martes, 30 de junio de 2015

Diario de un Toro Bravo

El sol veraniego acaricia mi piel. El verdor del dulce prado, cálido y familiar, me abraza y me arropa. Mis compañeros y hermanos también están junto a mí. Pastamos, corremos juntos y jugamos, no hay nada de lo que preocuparse, nada que temer. Me siento tan feliz que sé que nada malo lo puede arruinar.

Mi padre me ha llevado a los establos. No es exactamente mi padre, pero así me gusta llamarle. Le agrada acariciarme, hablarme, contarme cosas. Es un buen hombre, siempre con sus vaqueros gastados, su camisa de cuadros y su sonrisa afable. Me trata con cariño y me cuida. Sin duda, un buen hombre.
  -Has crecido mucho Bribón. Hay que ver, qué deprisa pasa el tiempo. En nada estarás preparado para lo que eres, como los otros antes que tú.
  No sé de lo que habla. Tal vez esa sea la razón por la que mis hermanos desaparecen de vez en cuando. Antes éramos unos, ahora otros. Con gesto inquisitivo, agacho la testa, suplicando saber más.
  -Dentro de poco te enfrentarás a tu destino. La lucha, el espectáculo entre la supervivencia de dos seres quienes, en igualdad de condiciones, se enfrentan demostrando su valor, haciendo brotar el arte de la vida y la muerte. Si lo haces bien, es posible que te indulten.
  ¿”Indulten”? ¿De qué? No he hecho nada malo que sepa. Yo sólo disfruto de lo que hay a mi alrededor, que tan feliz me hace. Soy inocente, el ser más inocente de todos… pero en fin, lo de la lucha no suena tan mal. Es posible que sea como cuando juego con mis hermanos.
  -Hazme sentir orgulloso -acaba él, con lágrimas en los ojos. Yo lamo sus manos, cariñoso.

No sé qué está pasando. Nos han metido en un camión un poco estrecho, a mí y a otros como yo. El espacio es reducido, tengo que tener cuidado para no herir a nadie con mis cuernos. De repente, todo se mueve. Estamos en marcha. Nos bamboleamos, nos movemos inexactos en el vehículo. Por las miradas de mis hermanos, sé que todos están tan confusos como yo.
  Tras varios minutos, nos dejan salir y nos llevan a un recinto algo mayor que el camión. No me gusta cómo huele la arena del suelo. Hay algo malo en ella, pero no sé el qué. A pesar de todo, agradezco el aire libre del exterior. ¿Dónde estamos? Oímos gritos, voceríos, una manada de humanos como nunca antes he sentido nunca. Están cerca, pero no puedo verles. Mis amigos dan vueltas, inquietos, chocan contra las paredes tanteando el terreno. Ninguno sabemos qué va a pasar, por lo que es normal que estén nerviosos. Yo soy más tranquilo. Me sentaré a esperar.

