martes, 30 de junio de 2015

Diario de un Toro Bravo

El sol veraniego acaricia mi piel. El verdor del dulce prado, cálido y familiar, me abraza y me arropa. Mis compañeros y hermanos también están junto a mí. Pastamos, corremos juntos y jugamos, no hay nada de lo que preocuparse, nada que temer. Me siento tan feliz que sé que nada malo lo puede arruinar.

Mi padre me ha llevado a los establos. No es exactamente mi padre, pero así me gusta llamarle. Le agrada acariciarme, hablarme, contarme cosas. Es un buen hombre, siempre con sus vaqueros gastados, su camisa de cuadros y su sonrisa afable. Me trata con cariño y me cuida. Sin duda, un buen hombre.
  -Has crecido mucho Bribón. Hay que ver, qué deprisa pasa el tiempo. En nada estarás preparado para lo que eres, como los otros antes que tú.
  No sé de lo que habla. Tal vez esa sea la razón por la que mis hermanos desaparecen de vez en cuando. Antes éramos unos, ahora otros. Con gesto inquisitivo, agacho la testa, suplicando saber más.
  -Dentro de poco te enfrentarás a tu destino. La lucha, el espectáculo entre la supervivencia de dos seres quienes, en igualdad de condiciones, se enfrentan demostrando su valor, haciendo brotar el arte de la vida y la muerte. Si lo haces bien, es posible que te indulten.
  ¿”Indulten”? ¿De qué? No he hecho nada malo que sepa. Yo sólo disfruto de lo que hay a mi alrededor, que tan feliz me hace. Soy inocente, el ser más inocente de todos… pero en fin, lo de la lucha no suena tan mal. Es posible que sea como cuando juego con mis hermanos.
  -Hazme sentir orgulloso -acaba él, con lágrimas en los ojos. Yo lamo sus manos, cariñoso.

No sé qué está pasando. Nos han metido en un camión un poco estrecho, a mí y a otros como yo. El espacio es reducido, tengo que tener cuidado para no herir a nadie con mis cuernos. De repente, todo se mueve. Estamos en marcha. Nos bamboleamos, nos movemos inexactos en el vehículo. Por las miradas de mis hermanos, sé que todos están tan confusos como yo.
  Tras varios minutos, nos dejan salir y nos llevan a un recinto algo mayor que el camión. No me gusta cómo huele la arena del suelo. Hay algo malo en ella, pero no sé el qué. A pesar de todo, agradezco el aire libre del exterior. ¿Dónde estamos? Oímos gritos, voceríos, una manada de humanos como nunca antes he sentido nunca. Están cerca, pero no puedo verles. Mis amigos dan vueltas, inquietos, chocan contra las paredes tanteando el terreno. Ninguno sabemos qué va a pasar, por lo que es normal que estén nerviosos. Yo soy más tranquilo. Me sentaré a esperar.

