Cuando Saeta nació, su abuelo le regaló un estuche de
colores.
- Para que pintes la realidad como quieras, para que tu
mundo nunca sea gris- le susurró el anciano a la cuna, palabras que el chico
nunca recordaría.
Diez años después,
Saeta aún continuaba con aquella colección de colores intacta, la cual parecía
aguantar mágicamente el desgaste del tiempo y el uso sin apenas dar muestras
de haber sido estrenada. Su abuelo había muerto hacía tres años, pero para el
chico era como si estuviera junto a él cada vez que dibujaba, con su mirada
serena, sus cejas blancas distendidas en una mueca de calma y sus labios
tensados en trémula sonrisa. Por eso pintaba a menudo, por eso dejaba volar
su imaginación, materializada y atrapada con sus dedos en lienzos que se
volvían realidad y le transportaban a lugares que sólo él podía alcanzar.
Aquel día, Saeta ya había dibujado en su
cuaderno el enorme azul estrellado, la nave blanca y la escafandra para
construirse un traje de astronauta. El chico se lo encajó perfectamente, pues
estaba hecho a su justa talla y, de repente, notó cómo la gravedad se rendía,
sus pies se despegaban de la tierra y su cuerpo se mecía libre en la inmensidad
del espacio. Durante un tiempo, viajó a los confines de la galaxia,
exploró planetas de los que nadie había oído hablar nunca y saludó a sus
extrañas criaturas, e incluso se acercó lo más que pudo al sol hasta que el
calor le hizo sudar dentro del traje y volvió a su nave a tomarse un helado.
- ¿Qué haces?- oyó
aquella sinuosa y sibilante voz.
Saeta cayó al suelo.
Sabía bien de dónde procedía el sonido.
- Explorar el espacio. Soy un astronauta- le dijo a los
faldones de su colcha que ocultaban el espacio de debajo de su cama.
De repente, como una
araña que nota tensión en alguna parte de su tela, una figura salió de entre las
sombras. Su cuerpo era completamente negro, tenía un torso humanoide y siete
piernas como extremidades; su rostro era una mascarada negra, completamente
lisa a excepción de unos ojos amarillos maliciosos. El chico le había bautizado
como Eso.
- ¿Puedo mirar? Sabes
que me gusta observarte.- A Saeta siempre le había asombrado como aquel ser
era capaz de hablar sin que le viera la boca, pero supuso que habría de tener
una.
- ¡Claro! Puedes ser mi segundo de abordo- dijo el chico.
- Gracias, pero
prefiero mirar sólo.
Saeta pilotó su nave
espacial hasta la hora de la cena, siempre observado por Eso, que le contemplaba sin expresar ninguna emoción. El chico se
despidió de la criatura y fue al comedor. Cuando volvió a su cuarto, Eso había desaparecido como
siempre hacía. El niño guardó su preciado estuche y se fue a dormir.
La tarde siguiente,
Saeta volvió del colegio como siempre. Casi sin cruzar palabra con su madre, siempre
ensimismado, fue corriendo a su cuarto, abrió el cajón donde guardaba las
pinturas y las liberó sobre la cama. Esta vez, una mueca de extrañeza atravesó
su rostro.
- Qué raro…
- Hola…- saludó Eso, saliendo de debajo de su cama-. ¿Sucede algo?
- Hola. Sí, algo raro. No puedo ser astronauta: la pintura
azul ha desaparecido, no tengo con qué pintar el cielo- respondió Saeta
entristecido.
- Bueno amigo, no le
des más vueltas, no pasa nada. Sólo es una opción entre varias, ¡todavía te
quedan un montón de pinturas!
- Tienes razón.
Aquella tarde, el
niño fue bombero. Montado en su reluciente camión, rescató varios gatos de los
árboles, salvó a sus amigos de edificios incendiados y combatió las llamas que
amenazaban con comerse bosques enteros.
-Ha sido emocionante…
¡realmente emocionante!- dijo Eso antes de volver a su escondrijo.
Al día siguiente,
cuando Saeta regresó de clase y sacó las pinturas, de nuevo le
acometió la duda.
- No puede ser…
- Hola- se
presentó otra vez Eso-. ¿Qué te ocurre niño?