Han pasado varias horas desde que llegamos. Da la sombra así que, a pesar del calor, se está bien. Cada vez quedamos menos. Uno a uno, mis hermanos son sacados del recinto, guiados con palos con punta. La verdad, podrían usar otros métodos. Están algo nerviosos, pero no creo que sea para tanto. Con cada uno que se va, el público estalla en gritos y proclamas. Oigo una palabra constantemente. Se repite mucho, pero no sé qué significa. ¿Algo como “olé”? No estoy seguro. En cualquier caso, tras un tiempo se acaba el ruido, o se vuelve más bajo, pero mis hermanos no regresan. Probablemente después vayan a casa. Sigue sin gustarme la arena, ni el ruido, ni el olor salado que no logro distinguir. Ahora sí que estoy nervioso y tengo un poco de miedo. Esperemos acabar cuanto antes y volver con ellos.
  Las puertas se abren. Uno de los hombres que guían me señala sin mostrar apenas emociones. Es mi turno. Dócilmente, manso como soy, obedezco. Van a conseguir lo que quieren, ¿por qué resistirse? Justo cuando voy a pasar por la puerta, noto el primer pinchazo en el lomo. Me vuelvo con mis quejas al hombre que me ha atacado. Está seguro en las alturas, sin que pueda hacerle nada. ¿Por qué ha hecho eso?
  Desde otra parte, noto un golpe en el costado. Trato de volverme, buscando la nueva fuente, cuando sufro un nuevo pinchazo. ¡Parad!
- ¡Hia! ¡Hia!- me grita alguien. Tampoco sé qué significa.
  Pinchazos y costalazos no paran. Tengo que salir de aquí. Tomo la puerta y corro hacia delante. El pasillo es estrecho y oscuro, pero se ve la luz del final. Voy hacia ella con decisión, escapando de quienes me hacen daño. Pero tampoco creo que me guste el sitio al que voy a ir. El ruido allí es mayor. La luz me ciega cuando abandono el corredor. El grito ensordecedor de mil gargantas humanas me recibe. Tiemblo de pánico.  
  Mis ojos tardan un tiempo en acostumbrarse. Estoy en una plaza circular, rodeado de más gente en las alturas. No estoy solo, pero eso tampoco me gusta. Hay dos jinetes, y los caballos están cubiertos de algo que brilla. Por los laterales, vislumbro a otros dos hombres con algo de un color muy llamativo y largo en cada mano. La muchedumbre grita eufórica, contenta pero, ¿por qué? No me gusta estar aquí. El sol me golpea duramente, el ruido me pone nervioso y esta arena es aún más molesta que la otra. Huele peor, más salada. Fijándome bien, veo manchas rojas en el suelo. ¿Qué son esas manchas? Me voy de aquí. Prefiero enfrentarme a los palos y a los pinchos que a esto. Me doy la vuelta, pero la puerta por la que he entrado no está. Tendré que buscar otra salida.
  Entre gritos y observado por un sinfín de ojos, doy una vuelta en busca de la salida. El recinto está cerrado, es un círculo hermético. No hay escapatoria. ¿Qué hago?
  Uno de los jinetes se acerca a mí sin ocultarse. Ahora que me fijo, él también lleva un palo en las manos. Le miro con incertidumbre, ¿qué va a hacer? Sin mediar palabra, clava el extremo en mi espalda. ¡Au! ¿Por qué hace eso? El hombre retuerce la lanza y yo noto las primeras gotas de sangre resbalando por mi cuerpo. ¡Para! Embisto. No sé qué otra cosa hacer para que pare. Mi cabeza choca contra la cosa dorada del caballo, que recibe el impacto estoico. No quiero darte a ti, compañero, ¡quiero que el dolor pare! Pero no lo hace. La punta cada vez entra más en mi piel, retorciéndose y haciéndome más daño. Gimo de dolor. Es inútil. Pero no tengo otra cosa que hacer. Tras varios empujones y gritos más, el jinete finalmente se da por vencido y se va. Por primera vez pienso en las palabras de mi padre. ¿Será esto a lo que se refería con la lucha? Entonces tengo que ganar para salir de aquí y volver por fin con los míos, a salvo, ¿no? Doy un vistazo rápido. Desde aquí sólo distingo los primeros palcos, pero no me hace falta más. Allí está, en primera fila, viéndolo todo, preocupándose de que nada malo me pase. Está vestido con ropa más lujosa que de costumbre, pero su mirada sigue estando llena de orgullo al verme.
  Dos pinchazos más, muy cerca del primero. La gente vuelve a gritar. Para cuando me he dado la vuelta, uno de los hombrecillos ya se ha alejado, sólo que no tiene los palos. Voy a por él, pero algo me incomoda. Con cada trote, noto golpes en la espalda, siento como si me pellizcaran. ¿Puedo tener sus palos en mi espalda? pateo el suelo y salto de impotencia para quitarme los incómodos objetos. Otros dos pinchazos. Me giro y me encuentro con la lámina de oro del corcel. Embisto y me vuelve a clavar algo cerca de la columna. La piel está irritada y la sangre la ha vuelto blanda, por lo que cala más hondo, duele más. Mientras el manto rojo me atrapa no paro de preguntarme: ¿por qué?