Han pasado varias horas desde que llegamos. Da la sombra así que, a pesar del calor, se está bien. Cada vez quedamos menos. Uno a uno, mis hermanos son sacados del recinto, guiados con palos con punta. La verdad, podrían usar otros métodos. Están algo nerviosos, pero no creo que sea para tanto. Con cada uno que se va, el público estalla en gritos y proclamas. Oigo una palabra constantemente. Se repite mucho, pero no sé qué significa. ¿Algo como “olé”? No estoy seguro. En cualquier caso, tras un tiempo se acaba el ruido, o se vuelve más bajo, pero mis hermanos no regresan. Probablemente después vayan a casa. Sigue sin gustarme la arena, ni el ruido, ni el olor salado que no logro distinguir. Ahora sí que estoy nervioso y tengo un poco de miedo. Esperemos acabar cuanto antes y volver con ellos.
  Las puertas se abren. Uno de los hombres que guían me señala sin mostrar apenas emociones. Es mi turno. Dócilmente, manso como soy, obedezco. Van a conseguir lo que quieren, ¿por qué resistirse? Justo cuando voy a pasar por la puerta, noto el primer pinchazo en el lomo. Me vuelvo con mis quejas al hombre que me ha atacado. Está seguro en las alturas, sin que pueda hacerle nada. ¿Por qué ha hecho eso?
  Desde otra parte, noto un golpe en el costado. Trato de volverme, buscando la nueva fuente, cuando sufro un nuevo pinchazo. ¡Parad!
- ¡Hia! ¡Hia!- me grita alguien. Tampoco sé qué significa.
  Pinchazos y costalazos no paran. Tengo que salir de aquí. Tomo la puerta y corro hacia delante. El pasillo es estrecho y oscuro, pero se ve la luz del final. Voy hacia ella con decisión, escapando de quienes me hacen daño. Pero tampoco creo que me guste el sitio al que voy a ir. El ruido allí es mayor. La luz me ciega cuando abandono el corredor. El grito ensordecedor de mil gargantas humanas me recibe. Tiemblo de pánico.  
  Mis ojos tardan un tiempo en acostumbrarse. Estoy en una plaza circular, rodeado de más gente en las alturas. No estoy solo, pero eso tampoco me gusta. Hay dos jinetes, y los caballos están cubiertos de algo que brilla. Por los laterales, vislumbro a otros dos hombres con algo de un color muy llamativo y largo en cada mano. La muchedumbre grita eufórica, contenta pero, ¿por qué? No me gusta estar aquí. El sol me golpea duramente, el ruido me pone nervioso y esta arena es aún más molesta que la otra. Huele peor, más salada. Fijándome bien, veo manchas rojas en el suelo. ¿Qué son esas manchas? Me voy de aquí. Prefiero enfrentarme a los palos y a los pinchos que a esto. Me doy la vuelta, pero la puerta por la que he entrado no está. Tendré que buscar otra salida.
  Entre gritos y observado por un sinfín de ojos, doy una vuelta en busca de la salida. El recinto está cerrado, es un círculo hermético. No hay escapatoria. ¿Qué hago?
  Uno de los jinetes se acerca a mí sin ocultarse. Ahora que me fijo, él también lleva un palo en las manos. Le miro con incertidumbre, ¿qué va a hacer? Sin mediar palabra, clava el extremo en mi espalda. ¡Au! ¿Por qué hace eso? El hombre retuerce la lanza y yo noto las primeras gotas de sangre resbalando por mi cuerpo. ¡Para! Embisto. No sé qué otra cosa hacer para que pare. Mi cabeza choca contra la cosa dorada del caballo, que recibe el impacto estoico. No quiero darte a ti, compañero, ¡quiero que el dolor pare! Pero no lo hace. La punta cada vez entra más en mi piel, retorciéndose y haciéndome más daño. Gimo de dolor. Es inútil. Pero no tengo otra cosa que hacer. Tras varios empujones y gritos más, el jinete finalmente se da por vencido y se va. Por primera vez pienso en las palabras de mi padre. ¿Será esto a lo que se refería con la lucha? Entonces tengo que ganar para salir de aquí y volver por fin con los míos, a salvo, ¿no? Doy un vistazo rápido. Desde aquí sólo distingo los primeros palcos, pero no me hace falta más. Allí está, en primera fila, viéndolo todo, preocupándose de que nada malo me pase. Está vestido con ropa más lujosa que de costumbre, pero su mirada sigue estando llena de orgullo al verme.
  Dos pinchazos más, muy cerca del primero. La gente vuelve a gritar. Para cuando me he dado la vuelta, uno de los hombrecillos ya se ha alejado, sólo que no tiene los palos. Voy a por él, pero algo me incomoda. Con cada trote, noto golpes en la espalda, siento como si me pellizcaran. ¿Puedo tener sus palos en mi espalda? pateo el suelo y salto de impotencia para quitarme los incómodos objetos. Otros dos pinchazos. Me giro y me encuentro con la lámina de oro del corcel. Embisto y me vuelve a clavar algo cerca de la columna. La piel está irritada y la sangre la ha vuelto blanda, por lo que cala más hondo, duele más. Mientras el manto rojo me atrapa no paro de preguntarme: ¿por qué?