- Hola. Hoy no encuentro el color rojo. Sin él no podré
pintar el camión de bomberos. ¿Sabes algo de eso?
- ¿Yo? Para nada.- La
figura reaccionó de manera descaradamente exagerada-. Sólo soy tu amigo y quiero ayudar. Todavía te quedan otros colores que
puedes utilizar, ¿no es así?
- Tienes razón.
Aquella tarde, Saeta
fue un granjero que vivía apartado del resto del mundo cultivando frutas y
verduras, cuidando agradecidos animales y disfrutando al aire libre de la
naturaleza.
Pero, para desgracia de
Saeta, la situación continuó empeorando. Día tras día, cada vez que llegaba de
clase, su estuche de colores mágico iba perdiendo pinturas. Verde, naranja,
morado, amarillo, rosa… las posibilidades de dibujar se le iban agotando al chico.
Probó a llevarlo siempre consigo pero, de manera misteriosa, los grafitos
seguían desapareciendo hasta que, finalmente, al chico sólo le quedaron dos opciones.
Saeta contemplaba el
color marrón entre sus dedos. Desde siempre, aquel había sido uno de sus menos
favoritos.
- Hola…
Eso volvió a salir de su escondrijo.
- Hoy no estoy de humor. Aún no sé qué puedo dibujar sólo
con esto. Lo siento.
- Lo sé… jajajá…
La risotada estalló
por toda la habitación descarada, triunfal, nacida de lo más profundo de aquel
ser oscuro. Por primera vez, Saeta vio la boca de Eso, desproporcionadamente grande, roja y con unos dientes afilados
como cuchillas y llenos de ávida saliva.
- ¿Por qué te estás riendo?
- ¿”Por qué” dices,
muchacho? Porque todo está saliendo bien. Todo está saliendo como DEBE ser.
De repente, una lengua
rosada y bífida salió de las fauces del monstruo, se enroscó en torno al color
y tiró de él hasta arrancarlo de las manos de su propietario. Con un sonido
húmedo de deglución, Eso devoró la pintura.
- ¿Qué haces? Sin colores no puedo hacer nada- se quejó el
niño mientras el ser se relamía.
- Aún te queda uno- dijo Eso, con una voz muy
distinta a la que había tenido hasta el momento, mucho más grave, solemne y
pesada como una lápida.
Saeta miró en el
estuche. Al fondo se había quedado la pintura más anodina de todas, aquella que
casi nunca usaba: el frío gris.
- Utilízalo- ordenó Eso.
El antiguo niño, que
ya se había convertido en hombre, se rindió y obedeció. Con aquel color como su
única posibilidad, dibujó una mesa gris llena de documentos y papeles que
estuvo todo el día ordenando; al día siguiente hizo un almacén, donde se
dedicó a cargar y descargar cajas; otro día, un traje austero con una corbata
constrictora, convirtiéndose en oficinista. Desde entonces, cada día, Saeta
apagaba el despertador a las 5 de la mañana, se aseaba y vestía e iba a su
trabajo arrastrando los pies, como cada una de las demás personas grises de su
alrededor. Durante varios años desde aquel momento, los cuales parecieron
siglos, todos los días fueron iguales: cumplía sus obligaciones sólo por lo que
ese nombre significaba, ganaba un sueldo para poder vivir con comodidad, volvía
a su casa y descansaba hasta que el día siguiente empezara de nuevo.
Mientras tanto, Eso estaba casi desaparecido. A veces oía su risa
cruel cuando volvía a casa agotado y se tumbaba, pero por lo general había
dejado de hablar con él. Y, mientras tanto, el hombrecillo se sentía más
hastiado, triste y, en cierto sentido, débil.
- Ahora gano dinero pero, ¿de qué me sirve? Yo lo que quiero
es color en mi vida…
Un día, después de
llegar a su casa tras una dura jornada, Saeta se sintió especialmente nostálgico
y sacó el estuche de colores, ahora inútil, que tanto tiempo llevaba olvidado.
Una vez con él, cogió la pintura gris y jugueteó con ella entre los dedos. Era
triste y sosa, casi como un lapicero vulgar, y con su tosca punta apenas se
podían hacer burdos trazos. Añoró los tiempos pasados en los que cualquier color
que pudiera imaginar estaba en sus manos, cuando sus sueños podían correr
desbocados sobre el papel… momentos perdidos para siempre.