  El baile de dolor se repite. Los hombres van clavándome cosas sin que pueda hacerles nada, protegidos por el muro dorado cuando intento defenderme. Los vítores y los gritos siguen siendo ensordecedores, y yo cada vez me noto más mojado y pegajoso de sangre. Es suficiente. Ya está bien. Han ganado, me rindo. Me vuelvo al público, hacia mi padre, suplicante. El hombre sigue mirándome de la misma manera. Un nuevo pinchazo en la espalda. Aplaude. Se me parte el alma.
  -¿Por qué?
  De repente, todo se convierte en solemne silencio. Un nuevo personaje hace su aparición, un hombre alto y fuerte, apuesto, con un traje que brilla y una capa de ese color tan molesto. El público le aplaude, ¿quién es? Casi ni me he dado cuenta, pero el resto de humanos se han ido o apartado. Sólo quedamos los dos. Estoy tan cansado… Bate la capa del color chillón ante mí. No entiendo, no sé qué hace. Prefiero esperar, pero parece que la gente está inquieta con esa decisión. Me gritan cosas, me increpan. ¿No veis que estoy sufriendo? El hombre acerca más la capa. ¡Vete! No quiero saber nada más de ti… otro pinchazo en la espalda. Me giro por el dolor a tiempo de ver como uno de los compinches se aleja sin sus palos, que probablemente ya hayan sido clavados en mi cuerpo. Tengo que hacer algo.
  Embisto al humano. Él se esconde tras la capa. Cuando la atravieso, su cuerpo se ha ido y yo sigo recto. Me refreno, mis músculos arden, me doy la vuelta y embisto de nuevo. Otra vez sin resultado. Por más que le ataco, el éxito sigue siendo el mismo y la gente estalla, se deshace en aplausos y esa palabra: “olé”. Resulta frustrante y yo cada vez estoy más débil, más agotado, más muerto… La operación se repite hasta que, exhausto, caigo al suelo. Gimo y resoplo de manera que el polvo y la sangre se meten en mis ojos, enrojeciéndolos. Por favor, ayuda…
  El torero hace aspavientos con la capa. Mientras, percibo un reflejo plateado cerca, del mismo color que la punta de esos palos que todavía noto atravesados en la piel de mi espalda. Se acerca el final. Ayer pacía con mis amigos y hermanos y hoy mi vida, todo lo que significa, destruida. No entiendo nada…
  -Levanta -oigo una voz decir.
  Me incorporo un poco. Las patas apenas me responden. Me sobreviene una arcada y, sin poder evitarlo, vomito un reguero de sangre que encharca la arena ante mí. Un hilo rojo lo une a mi boca, sedienta… de repente noto la sed. Estoy muerto de sed. Y de miedo. Y no comprendo nada. Pero sólo parece haber una forma de salir, de un modo u otro. El torero me espera, la sangre y el sudor se unen en mi frente y caen como un río sobre mis ojos. Debo de tener un aspecto patético. Pero no hay alternativa, es todo o nada. Y embisto. El torero se echa a un lado, levanta el arma. Sé que lo está haciendo aunque no lo vea, y yo cambio de rumbo al azar, a la derecha. Noto la carne, la piel desgarrándose bajo mi poderosa testa, ¡lo conseguí!  La gente grita horrorizada. La sangre de aquel que tanta derramó antes, ahora se junta con la de sus víctimas en el suelo mientras él se arrastra, maldice y llora. Inmediatamente, varios humanos se interponen entre ambos, tratando de llamar mi atención. No me importa. No quiero nada de él, se acabó. Le he herido a cierta altura, en el muslo o en la entrepierna, no estoy seguro. Se acabó. La lucha entre hombre y animal resuelta. Gané.
  Varios hombres salen del burladero y llevan al torero a cuestas. No lo entiendo. Estoy mucho peor, tengo más heridas, he perdido mucho… y la sed me está matando. Él sólo tiene una cornada, ¿por qué le salvan antes? Me siento como puedo entre mi sangre. La sed me acucia, algo me dice que no debería lamer el rojo del suelo, pero cada vez me cuesta más.
  Por fin, tres hombres se acercan a mí despacio, con calma. Les espero ansioso, van a curarme. Porque he ganado, me lo merezco. Lloro ante ellos de necesidad, de esperanza. Por favor, deprisa… tengo tanto dolor y sed… ¡Ahhh! Algo no va bien, ¡algo va muy mal! Acabo de notar otro pinchazo en la espalda, sólo que mucho peor que los demás, más agudo, más intenso, ¿qué me habéis hecho? Poco a poco, empiezo a entender. De repente no siento nada, ni las patas, ni el cuello, ni el cuerpo… pero tampoco miedo o incertidumbre, porque ahora lo entiendo. Ahora tengo claro que, pase lo que pase, haga lo que haga, mi vida no tendrá un final feliz. Sólo siento la sed, esa sed terrible, espantosa…
  Entran los caballos. Aparatosamente, atan mis cuernos con una cuerda y empiezan a tirar de mi cuerpo, arrastrándolo como un muñeco sin vida. Pero, por desgracia, estoy vivo. El polvo me llena la boca, las fosas, los ojos… me pica, me escuece y me angustia. Las lágrimas, la saliva y la sangre se mezclan en la arena con mi llanto formando un barro denso. Mientras tanto, el público aplaude y silba.

