El chasquido del metal contra el hueso tiñó sus
dedos de sangre. Dos golpes más, profundos y contundentes, y los llantos
cesaron. El hombre fue arrastrando los pies hasta su televisor, en dónde
depositó la figurita de acero barato, imitación de un premio Oscar, ahora
salpicada de rojo. Enseñando los dientes en una mueca que se asemejaba a una
sonrisa tanto como el falso premio al verdadero, se dejó caer en el sofá y
lamió los restos de sesos que habían quedado adheridos a la palma de su mano.
Luego, rompió a llorar.
Rodolfo Sanchís pateaba el suelo con su
característico andar violento, camino de la comisaria de Somosaguas. Había tenido que aparcar lejos por el tráfico y eso le cabreaba. Aquella
mañana la calle estaba tan sucia como siempre, si no más debido a la huelga de
basureros. En el arcén, se cruzó con varios gatos sarnosos que rebuscaban
entre los desperdicios y un mendigo cubierto con cartones y la mano extendida
en una eterna súplica, a pesar de estar durmiendo.
- ¡Qué puta vergüenza!- esputó, reprimiendo el
impulso de pisarle el brazo.
Cuando llegó
a su puesto de trabajo, el inspector dejó las llaves y la pistola en la bandeja
y pasó por el detector de metales antes de recoger sus pertenencias al otro
lado. Luego, recorrió la comisaría sin saludar a nadie, como era habitual.
Varios compañeros cruzaron la vista con él, dedicándole leves aspavientos de
cabeza o, simplemente, desviando la mirada. Lo cierto era que a Sanchís no se le daban demasiado bien las relaciones sociales. Vivía solo en un
pequeño apartamento a dos calles del centro, nada ostentoso, pero cómodo. Su
sueldo le daba sobradamente para más, pero tampoco tenía ninguna necesidad de
algo mejor, ni amigos, ni pareja, ni parientes con los que se llevara bien.
Cuando muriera, sería el cadáver con mayores ahorros del cementerio, como se
repetía a sí mismo.
- Eso, por
supuesto, si no decido antes quemarlo todo o fundírmelo en putas- añadía
para sus adentros.
Rodolfo
atravesó la oficina, los despachos y llegó a la sala de interrogatorios. Allí,
una chica de unos treinta años, bastante atractiva aún con el uniforme y la
melena negra recogida en un moño le esperaba.
- Inspector Sanchís- saludó la mujer secamente.
- Lucía- respondió el hombre- . Qué polvazo te metía.
- Está dentro. No dice nada con sentido, pero a mí
me huele a un hijo de puta más.
La mujer
tendió un informe al inspector. Este lo recogió y lo repasó de un vistazo
rápido.
- Matar a sus tres hijos a ostias con una
estatuilla. A mí no me parece un hijo de puta más. Este es el “gran hijo de
puta del mes”.
- Los informes del psicólogo no reflejan ninguna
enfermedad mental. Vivía solo en su finca tras haberse separado de su mujer y
con una sentencia de malos tratos aún por resolverse. Es cazador, por si fuera
poco… gentuza. Mantienen a sus perros hacinados hasta que dejan de serles
útiles, ¿sabe? Una protectora va a hacerse cargo de ellos.
Sanchís
repasó a su compañera con la mirada. En lo que a él respectaba, los animales le
importaban un carajo. Nunca había tenido mascotas, y justo al lado de su casa
había una casa de acogida de perros que nunca visitaba. Los vecinos habían
interpuesto hace poco una denuncia para que la insonorizaran o la cerrarán, y a
él los ladridos de aquellos chuchos le molestaban lo suficiente como para
firmar el primero. Lo que le llamó la atención fue la implicación emocional de
Lucía.
- Un tipo con pasta- se limitó a decir-. Al fin y al cabo, sólo eres una mujer.
Lucía
asintió.
- Bien, voy a ver a ese cabroncete. En cuanto suelte
su mierda le empapelo.
El inspector
entró en la austera habitación, con únicamente una mesa gris y dos sillas, una
de ellas ya ocupada. El acusado era un hombre canoso de unos 50 años, de piel morena y
arrugada. Medía casi dos palmos menos que Sanchís, quien además era
bastante más corpulento, por lo que no vio necesario ponerle las esposas. El
policía se sentó junto a la cámara que grababa directamente el rostro del
hombre (los espejos falsos eran cosas americanas), de mirada sombría y
cabizbajo, en un gesto que casi daba pena.
- Buenos días señor López. Soy el inspector
Sanchís.
El hombre no
dijo nada. En su lugar, mantuvo su actitud defensiva.
