El museo de Torrentown era mundialmente conocido por
albergar entre sus milenarios muros la
mayor colección de obras de arte que conociera el mundo moderno. Mickelo,
Bertotti, Black… todos los artistas de renombre tenía su representación en ese
lugar. La gente viajaba de todos los rincones de la tierra para admirar sus
tesoros, patrimonio de la humanidad en su mayoría, testimonio de aquellos grandes
artistas ya perecidos desde tiempos inmemoriales.
Las proyecciones que
allí compartían techo eran las más deliciosas del mundo conocido: bodegones de
mil colores, escenas colosales de batallas épicas, enormes guerreros de
majestuosa talla, finos bustos de delicada belleza, grandes bestias mitológicas
de aspecto embriagadoramente amenazador… Todo el arte allí era orgulloso y
deslumbrante, pues cada día su ego era satisfecho por la ingente visita de
quienes empleaban sus monedas en admirarlas… excepto una de ellas.
En un rincón muy
alejado de la entrada, tenebroso y casi sin luz, había una estatua lúgubre y
sombría, siempre arropada por el sonido de un triste violín. Tenías una fauces
afiladas y saltonas, orejas grandes y puntiagudas, la cabeza deformada, una
nariz desmesurada y abultada y una expresión retorcida e infame; su cuerpo
estaba encorvado y cheposo, sus extremidades eran desproporcionadamente largas
y de su espalda brotaban dos alas retorcidas y resquebrajadas que no habrían
podido volar ni aunque hubiesen estado hechas de otro material que no fuera oscuro
mármol. La gárgola no recibía miradas de admiración o de fascinación, sólo de desconcierto,
temor y rechazo.
Durante el día, las
obras debían guardar la estoica forma ante los ojos de sus aduladores. Mas por
la noche, cuando el museo cerraba, se movían libremente y soltaban la cuerda
que habían acumulado durante la jornada… y la gárgola sufría las burlas de sus
compañeros de muestrario.
- Dinos gárgola, ¿cuántas visitas han ido hoy a verte?-
preguntó con sorna un imponente Adonis griego.
- ¿A esa qué van a visitarla? Sin duda, la gente tiene miedo
de que ceda su endeble cuello y les aplaste con su enorme narizota- continuó la
broma la mitad superior de una joven dama romana.
Tres muchachas que
jugaban desnudas en un parque rieron de manera estridente.
- ¡Eso no es verdad!- se defendió la gárgola.
- Tus facciones son tan grotescas que son un insulto para
quienes las sufren- continuó el héroe antiguo.
- ¡Mentira!
- Tu cabeza bien podría sustituir a un pepino en ese
bodegón- opinó un lord inglés desde su estudio.
- ¡Callad!
- Y con esas alas tan enclenques no podrías superar el vuelo
de una gallina- se inmiscuyó también el óleo de un imponente dragón, de porte
brillante y majestuosa.
Rodeada de burlas y
risas crueles, la gárgola entristeció.
Avanzada ya la
noche, cuando todas las demás obras se hubieron cansado de torturarla, la
desdichada estatua se sumió en un deprimente monólogo.
- Yo os maldigo, obras infames, a todas. La naturaleza
humana de los artistas ha quedado impregnada en vosotras, que como un espejo
reflejáis su mezquindad sobre mí. Maldigo a las personas que me otorgan menos
atención por mi aspecto, baluartes de la apariencia frente al contenido,
superficiales y presuntuosas. Maldigo a mi creador por haberme hecho tan
horrenda… ¿me habrás querido en algún momento¿ ¿O tan sólo habré sido un tributo
a la fealdad desde el principio, una mofa sobre piedra? Por último, maldigo mi
cuerpo, mi imagen impactante, desagradable y monstruosa que tanto dolor me ha
traído…
Lo cierto es que la gárgola era enormemente
infeliz. A menudo trataba de lijarse las partes sobrantes de su cuerpo, más no
tenía herramientas para ello, por lo que todo quedaba en rozaduras, tan dolorosas como fútiles. Todas las mañanas, el personal de mantenimiento tenía que recoger
las montañitas de arena que se acumulaban frente a su peana, procedentes de sus
ojos.
- Ojalá hubiera una manera de derrotar el suplicio que me
atormenta desde dentro… mi cuerpo es mi enemigo.
Una mañana, el cielo
respondió a sus súplicas. Ocurrió que, mientras la gárgola aguantaba en su
triste postura, un niño se acercó a observarla. La gente apenas solía hacerlo unos
segundos antes de irse a admirar obras más llamativas y bellas, pero por alguna
razón, el niño le dio una oportunidad. El monstruo le dedicó una mirada de
soslayo y, por un instante, sus ojos se encontraron.
Al principio, el
joven se asustó un poco. Al contraer el gesto, sus dientes salidos le dotaron
de un aire de hámster, sus ojos saltones se abrieron aún más y su nariz
aguileña se alzó tanto que casi interrumpió su campo visual. Poco tardó en
reponerse de la conmoción inicial.
- ¿Puedes oírme?- le dijo, ceceando.
La gárgola miró
alrededor disimuladamente. Viendo que estaban prácticamente solos, asintió
tímidamente.
- ¡Hala! ¡Qué guay!
La gárgola se limitó
a bajar la cabeza.
- Parece que sufres. ¿Por qué estás triste, gargolita?- dijo
el niño, con aquella empatía que caracteriza a los más torturados.
La estatua meditó
unos instantes si debía o no contestar.
- Los demás se ríen de mí. Me insultan, me llaman feo y se
meten con mi aspecto.
El niño se encogió
de hombros.
- A mí en clase me dicen que me parezco a una gárgola- se
limitó a decir.
La estatua le miró y,
de nuevo, maldijo a su creador. Hasta fuera del museo se mofaban de su aspecto
y lo utilizaban como algo despectivo.
- ¿Y tú qué les respondes?
El chico repitió el
gesto y, con inocencia, dijo:
- ¿Responderles? Es verdad que me parezco.
El muchacho escuchó
que sus padres le llamaban.
- Me tengo que ir. ¡Hasta otra!
El joven se fue tan natural y desinhibido como había llegado.
- Que con mis 500 años de historia haya recibido una lección
de un mocoso de apenas 10…
Por la noche, como
era habitual, las burlas llegaron a oídos de la gárgola.
- ¿Qué tal, monstruito? ¿A cuántos turistas has espantado con
tus orejones de soplillo?- preguntó el Adonis, mientras se colocaba la corona
de laurel con la lanza.
El museo contuvo las
risas, esperando el momento de la carcajada.
- Tienes razón. Mis orejas son grandes y puntiagudas como las de un conejo, mi
nariz parece la trompa de un oso hormiguero y mis alas no podrían llevarme muy lejos pero,
¿sabes una cosa? Eso no me hace peor, como al busto no le hace peor no tener
brazos ni piernas, o al lord inglés tener un bigotillo ridículo que parece una
mancha de café, o a ti que tu miembro sea minúsculo. Todos somos diferentes, ¿no
crees?
Entre risas, el
Adonis se tapó las partes con la lanza, avergonzado.
Y desde entonces, la vida en el museo cambió para ella. Los
insultos dejaron de dañarla, las risas no le amargaron y, en fin, a la gárgola
nunca más le disgustó que la llamaran “gárgola”.
FIN
Gordos, flacos, altos, bajos, feos, guapos, grandes,
pequeños, peludos, calvos… tal vez el truco no sea negar, sino aceptar que
todos somos distintos.
"Si la filosofía tiene algún valor, es el de enseñar al hombre a reírse de sí mismo." Su Tung-p´o
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