Estoy en una sala iluminada con una luz fría y azulada. El suelo es de metal y está impregnado de rojo, con un sumidero en el centro. Un hombre con el rostro tapado y un delantal choca el cuchillo contra otra cosa que no identifico.
  -Levántate.
  Pero mi cuerpo no me responde. Es inútil. A lo lejos, todavía se oyen los gritos de la gente. En breve, otro hermano mío tendrá que sufrir nuevos “olés”. Y otro más. Y otro... ¿hasta cuándo?
  -Levántate.
  Entra mi amo. Apenas me dirige una mirada, mucho menos una palabra. ¿Dónde quedaron las palabras bonitas, las caricias, los cuidados...? Cada vez me cuesta más respirar. Casi en susurros, mantiene una conversación con el hombre del cuchillo, una que no entiendo. No me interesa. Yo tan sólo quiero saber una cosa: ¿por qué?
  -Levántate.
¿Por qué no he ganado la vida, si he ganado la batalla?
  -Levántate.
¿Por qué nos hacéis esto a los que son como yo?
  -Levántate.
¿Por qué habéis dejado que sufra tanto?
  -LEVÁNTATE.
  Apoyo los cuartos delanteros, luego los traseros y me levanto. Pero ya no estoy en la sala fría. Aquí todo es blanco, con una luz cálida que me envuelve. Ahora me siento bien, mucho mejor que hace unos instantes, tan bien como cuando pastaba tranquilamente con mis hermanos sin hacer daño a nadie. Una figura se acerca a mí. No puedo distinguirla, la luz me ciega. Con una mano que no me da miedo, porque no la identifico como humana, me acaricia entre los cuernos. El tacto me recuerda al de mi madre cuando estaba junto a ella, pero también al de mi amo cuando me acariciaba con lo que yo creía que era cariño y orgullo.
  -Ya está todo bien.
  Reconozco esa voz. Es la que tanto tardé en obedecer. Pero no creo que tenga razón. Aún hay algo que falta, algo que quiero saber.
  -¿Por qué? -pregunto.
  La figura me mira impasible un instante antes de responder.
  -Es lo que son.
  El ser me guía y yo le sigo. No sé a dónde me lleva, no tengo ni idea pero sé qué, sea donde sea, seguro que será un lugar mejor que aquel del que provengo.