  El baile de dolor se repite. Los hombres van clavándome cosas sin que pueda hacerles nada, protegidos por el muro dorado cuando intento defenderme. Los vítores y los gritos siguen siendo ensordecedores, y yo cada vez me noto más mojado y pegajoso de sangre. Es suficiente. Ya está bien. Han ganado, me rindo. Me vuelvo al público, hacia mi padre, suplicante. El hombre sigue mirándome de la misma manera. Un nuevo pinchazo en la espalda. Aplaude. Se me parte el alma.
  -¿Por qué?
  De repente, todo se convierte en solemne silencio. Un nuevo personaje hace su aparición, un hombre alto y fuerte, apuesto, con un traje que brilla y una capa de ese color tan molesto. El público le aplaude, ¿quién es? Casi ni me he dado cuenta, pero el resto de humanos se han ido o apartado. Sólo quedamos los dos. Estoy tan cansado… Bate la capa del color chillón ante mí. No entiendo, no sé qué hace. Prefiero esperar, pero parece que la gente está inquieta con esa decisión. Me gritan cosas, me increpan. ¿No veis que estoy sufriendo? El hombre acerca más la capa. ¡Vete! No quiero saber nada más de ti… otro pinchazo en la espalda. Me giro por el dolor a tiempo de ver como uno de los compinches se aleja sin sus palos, que probablemente ya hayan sido clavados en mi cuerpo. Tengo que hacer algo.
  Embisto al humano. Él se esconde tras la capa. Cuando la atravieso, su cuerpo se ha ido y yo sigo recto. Me refreno, mis músculos arden, me doy la vuelta y embisto de nuevo. Otra vez sin resultado. Por más que le ataco, el éxito sigue siendo el mismo y la gente estalla, se deshace en aplausos y esa palabra: “olé”. Resulta frustrante y yo cada vez estoy más débil, más agotado, más muerto… La operación se repite hasta que, exhausto, caigo al suelo. Gimo y resoplo de manera que el polvo y la sangre se meten en mis ojos, enrojeciéndolos. Por favor, ayuda…
  El torero hace aspavientos con la capa. Mientras, percibo un reflejo plateado cerca, del mismo color que la punta de esos palos que todavía noto atravesados en la piel de mi espalda. Se acerca el final. Ayer pacía con mis amigos y hermanos y hoy mi vida, todo lo que significa, destruida. No entiendo nada…
  -Levanta -oigo una voz decir.
  Me incorporo un poco. Las patas apenas me responden. Me sobreviene una arcada y, sin poder evitarlo, vomito un reguero de sangre que encharca la arena ante mí. Un hilo rojo lo une a mi boca, sedienta… de repente noto la sed. Estoy muerto de sed. Y de miedo. Y no comprendo nada. Pero sólo parece haber una forma de salir, de un modo u otro. El torero me espera, la sangre y el sudor se unen en mi frente y caen como un río sobre mis ojos. Debo de tener un aspecto patético. Pero no hay alternativa, es todo o nada. Y embisto. El torero se echa a un lado, levanta el arma. Sé que lo está haciendo aunque no lo vea, y yo cambio de rumbo al azar, a la derecha. Noto la carne, la piel desgarrándose bajo mi poderosa testa, ¡lo conseguí!  La gente grita horrorizada. La sangre de aquel que tanta derramó antes, ahora se junta con la de sus víctimas en el suelo mientras él se arrastra, maldice y llora. Inmediatamente, varios humanos se interponen entre ambos, tratando de llamar mi atención. No me importa. No quiero nada de él, se acabó. Le he herido a cierta altura, en el muslo o en la entrepierna, no estoy seguro. Se acabó. La lucha entre hombre y animal resuelta. Gané.
  Varios hombres salen del burladero y llevan al torero a cuestas. No lo entiendo. Estoy mucho peor, tengo más heridas, he perdido mucho… y la sed me está matando. Él sólo tiene una cornada, ¿por qué le salvan antes? Me siento como puedo entre mi sangre. La sed me acucia, algo me dice que no debería lamer el rojo del suelo, pero cada vez me cuesta más.
  Por fin, tres hombres se acercan a mí despacio, con calma. Les espero ansioso, van a curarme. Porque he ganado, me lo merezco. Lloro ante ellos de necesidad, de esperanza. Por favor, deprisa… tengo tanto dolor y sed… ¡Ahhh! Algo no va bien, ¡algo va muy mal! Acabo de notar otro pinchazo en la espalda, sólo que mucho peor que los demás, más agudo, más intenso, ¿qué me habéis hecho? Poco a poco, empiezo a entender. De repente no siento nada, ni las patas, ni el cuello, ni el cuerpo… pero tampoco miedo o incertidumbre, porque ahora lo entiendo. Ahora tengo claro que, pase lo que pase, haga lo que haga, mi vida no tendrá un final feliz. Sólo siento la sed, esa sed terrible, espantosa…
  Entran los caballos. Aparatosamente, atan mis cuernos con una cuerda y empiezan a tirar de mi cuerpo, arrastrándolo como un muñeco sin vida. Pero, por desgracia, estoy vivo. El polvo me llena la boca, las fosas, los ojos… me pica, me escuece y me angustia. Las lágrimas, la saliva y la sangre se mezclan en la arena con mi llanto formando un barro denso. Mientras tanto, el público aplaude y silba.