Justo cuando Saeta
iba a guardar la pintura de nuevo, se fijó en que había algo dentro del
estuche, algo que siempre había estado ahí, pero que nunca había visto, quizás
por estar escondido con el antiguo montón de colores. Con cuidado, el hombre
cortó dos bordes del cartón y lo desplegó. Palabras con la solemnidad del
pasado se descubrieron ante sus ojos, dibujadas con el mismo color que ahora
sujetaba en la mano.
“Querido Saeta, te regalo este estuche de colores para que pintes la
realidad como quieras, para que tu mundo nunca sea gris. Úsalos libremente y
sin miedo, pues en cada uno de ellos dejo presente mi cariño y la potencialidad
de que seas lo que desees”.
Saeta repasó la carta varias veces. Sin duda, la letra debía ser de su
difunto abuelo.
- Es muy bonito eso que dices
pero… ¡no tiene sentido!- se quejó amargamente a nadie en particular-.
Dices que no quieres que mi mundo sea gris, pero al mismo tiempo es la única
pintura que me queda, ¿qué podría hacer sólo con eso? Nada tiene sentido… esto
sólo son palabras escritas… en un cartón viejo… Espera, ¡eso es!
Saeta corrió a coger su cuaderno, lo abrió en la cama por una hoja en blanco y se puso manos
a la obra. Inmediatamente, como alertado por un peligro inminente, Eso salió arrastrándose pesadamente de
su escondrijo.
- ¿Qué haces, viejo? ¿Todavía no te has dado cuenta de que es inútil?
Mejor ocupa tus ratos libres en descansar y mentalizarte de cómo hacer más
dinero.
- Silencio. No
volveré a obedecerte, a partir de ahora voy a hacer lo que quiera. Por fin lo he entendido, aunque me haya costado tanto tiempo. Me quitaste
todos los colores menos uno para que me rindiera a la ironía, para que mi
desesperación me hiciera aferrarme al único, al que, según tus cálculos, era el
que menos me podía servir y más me anclaría al mundo que quieres que me devore
por completo. Pero cometiste un error, pues el color que me has dejado tiene
tanto poder como cualquier otro, si no más.
- Jajá, me río de tu ingenuidad, ¿me lo
dices en serio o te burlas de mí con faroles? Da igual los colores que tengas,
no servirán de nada, y mucho menos ese patético gris insulso. ¿La vida no te ha
demostrado ya que dibujar es una pérdida de tiempo? Qué tonto…
- Te equivocas. Crear algo nuevo es muy poderoso y vas a
verlo ahora mismo. Además: yo no estoy dibujando.
Saeta le mostró la
hoja sobre la que había estado trabajando a Eso.
El monstruo leyó las líneas con sus impasibles ojos.
“Descubrió entonces Saeta
que había tenido el poder todo el tiempo, la potestad de convertir el mundo a
su antojo aún sin colores, sólo con palabras, a la espera de una voluntad
nacida de la conciencia para hacerlo. Cuando le mostró a Eso sus progresos, el ser oscuro se dio cuenta de
que no tenía nada que hacer y se deshizo al momento”.
El semblante de Eso cambió al momento. Sus ojos, hasta
ahora afilados, se dilataron en una mueca de espanto que pudo adivinarse a
pesar de la total ausencia de otros rasgos. Como hielo al sol, el monstruo se
derritió entre chillidos rápidamente, hasta quedar reducido a un charco negro
en el suelo.
Desde entonces, la
vida de Saeta cambió por completo. Podría seguir trabajando en un sitio que no
le gustara, levantándose a horas demasiado tempranas para su gusto o haciendo
cosas que aborrecía porque, al final, siempre tendría la posibilidad de transportarse a
cualquier sitio que su imaginación le permitiera y, en cierto sentido, vivir
cualquier realidad que quisiera. Sólo con un lapicero.
Cuando crecemos, podemos ir perdiendo pinturas, pero hay
algo que nunca desaparece: nuestra capacidad innata para poder ensoñar y crear
cosas nuevas de la nada.
FIN
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