FIN

domingo, 14 de junio de 2015

Posesión de Venganza

El chasquido del metal contra el hueso tiñó sus dedos de sangre. Dos golpes más, profundos y contundentes, y los llantos cesaron. El hombre fue arrastrando los pies hasta su televisor, en dónde depositó la figurita de acero barato, imitación de un premio Oscar, ahora salpicada de rojo. Enseñando los dientes en una mueca que se asemejaba a una sonrisa tanto como el falso premio al verdadero, se dejó caer en el sofá y lamió los restos de sesos que habían quedado adheridos a la palma de su mano. Luego, rompió a llorar.

Rodolfo Sanchís pateaba el suelo con su característico andar violento, camino de la comisaria de Somosaguas. Había tenido que aparcar lejos por el tráfico y eso le cabreaba. Aquella mañana la calle estaba tan sucia como siempre, si no más debido a la huelga de basureros. En el arcén, se cruzó con varios gatos sarnosos que rebuscaban entre los desperdicios y un mendigo cubierto con cartones y la mano extendida en una eterna súplica, a pesar de estar durmiendo.
- ¡Qué puta vergüenza!- esputó, reprimiendo el impulso de pisarle el brazo.
  Cuando llegó a su puesto de trabajo, el inspector dejó las llaves y la pistola en la bandeja y pasó por el detector de metales antes de recoger sus pertenencias al otro lado. Luego, recorrió la comisaría sin saludar a nadie, como era habitual. Varios compañeros cruzaron la vista con él, dedicándole leves aspavientos de cabeza o, simplemente, desviando la mirada. Lo cierto era que a Sanchís no se le daban demasiado bien las relaciones sociales. Vivía solo en un pequeño apartamento a dos calles del centro, nada ostentoso, pero cómodo. Su sueldo le daba sobradamente para más, pero tampoco tenía ninguna necesidad de algo mejor, ni amigos, ni pareja, ni parientes con los que se llevara bien. Cuando muriera, sería el cadáver con mayores ahorros del cementerio, como se repetía a sí mismo.
- Eso, por supuesto, si no decido antes quemarlo todo o fundírmelo en putas- añadía para sus adentros.
  Rodolfo atravesó la oficina, los despachos y llegó a la sala de interrogatorios. Allí, una chica de unos treinta años, bastante atractiva aún con el uniforme y la melena negra recogida en un moño le esperaba.
- Inspector Sanchís- saludó la mujer secamente.
- Lucía- respondió el hombre- . Qué polvazo te metía.
- Está dentro. No dice nada con sentido, pero a mí me huele a un hijo de puta más.
  La mujer tendió un informe al inspector. Este lo recogió y lo repasó de un vistazo rápido.
- Matar a sus tres hijos a ostias con una estatuilla. A mí no me parece un hijo de puta más. Este es el “gran hijo de puta del mes”.
- Los informes del psicólogo no reflejan ninguna enfermedad mental. Vivía solo en su finca tras haberse separado de su mujer y con una sentencia de malos tratos aún por resolverse. Es cazador, por si fuera poco… gentuza. Mantienen a sus perros hacinados hasta que dejan de serles útiles, ¿sabe? Una protectora va a hacerse cargo de ellos.
  Sanchís repasó a su compañera con la mirada. En lo que a él respectaba, los animales le importaban un carajo. Nunca había tenido mascotas, y justo al lado de su casa había una casa de acogida de perros que nunca visitaba. Los vecinos habían interpuesto hace poco una denuncia para que la insonorizaran o la cerrarán, y a él los ladridos de aquellos chuchos le molestaban lo suficiente como para firmar el primero. Lo que le llamó la atención fue la implicación emocional de Lucía.
- Un tipo con pasta- se limitó a decir-. Al fin y al cabo, sólo eres una mujer.
  Lucía asintió.
- Bien, voy a ver a ese cabroncete. En cuanto suelte su mierda le empapelo.
  El inspector entró en la austera habitación, con únicamente una mesa gris y dos sillas, una de ellas ya ocupada. El acusado era un hombre canoso de unos 50 años, de piel morena y arrugada. Medía casi dos palmos menos que Sanchís, quien además era bastante más corpulento, por lo que no vio necesario ponerle las esposas. El policía se sentó junto a la cámara que grababa directamente el rostro del hombre (los espejos falsos eran cosas americanas), de mirada sombría y cabizbajo, en un gesto que casi daba pena.
- Buenos días señor López. Soy el inspector Sanchís.
  El hombre no dijo nada. En su lugar, mantuvo su actitud defensiva.
- No soy un tío que se ande con rodeos, así que lo diré directamente: tenemos los cadáveres y un saco de pruebas incriminatorias hacia usted. Me va a contar lo que pasó, porque es lo menos malo que le puede pasar hoy.
  Por fin, el hombre reaccionó, devolviéndole una mirada acuosa y llena de legañas.
- No sé qué pasó. Me volví como loco.
- El psicólogo le ha examinado. No miente tan bien como para hacernos creer eso. 
  De nuevo, López decidió guardar silencio mientras se miraba los nudillos, dubitativo, hasta que volvió a hablar.
- Si se lo cuento, no va a creerme.
- Depende. Si me dice que se los cargó para hacer daño a su exmujer, tenga claro que le creeré y que esto se solucionará lo antes posible.
- ¡No fue así! Amaba a mis hijos. Nunca les haría daño…
- ¿Ve? Eso sí que no me lo creo.
  De nuevo, el silencio. Sanchís conocía perfectamente cómo funcionaba la mente de un maltratador porque muchas veces se había metido en ella. Sólo tendría que picarle un poco más, aflojarle las tuercas antes de que súbitamente estallara y tuviera la confesión que le permitiera irse a casa a ver su serie favorita, no una de esas mierdas de detectives que ponían hoy en día.
- ¿Sabe qué? Yo le entiendo. Joder, usted y yo estamos jodidos. Esos jueces sin huevos de hoy le dan la custodia a la tía siempre, por muy zorra que haya sido…
- Los humanos nos creemos muy fuertes y seguros aquí, donde estamos. Por eso hemos olvidado.
  Por primera vez en años, Sanchís se sorprendió. Aquella no era la respuesta que esperaba, desde luego. Con frialdad, el inspector se recompuso rápidamente sin apenas dar muestra de su asombro.
- ¿El qué hemos olvidado?
- Que no somos distintos de hormigas en mitad de una tormenta, resistiendo hasta que nos arrastra el agua o hasta que algo más grande que nosotros nos aplasta.
- ¿Y por eso aplastó la cabeza de sus hijos?
  El señor López le dedicó una mirada llena de congoja, no correspondida con su sonrisa trémula y desesperada.
- Usted parece una buena persona.
- Pues no lo soy.
- Lo sé. Pero lo parece. Igual que yo. Tal vez por esa razón pueda entenderme. Vaya al Oeste de mi finca, a uno 200 o 300 metros más o menos hasta un olivo con las ramas caídas. Entonces, le contaré todo.
  Sanchís analizó detenidamente al hombre. Estaba con el agua al cuello, vacilarle no le serviría de nada. Además, el inspector siempre se había jactado de su merecida fama en saber juzgar a las personas, tal vez su único don, y su intuición le decía que aquel pobre diablo no le estaba mintiendo. Ahora, lo único que debía averiguar era si de verdad le importaba tanto conocer lo que aquel hombre le quería contar como para darse un paseo tan largo.
- De acuerdo. Voy a jugar. Cuando llegue, quiero que me escriba una confesión con toda su vida si hace falta. 
  El señor López asintió.