- No soy un tío que se ande con rodeos, así que
lo diré directamente: tenemos los cadáveres y un saco de pruebas incriminatorias
hacia usted. Me va a contar lo que pasó, porque es lo menos malo que le puede
pasar hoy.
Por fin, el
hombre reaccionó, devolviéndole una mirada acuosa y llena de legañas.
- No sé qué pasó. Me volví como loco.
- El psicólogo le ha examinado. No miente tan bien
como para hacernos creer eso.
De nuevo,
López decidió guardar silencio mientras se miraba los nudillos, dubitativo,
hasta que volvió a hablar.
- Si se lo cuento, no va a creerme.
- Depende. Si me dice que se los cargó para hacer
daño a su exmujer, tenga claro que le creeré y que esto se solucionará lo antes
posible.
- ¡No fue así! Amaba a mis hijos. Nunca les haría
daño…
- ¿Ve? Eso sí que no me lo creo.
De nuevo, el
silencio. Sanchís conocía perfectamente cómo funcionaba la mente de un
maltratador porque muchas veces se había metido en ella. Sólo tendría que
picarle un poco más, aflojarle las tuercas antes de que súbitamente estallara y
tuviera la confesión que le permitiera irse a casa a ver su serie favorita, no
una de esas mierdas de detectives que ponían hoy en día.
- ¿Sabe qué? Yo le entiendo. Joder, usted y yo
estamos jodidos. Esos jueces sin huevos de hoy le dan la custodia a la tía
siempre, por muy zorra que haya sido…
- Los humanos nos creemos muy fuertes y seguros
aquí, donde estamos. Por eso hemos olvidado.
Por primera
vez en años, Sanchís se sorprendió. Aquella no era la respuesta que esperaba,
desde luego. Con frialdad, el inspector se recompuso rápidamente sin apenas dar
muestra de su asombro.
- ¿El qué hemos olvidado?
- Que no somos distintos de hormigas en mitad de una
tormenta, resistiendo hasta que nos arrastra el agua o hasta que algo más
grande que nosotros nos aplasta.
- ¿Y por eso aplastó la cabeza de sus hijos?
El señor
López le dedicó una mirada llena de congoja, no correspondida con su sonrisa
trémula y desesperada.
- Usted parece una buena persona.
- Pues no lo soy.
- Lo sé. Pero lo parece. Igual que yo. Tal vez por
esa razón pueda entenderme. Vaya al Oeste de mi finca, a uno 200 o 300 metros
más o menos hasta un olivo con las ramas caídas. Entonces, le contaré todo.
Sanchís
analizó detenidamente al hombre. Estaba con el agua al cuello, vacilarle no le
serviría de nada. Además, el inspector siempre se había jactado de su merecida
fama en saber juzgar a las personas, tal vez su único don, y su intuición le
decía que aquel pobre diablo no le estaba mintiendo. Ahora, lo único que debía
averiguar era si de verdad le importaba tanto conocer lo que aquel hombre le
quería contar como para darse un paseo tan largo.
- De acuerdo. Voy a jugar. Cuando llegue, quiero que
me escriba una confesión con toda su vida si hace falta.
El señor
López asintió.
Sanchís llegó a la finca en diez minutos. El cordón
amarillo que rodeaba el lugar le trajo recuerdos de sus tiempos advenedizos,
cuando su trabajo era de campo. Hacía tiempo que había cambiado estar a pie de
calle por una labor más ligada a las oficinas, si acaso con algún
interrogatorio de por medio, y a veces echaba de menos la adrenalina de la
escena del crimen.
Las
flagrantes pruebas en contra de López habían hecho que los equipos forenses
tardaran muy poco en analizar la finca, por lo que ya todo el mundo se había
ido a sus casas. El hombre trató de buscar el Oeste por el sol (sale por el
Este, se oculta por el Oeste, ¿no?) y caminó en esa dirección. Para su
decepción, el campo estaba lleno de olivos.
- Hijo de puta…
Sorprendentemente, el inspector creyó encontrar su árbol en poco tiempo.
Aquel olivo tenía las ramas caídas como le había dicho, y más significativo
todavía, un cartel colgado con sogas.
-“LO
SIENTO, LINDA”- rezaba.
Fijándose
mejor en el paisaje, el inspector vio que la tierra a sus pies había sido
removida recientemente, formando varios montículos. El hombre ni siquiera recapacitó antes de ponerse a escarbar. El barro humedecía sus manos mientras
la porquería se acumulaba debajo de sus uñas, pero no le importó lo más mínimo.
La curiosidad se había adueñado de él por completo. Ya se imaginaba a sí mismo
en los periódicos y la tele, destapando algo gordo, alguna droga secreta que el
cabrón había tomado para ponerse cachondo que le había salido mal o el cadáver
de más víctimas de lo que sería un asesino en serie.