Estoy en una sala iluminada con una luz fría y azulada. El suelo es de metal y está impregnado de rojo, con un sumidero en el centro. Un hombre con el rostro tapado y un delantal choca el cuchillo contra otra cosa que no identifico.
  -Levántate.
  Pero mi cuerpo no me responde. Es inútil. A lo lejos, todavía se oyen los gritos de la gente. En breve, otro hermano mío tendrá que sufrir nuevos “olés”. Y otro más. Y otro... ¿hasta cuándo?
  -Levántate.
  Entra mi amo. Apenas me dirige una mirada, mucho menos una palabra. ¿Dónde quedaron las palabras bonitas, las caricias, los cuidados...? Cada vez me cuesta más respirar. Casi en susurros, mantiene una conversación con el hombre del cuchillo, una que no entiendo. No me interesa. Yo tan sólo quiero saber una cosa: ¿por qué?
  -Levántate.
¿Por qué no he ganado la vida, si he ganado la batalla?
  -Levántate.
¿Por qué nos hacéis esto a los que son como yo?
  -Levántate.
¿Por qué habéis dejado que sufra tanto?
  -LEVÁNTATE.
  Apoyo los cuartos delanteros, luego los traseros y me levanto. Pero ya no estoy en la sala fría. Aquí todo es blanco, con una luz cálida que me envuelve. Ahora me siento bien, mucho mejor que hace unos instantes, tan bien como cuando pastaba tranquilamente con mis hermanos sin hacer daño a nadie. Una figura se acerca a mí. No puedo distinguirla, la luz me ciega. Con una mano que no me da miedo, porque no la identifico como humana, me acaricia entre los cuernos. El tacto me recuerda al de mi madre cuando estaba junto a ella, pero también al de mi amo cuando me acariciaba con lo que yo creía que era cariño y orgullo.
  -Ya está todo bien.
  Reconozco esa voz. Es la que tanto tardé en obedecer. Pero no creo que tenga razón. Aún hay algo que falta, algo que quiero saber.
  -¿Por qué? -pregunto.
  La figura me mira impasible un instante antes de responder.
  -Es lo que son.
  El ser me guía y yo le sigo. No sé a dónde me lleva, no tengo ni idea pero sé qué, sea donde sea, seguro que será un lugar mejor que aquel del que provengo.


FIN

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