Sanchís llegó a la finca en diez minutos. El cordón amarillo que rodeaba el lugar le trajo recuerdos de sus tiempos advenedizos, cuando su trabajo era de campo. Hacía tiempo que había cambiado estar a pie de calle por una labor más ligada a las oficinas, si acaso con algún interrogatorio de por medio, y a veces echaba de menos la adrenalina de la escena del crimen.
  Las flagrantes pruebas en contra de López habían hecho que los equipos forenses tardaran muy poco en analizar la finca, por lo que ya todo el mundo se había ido a sus casas. El hombre trató de buscar el Oeste por el sol (sale por el Este, se oculta por el Oeste, ¿no?) y caminó en esa dirección. Para su decepción, el campo estaba lleno de olivos.
- Hijo de puta…
  Sorprendentemente, el inspector creyó encontrar su árbol en poco tiempo. Aquel olivo tenía las ramas caídas como le había dicho, y más significativo todavía, un cartel colgado con sogas.
-“LO SIENTO, LINDA”- rezaba.
  Fijándose mejor en el paisaje, el inspector vio que la tierra a sus pies había sido removida recientemente, formando varios montículos. El hombre ni siquiera recapacitó antes de ponerse a escarbar. El barro humedecía sus manos mientras la porquería se acumulaba debajo de sus uñas, pero no le importó lo más mínimo. La curiosidad se había adueñado de él por completo. Ya se imaginaba a sí mismo en los periódicos y la tele, destapando algo gordo, alguna droga secreta que el cabrón había tomado para ponerse cachondo que le había salido mal o el cadáver de más víctimas de lo que sería un asesino en serie.  
  En unas pocas paladas con las manos, lo que había permanecido oculto salió a la luz.
- Joder…
  Primero desenterró a la madre. Con el alambre aún entornado al cuello, hendiendo la piel muerta, el cadáver de una perra de raza galgo ya empezaba a acumular gusanos en los ojos. Siguió oradando los demás montículos, encontrando tres cachorros de galgo, todos ellos con la cabeza aplastada y esa expresión característica de ojos cerrados y boca entreabierta, reflejo de un dolor más humano del que muchos piensan que puede sentir un animal.
  Furioso, el inspector volvió a comisaría. Conduciendo a toda prisa, dejó el coche aparcado en doble fila, esta vez a las mismas puertas del edificio. Como una exhalación, volvió a entrar en la sala de interrogatorios en donde López le esperaba y cerró de un portazo.
- ¿Te cargaste a unos perros de mierda? ¿Me has hecho perder el tiempo para eso, capullo?
  López no respondió. En su lugar, se levantó súbitamente y al inspector se le erizaron los pelos de todo el cuerpo. La expresión del hombre había cambiado por completo. Tenía algo parecido a una sonrisa tensa en el rostro, excesivamente poblada de dientes, y sus ojos dejaban ver una sensible falta de humanidad. El cazador rodeó su propia muñeca izquierda con la boca y apretó.
- ¡Serás cabrón!
  Sanchís se abalanzó en toda su estatura sobre el hombre, pero este le apartó sorprendentemente fácil con un puñetazo que le impactó en la cara. Mareado y entre chispas luminosas, el inspector vio como, tras un tirón de cuello, una cantidad importante de piel y carne fue arrancada de la muñeca del detenido, que en seguida la escupió al suelo para volver a arremeter a dentelladas contra su propio miembro.
- Me cago en la puta… ¡AYUDA! ¡SOCORRO!- gritó Sanchís. Luego, sacó su Heckler & Koch reglamentaria y apuntó- ¡Estate quieto López!
  La sangre chorreaba por el brazo del hombre como si fuera su propia manga, empapaba su cara y encharcaba el suelo.
  Sanchís apuntó al hombro y disparó. La bala provocó una rozadura que quemó piel y carne, pero el hombre no se detuvo. Apenas pareció notar el disparo. Mantenía aquella expresión desencajada, furiosa, casi animal, mientras se destrozaba la muñeca a mordiscos. El reguero de sangre pareció suavizarse cuando las venas se le secaron.
- Joder para López, para… - De repente, una idea alocada cruzó la mente del inspector Sanchís. Era una posibilidad, era absurda, era imposible…- ¿Linda?
  Por primera vez desde que volviera a comisaría, los ojos del señor López se cruzaron con los de Sanchís, y el inspector casi pudo hallar reconocimiento en ellos.
  Alertados por el disparo, varios miembros de la policía irrumpieron en la sala.
- ¿Qué cojones…?- empezó Lucía.
- ¡Sujetadle! Y llamad a una ambulancia- ordenó Sanchís.
   Entre varios policías consiguieron reducir al señor López, pero ya era demasiado tarde. El hombre prácticamente había conseguido roer hasta el hueso de su propio antebrazo. Cuando los servicios sanitarios llegaron, no pudieron hacer otra cosa que llamar a los forenses para que metieran en una bolsa el frío y seco cadáver.
- ¿Por qué coño tardasteis tanto?- bufó el inspector Sanchís.
- La cámara se apagó de repente, no oímos ni vimos nada- contestó un miembro de la unidad técnica-. ¿Qué coño ha pasado?
  Sanchís ni siquiera escuchó la pregunta. Se dio cuenta de que aún tenía la pistola en la mano, agarrotada alrededor de la culata. El inspector guardó el arma y, sin mediar palabra, se marchó. Ya lo explicaría todo mañana.

