándose mejor en el paisaje, el inspector vio que la tierra a sus pies había sido removida recientemente, formando varios montículos. El hombre ni siquiera recapacitó antes de ponerse a escarbar. El barro humedecía sus manos mientras la porquería se acumulaba debajo de sus uñas, pero no le importó lo más mínimo. La curiosidad se había adueñado de él por completo. Ya se imaginaba a sí mismo en los periódicos y la tele, destapando algo gordo, alguna droga secreta que el cabrón había tomado para ponerse cachondo que le había salido mal o el cadáver de más víctimas de lo que sería un asesino en serie.  
  En unas pocas paladas con las manos, lo que había permanecido oculto salió a la luz.
- Joder…
  Primero desenterró a la madre. Con el alambre aún entornado al cuello, hendiendo la piel muerta, el cadáver de una perra de raza galgo ya empezaba a acumular gusanos en los ojos. Siguió oradando los demás montículos, encontrando tres cachorros de galgo, todos ellos con la cabeza aplastada y esa expresión característica de ojos cerrados y boca entreabierta, reflejo de un dolor más humano del que muchos piensan que puede sentir un animal.
  Furioso, el inspector volvió a comisaría. Conduciendo a toda prisa, dejó el coche aparcado en doble fila, esta vez a las mismas puertas del edificio. Como una exhalación, volvió a entrar en la sala de interrogatorios en donde López le esperaba y cerró de un portazo.
- ¿Te cargaste a unos perros de mierda? ¿Me has hecho perder el tiempo para eso, capullo?
  López no respondió. En su lugar, se levantó súbitamente y al inspector se le erizaron los pelos de todo el cuerpo. La expresión del hombre había cambiado por completo. Tenía algo parecido a una sonrisa tensa en el rostro, excesivamente poblada de dientes, y sus ojos dejaban ver una sensible falta de humanidad. El cazador rodeó su propia muñeca izquierda con la boca y apretó.
- ¡Serás cabrón!
  Sanchís se abalanzó en toda su estatura sobre el hombre, pero este le apartó sorprendentemente fácil con un puñetazo que le impactó en la cara. Mareado y entre chispas luminosas, el inspector vio como, tras un tirón de cuello, una cantidad importante de piel y carne fue arrancada de la muñeca del detenido, que en seguida la escupió al suelo para volver a arremeter a dentelladas contra su propio miembro.
- Me cago en la puta… ¡AYUDA! ¡SOCORRO!- gritó Sanchís. Luego, sacó su Heckler & Koch reglamentaria y apuntó- ¡Estate quieto López!
  La sangre chorreaba por el brazo del hombre como si fuera su propia manga, empapaba su cara y encharcaba el suelo.
  Sanchís apuntó al hombro y disparó. La bala provocó una rozadura que quemó piel y carne, pero el hombre no se detuvo. Apenas pareció notar el disparo. Mantenía aquella expresión desencajada, furiosa, casi animal, mientras se destrozaba la muñeca a mordiscos. El reguero de sangre pareció suavizarse cuando las venas se le secaron.
- Joder para López, para… - De repente, una idea alocada cruzó la mente del inspector Sanchís. Era una posibilidad, era absurda, era imposible…- ¿Linda?
  Por primera vez desde que volviera a comisaría, los ojos del señor López se cruzaron con los de Sanchís, y el inspector casi pudo hallar reconocimiento en ellos.
  Alertados por el disparo, varios miembros de la policía irrumpieron en la sala.
- ¿Qué cojones…?- empezó Lucía.
- ¡Sujetadle! Y llamad a una ambulancia- ordenó Sanchís.
   Entre varios policías consiguieron reducir al señor López, pero ya era demasiado tarde. El hombre prácticamente había conseguido roer hasta el hueso de su propio antebrazo. Cuando los servicios sanitarios llegaron, no pudieron hacer otra cosa que llamar a los forenses para que metieran en una bolsa el frío y seco cadáver.
- ¿Por qué coño tardasteis tanto?- bufó el inspector Sanchís.
- La cámara se apagó de repente, no oímos ni vimos nada- contestó un miembro de la unidad técnica-. ¿Qué coño ha pasado?
  Sanchís ni siquiera escuchó la pregunta. Se dio cuenta de que aún tenía la pistola en la mano, agarrotada alrededor de la culata. El inspector guardó el arma y, sin mediar palabra, se marchó. Ya lo explicaría todo mañana.

- ¡Dios le bendiga!- exclamó el hombre, un chico bajito y con melena rubia destartalada.
- Sí, sí. Lo que sea por esos chuchos.
- Ahora no habrá porqué cerrar. De verdad, es usted un buen hombre.
- Créame que no.
  Sanchís salió del refugio para animales abandonados. Un sol primaveral le golpeó el rostro, así que tuvo que colocar su mano a modo de visera. Por primera vez en años, sonrió sinceramente, pero nunca supo si porque se sentía ridículo o bien consigo mismo. Acababa de donar gran parte de sus ahorros para que no cerraran aquel lugar que tanto detestaba.
- No quiero problemas, ¿vale?- dijo, a nadie en particular. Luego, volvió andando a casa.


FIN

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