En unas
pocas paladas con las manos, lo que había permanecido oculto salió a la luz.
- Joder…
Primero
desenterró a la madre. Con el alambre aún entornado al cuello, hendiendo la
piel muerta, el cadáver de una perra de raza galgo ya empezaba a acumular gusanos
en los ojos. Siguió oradando los demás montículos, encontrando tres
cachorros de galgo, todos ellos con la cabeza aplastada y esa expresión
característica de ojos cerrados y boca entreabierta, reflejo de un dolor más
humano del que muchos piensan que puede sentir un animal.
Furioso, el
inspector volvió a comisaría. Conduciendo a toda prisa, dejó el coche aparcado
en doble fila, esta vez a las mismas puertas del edificio. Como una exhalación,
volvió a entrar en la sala de interrogatorios en donde López le esperaba y
cerró de un portazo.
- ¿Te cargaste a unos perros de mierda? ¿Me has
hecho perder el tiempo para eso, capullo?
López no
respondió. En su lugar, se levantó súbitamente y al inspector se le erizaron los pelos de todo el cuerpo. La expresión
del hombre había cambiado por completo. Tenía algo parecido a una sonrisa tensa
en el rostro, excesivamente poblada de dientes, y sus ojos dejaban ver una
sensible falta de humanidad. El cazador rodeó su propia muñeca izquierda con la
boca y apretó.
- ¡Serás cabrón!
Sanchís se
abalanzó en toda su estatura sobre el hombre, pero este le apartó
sorprendentemente fácil con un puñetazo que le impactó en la cara. Mareado y
entre chispas luminosas, el inspector vio como, tras un tirón de cuello, una
cantidad importante de piel y carne fue arrancada de la muñeca del detenido, que
en seguida la escupió al suelo para volver a arremeter a dentelladas contra su
propio miembro.
- Me cago en la puta… ¡AYUDA! ¡SOCORRO!- gritó
Sanchís. Luego, sacó su Heckler & Koch reglamentaria y apuntó- ¡Estate
quieto López!
La sangre
chorreaba por el brazo del hombre como si fuera su propia manga, empapaba su
cara y encharcaba el suelo.
Sanchís
apuntó al hombro y disparó. La bala provocó una rozadura que quemó piel y
carne, pero el hombre no se detuvo. Apenas pareció notar el disparo. Mantenía
aquella expresión desencajada, furiosa, casi animal, mientras se destrozaba la
muñeca a mordiscos. El reguero de sangre pareció suavizarse cuando las venas se le secaron.
- Joder para López, para… - De repente, una idea
alocada cruzó la mente del inspector Sanchís. Era una posibilidad, era absurda,
era imposible…- ¿Linda?
Por primera
vez desde que volviera a comisaría, los ojos del señor López se cruzaron con
los de Sanchís, y el inspector casi pudo hallar reconocimiento en ellos.
Alertados
por el disparo, varios miembros de la policía irrumpieron en la sala.
- ¿Qué cojones…?- empezó Lucía.
- ¡Sujetadle! Y llamad a una ambulancia- ordenó
Sanchís.
Entre varios policías consiguieron reducir al
señor López, pero ya era demasiado tarde. El hombre prácticamente había
conseguido roer hasta el hueso de su propio antebrazo. Cuando los servicios
sanitarios llegaron, no pudieron hacer otra cosa que llamar a los forenses para
que metieran en una bolsa el frío y seco cadáver.
- ¿Por qué coño tardasteis tanto?- bufó el inspector
Sanchís.
- La cámara se apagó de repente, no oímos ni vimos
nada- contestó un miembro de la unidad técnica-. ¿Qué coño ha pasado?
Sanchís ni
siquiera escuchó la pregunta. Se dio cuenta de que aún tenía la pistola en la
mano, agarrotada alrededor de la culata. El inspector guardó el arma y, sin
mediar palabra, se marchó. Ya lo explicaría todo mañana.
- ¡Dios le bendiga!- exclamó el hombre, un chico
bajito y con melena rubia destartalada.
- Sí, sí. Lo que sea por esos chuchos.
- Ahora no habrá porqué cerrar. De verdad, es usted
un buen hombre.
- Créame que no.
Sanchís
salió del refugio para animales abandonados. Un sol primaveral le golpeó el
rostro, así que tuvo que colocar su mano a modo de visera. Por primera vez en
años, sonrió sinceramente, pero nunca supo si porque se sentía ridículo o bien
consigo mismo. Acababa de donar gran parte de sus ahorros para que no cerraran
aquel lugar que tanto detestaba.
- No quiero problemas, ¿vale?- dijo, a nadie en
particular. Luego, volvió andando a casa.
FIN
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