- ¡Dios le bendiga!- exclamó el hombre, un chico bajito y con melena rubia destartalada.
- Sí, sí. Lo que sea por esos chuchos.
- Ahora no habrá porqué cerrar. De verdad, es usted un buen hombre.
- Créame que no.
  Sanchís salió del refugio para animales abandonados. Un sol primaveral le golpeó el rostro, así que tuvo que colocar su mano a modo de visera. Por primera vez en años, sonrió sinceramente, pero nunca supo si porque se sentía ridículo o bien consigo mismo. Acababa de donar gran parte de sus ahorros para que no cerraran aquel lugar que tanto detestaba.
- No quiero problemas, ¿vale?- dijo, a nadie en particular. Luego, volvió andando a casa.


FIN

viernes, 5 de junio de 2015

El Estuche de Colores

Cuando Saeta nació, su abuelo le regaló un estuche de colores.
- Para que pintes la realidad como quieras, para que tu mundo nunca sea gris- le susurró el anciano a la cuna, palabras que el chico nunca recordaría.
  Diez años después, Saeta aún continuaba con aquella colección de colores intacta, la cual parecía aguantar mágicamente el desgaste del tiempo y el uso sin apenas dar muestras de haber sido estrenada. Su abuelo había muerto hacía tres años, pero para el chico era como si estuviera junto a él cada vez que dibujaba, con su mirada serena, sus cejas blancas distendidas en una mueca de calma y sus labios tensados en trémula sonrisa. Por eso pintaba a menudo, por eso dejaba volar su imaginación, materializada y atrapada con sus dedos en lienzos que se volvían realidad y le transportaban a lugares que sólo él podía alcanzar.  
   Aquel día, Saeta ya había dibujado en su cuaderno el enorme azul estrellado, la nave blanca y la escafandra para construirse un traje de astronauta. El chico se lo encajó perfectamente, pues estaba hecho a su justa talla y, de repente, notó cómo la gravedad se rendía, sus pies se despegaban de la tierra y su cuerpo se mecía libre en la inmensidad del espacio. Durante un tiempo, viajó a los confines de la galaxia, exploró planetas de los que nadie había oído hablar nunca y saludó a sus extrañas criaturas, e incluso se acercó lo más que pudo al sol hasta que el calor le hizo sudar dentro del traje y volvió a su nave a tomarse un helado.
- ¿Qué haces?- oyó aquella sinuosa y sibilante voz.
  Saeta cayó al suelo. Sabía bien de dónde procedía el sonido.
- Explorar el espacio. Soy un astronauta- le dijo a los faldones de su colcha que ocultaban el espacio de debajo de su cama.
  De repente, como una araña que nota tensión en alguna parte de su tela, una figura salió de entre las sombras. Su cuerpo era completamente negro, tenía un torso humanoide y siete piernas como extremidades; su rostro era una mascarada negra, completamente lisa a excepción de unos ojos amarillos maliciosos. El chico le había bautizado como Eso.
- ¿Puedo mirar? Sabes que me gusta observarte.- A Saeta siempre le había asombrado como aquel ser era capaz de hablar sin que le viera la boca, pero supuso que habría de tener una.
- ¡Claro! Puedes ser mi segundo de abordo- dijo el chico.
- Gracias, pero prefiero mirar sólo.
  Saeta pilotó su nave espacial hasta la hora de la cena, siempre observado por Eso, que le contemplaba sin expresar ninguna emoción. El chico se despidió de la criatura y fue al comedor. Cuando volvió a su cuarto, Eso había desaparecido como siempre hacía. El niño guardó su preciado estuche y se fue a dormir.
  La tarde siguiente, Saeta volvió del colegio como siempre. Casi sin cruzar palabra con su madre, siempre ensimismado, fue corriendo a su cuarto, abrió el cajón donde guardaba las pinturas y las liberó sobre la cama. Esta vez, una mueca de extrañeza atravesó su rostro.
- Qué raro…
- Hola…- saludó Eso, saliendo de debajo de su cama-. ¿Sucede algo?
- Hola. Sí, algo raro. No puedo ser astronauta: la pintura azul ha desaparecido, no tengo con qué pintar el cielo- respondió Saeta entristecido.
- Bueno amigo, no le des más vueltas, no pasa nada. Sólo es una opción entre varias, ¡todavía te quedan un montón de pinturas!
- Tienes razón.
  Aquella tarde, el niño fue bombero. Montado en su reluciente camión, rescató varios gatos de los árboles, salvó a sus amigos de edificios incendiados y combatió las llamas que amenazaban con comerse bosques enteros.
-Ha sido emocionante… ¡realmente emocionante!- dijo Eso antes de volver a su escondrijo.
  Al día siguiente, cuando Saeta regresó de clase y sacó las pinturas, de nuevo le acometió la duda.
- No puede ser…
- Hola- se presentó otra vez Eso-. ¿Qué te ocurre niño?
- Hola. Hoy no encuentro el color rojo. Sin él no podré pintar el camión de bomberos. ¿Sabes algo de eso?
- ¿Yo? Para nada.- La figura reaccionó de manera descaradamente exagerada-. Sólo soy tu amigo y quiero ayudar. Todavía te quedan otros colores que puedes utilizar, ¿no es así?
- Tienes razón.
  Aquella tarde, Saeta fue un granjero que vivía apartado del resto del mundo cultivando frutas y verduras, cuidando agradecidos animales y disfrutando al aire libre de la naturaleza.
  Pero, para desgracia de Saeta, la situación continuó empeorando. Día tras día, cada vez que llegaba de clase, su estuche de colores mágico iba perdiendo pinturas. Verde, naranja, morado, amarillo, rosa… las posibilidades de dibujar se le iban agotando al chico. Probó a llevarlo siempre consigo pero, de manera misteriosa, los grafitos seguían desapareciendo hasta que, finalmente, al chico sólo le quedaron dos opciones.
  Saeta contemplaba el color marrón entre sus dedos. Desde siempre, aquel había sido uno de sus menos favoritos.
- Hola…
  Eso volvió a salir de su escondrijo.
- Hoy no estoy de humor. Aún no sé qué puedo dibujar sólo con esto. Lo siento.
­- Lo sé… jajajá…
  La risotada estalló por toda la habitación descarada, triunfal, nacida de lo más profundo de aquel ser oscuro. Por primera vez, Saeta vio la boca de Eso, desproporcionadamente grande, roja y con unos dientes afilados como cuchillas y llenos de ávida saliva.
- ¿Por qué te estás riendo?
- ¿”Por qué” dices, muchacho? Porque todo está saliendo bien. Todo está saliendo como DEBE ser.
  De repente, una lengua rosada y bífida salió de las fauces del monstruo, se enroscó en torno al color y tiró de él hasta arrancarlo de las manos de su propietario. Con un sonido húmedo de deglución, Eso  devoró la pintura.
- ¿Qué haces? Sin colores no puedo hacer nada- se quejó el niño mientras el ser se relamía.
- Aún te queda uno- dijo Eso, con una voz muy distinta a la que había tenido hasta el momento, mucho más grave, solemne y pesada como una lápida.
  Saeta miró en el estuche. Al fondo se había quedado la pintura más anodina de todas, aquella que casi nunca usaba: el frío gris.
- Utilízalo-  ordenó Eso.
  El antiguo niño, que ya se había convertido en hombre, se rindió y obedeció. Con aquel color como su única posibilidad, dibujó una mesa gris llena de documentos y papeles que estuvo todo el día ordenando; al día siguiente hizo un almacén, donde se dedicó a cargar y descargar cajas; otro día, un traje austero con una corbata constrictora, convirtiéndose en oficinista. Desde entonces, cada día, Saeta apagaba el despertador a las 5 de la mañana, se aseaba y vestía e iba a su trabajo arrastrando los pies, como cada una de las demás personas grises de su alrededor. Durante varios años desde aquel momento, los cuales parecieron siglos, todos los días fueron iguales: cumplía sus obligaciones sólo por lo que ese nombre significaba, ganaba un sueldo para poder vivir con comodidad, volvía a su casa y descansaba hasta que el día siguiente empezara de nuevo.
  Mientras tanto, Eso  estaba casi desaparecido. A veces oía su risa cruel cuando volvía a casa agotado y se tumbaba, pero por lo general había dejado de hablar con él. Y, mientras tanto, el hombrecillo se sentía más hastiado, triste y, en cierto sentido, débil.
- Ahora gano dinero pero, ¿de qué me sirve? Yo lo que quiero es color en mi vida…  
  Un día, después de llegar a su casa tras una dura jornada, Saeta se sintió especialmente nostálgico y sacó el estuche de colores, ahora inútil, que tanto tiempo llevaba olvidado. Una vez con él, cogió la pintura gris y jugueteó con ella entre los dedos. Era triste y sosa, casi como un lapicero vulgar, y con su tosca punta apenas se podían hacer burdos trazos. Añoró los tiempos pasados en los que cualquier color que pudiera imaginar estaba en sus manos, cuando sus sueños podían correr desbocados sobre el papel… momentos perdidos para siempre.
  Justo cuando Saeta iba a guardar la pintura de nuevo, se fijó en que había algo dentro del estuche, algo que siempre había estado ahí, pero que nunca había visto, quizás por estar escondido con el antiguo montón de colores. Con cuidado, el hombre cortó dos bordes del cartón y lo desplegó. Palabras con la solemnidad del pasado se descubrieron ante sus ojos, dibujadas con el mismo color que ahora sujetaba en la mano.
“Querido Saeta, te regalo este estuche de colores para que pintes la realidad como quieras, para que tu mundo nunca sea gris. Úsalos libremente y sin miedo, pues en cada uno de ellos dejo presente mi cariño y la potencialidad de que seas lo que desees”.
  Saeta repasó la carta varias veces. Sin duda, la letra debía ser de su difunto abuelo.
- Es muy bonito eso que dices pero… ¡no tiene sentido!- se quejó amargamente a nadie en particular-. Dices que no quieres que mi mundo sea gris, pero al mismo tiempo es la única pintura que me queda, ¿qué podría hacer sólo con eso? Nada tiene sentido… esto sólo son palabras escritas… en un cartón viejo… Espera, ¡eso es!
  Saeta corrió a coger su cuaderno, lo abrió en la cama por una hoja en blanco y se puso manos a la obra. Inmediatamente, como alertado por un peligro inminente, Eso salió arrastrándose pesadamente de su escondrijo.
- ¿Qué haces, viejo? ¿Todavía no te has dado cuenta de que es inútil? Mejor ocupa tus ratos libres en descansar y mentalizarte de cómo hacer más dinero.
- Silencio. No volveré a obedecerte, a partir de ahora voy a hacer lo que quiera. Por fin lo he entendido, aunque me haya costado tanto tiempo. Me quitaste todos los colores menos uno para que me rindiera a la ironía, para que mi desesperación me hiciera aferrarme al único, al que, según tus cálculos, era el que menos me podía servir y más me anclaría al mundo que quieres que me devore por completo. Pero cometiste un error, pues el color que me has dejado tiene tanto poder como cualquier otro, si no más.
- Jajá, me río de tu ingenuidad, ¿me lo dices en serio o te burlas de mí con faroles? Da igual los colores que tengas, no servirán de nada, y mucho menos ese patético gris insulso. ¿La vida no te ha demostrado ya que dibujar es una pérdida de tiempo? Qué tonto…
- Te equivocas. Crear algo nuevo es muy poderoso y vas a verlo ahora mismo. Además: yo no estoy dibujando.
  Saeta le mostró la hoja sobre la que había estado trabajando a Eso. El monstruo leyó las líneas con sus impasibles ojos.
“Descubrió entonces Saeta que había tenido el poder todo el tiempo, la potestad de convertir el mundo a su antojo aún sin colores, sólo con palabras, a la espera de una voluntad nacida de la conciencia para hacerlo. Cuando le mostró a Eso sus progresos, el ser oscuro se dio cuenta de que no tenía nada que hacer y se deshizo al momento”.
  El semblante de Eso cambió al momento. Sus ojos, hasta ahora afilados, se dilataron en una mueca de espanto que pudo adivinarse a pesar de la total ausencia de otros rasgos. Como hielo al sol, el monstruo se derritió entre chillidos rápidamente, hasta quedar reducido a un charco negro en el suelo.
  Desde entonces, la vida de Saeta cambió por completo. Podría seguir trabajando en un sitio que no le gustara, levantándose a horas demasiado tempranas para su gusto o haciendo cosas que aborrecía porque, al final, siempre tendría la posibilidad de transportarse a cualquier sitio que su imaginación le permitiera y, en cierto sentido, vivir cualquier realidad que quisiera. Sólo con un lapicero.


Cuando crecemos, podemos ir perdiendo pinturas, pero hay algo que nunca desaparece: nuestra capacidad innata para poder ensoñar y crear cosas nuevas de la nada.  

FIN