lunes, 23 de marzo de 2015

Los Recuerdos que Encierra una Canción

“¿Qué es la vida? ¿La reminiscencia de lo que hemos vivido, o la continua incertidumbre del futuro?”

Que Ártico no era un chico normal lo sabía todo el mundo. Mucho más callado que los demás niños, se decía que ni siquiera lloró al nacer, aunque quizás aquello sólo formara parte de la leyenda. Siempre ensimismado, inmerso en otra realidad, a veces se quedaba largos minutos mirando un punto fijo como si viera algo que nadie más podía, cual demente. Marlo sabía que no se trataba de eso. O, al menos, eso esperaba.
  Marlo fue el único amigo verdadero que Ártico tuvo en toda su vida, y sólo había una razón para ello: podía entenderle. Demasiado cohibido, demasiado ajeno a lo que le rodeaba, no era fácil para ningún niño hacer buenas migas con alguien así. Sin embargo, Marlo había sido capaz de escavar bajo esa fachada y descubrir la faceta soñadora y ambiciosa del joven. En realidad estaba deslumbrado por su pensamiento mágico, su ideación de las emociones y de las personas.
- La gente es como esferas llenas de reflejos brillantes, impresiones de luz por lo que han vivido. Cuánto más brillantes, más tienen dentro para dar. Pero no son luces estáticas, sino que vibran a una frecuencia determinada para ordenarse, para formar lo que son.
- No lo entiendo- replicó Marlo.
  Ártico sonrió como un adulto hablando de los Reyes Magos con un niño.
- Imagina poder modificar eso. Imagina poder crear esas ondas. Imagina manipular esas luces a tu voluntad- dijo el chico, lejos de querer explicárselo a su amigo.
  Aquellas cosas no eran fácilmente aceptables para un niño de 9 años, pero su amigo tampoco era como los demás aunque, desde luego, mucho más que él. A pesar de no entenderle del todo, Marlo sí que podía pensar que las cosas que decía Ártico eran posibles. Más que amistad, lo que sentía era una especie de admiración. Ártico y Marlo, la gente les reconocía siempre juntos, crecieron inseparables. El uno siempre maravillado por la faceta mística y creativa del otro, quien a su vez hallaba consuelo en la única persona que le ofrecía apoyo en sus días más melancólicos.
  Las diferencias entre ambos chicos eran notables: Ártico era esbelto, abrumadoramente inteligente e interesado por cualquier expresión artística, especialmente la música; pasaba horas practicando con su violín y escribiendo cosas que a nadie dejaba leer nunca; de aspecto un tanto enfermizo, pues el sol apenas le alcanzaba, su piel era el apropiado reflejo de su nombre. Por su parte, Marlo era mucho más corpulento y, aunque iba sacando los cursos al día, todo era gracias al esfuerzo y el empeño que ponía, con peores resultados que su amigo, quien parecía tener un don para aprobar sin apenas esforzarse.   
  Cuando acabaron el instituto, sus caminos se separaron: Marlo ingresó en la Universidad de Ingeniería, mientras que Ártico fue al conservatorio. El músico no entendía cómo su amigo podía sentirse interesado por algo tan intrascendente como la física, pero aquel había sido su sueño, aunque era consciente de lo difícil que sería para alguien sin ninguna habilidad especial como él. Aunque trataron de mantener el contacto los estudios, cada vez más exigentes, requerían la mayor parte del tiempo de Marlo, y Ártico también solía poner trabas para verse aludiendo que estaba trabajando en “el proyecto de su vida”. Poco a poco, la brecha se hizo mayor. El primero encontró nuevos amigos y conoció a una chica llamada Alice, quien sería la mujer de su vida, mientras que el segundo pasaba su tiempo libre enfrascado en sus investigaciones dentro de un piso alquilado de las afueras que mantenía con el dinero de una herencia. Finalmente, la amistad no pudo tanto como la distancia y perdieron prácticamente todo contacto.
  Pasaron los años y, como es natural, la vida de Marlo con ellos. No sin esfuerzo, el tesón de quien no tiene ningún don pero lucha por alcanzar un objetivo le llevó a sacarse el título de Ingeniero de Caminos y encontró trabajo en una industria de construcción. Una vez asentado, decidió llevar un paso más allá su relación y pedirle a Alice que se casara con él. La misma noche del llamó a toda su familia para anunciar la nueva.
  Fue cuando estaban repasando la lista de invitados que Alice inquirió un nombre extraño entre ellos.
- Cariño, ¿quién es Ártico?
- Era mi mejor amigo de la infancia- respondió Marlo.
- Qué raro. Nunca me has hablado de él.
- ¿Seguro?
- Con ese nombre me acordaría.
- Bueno, hace mucho que no hablamos. En realidad no espero que venga pero… en fin, nunca se sabe. Igual es una buena ocasión para volver a verle.
  Para su sorpresa, Ártico respondió a la invitación. “Me encantará asistir. Serás el primero en ver los resultados de mi investigación. Tu amigo Ártico.”
  El hombre no tenía la menor idea de lo que le hablaba, pero la sorpresa fue tal que apenas reparó en el misterio encerrado en sus palabras. Estaba feliz de volver a verle.
  El día de la boda fue uno de los más felices para Marlo. Los ojos del joven se volvieron estanques de vidrio cuando vio a su amada caminando hacia él en el altar. Envuelta en su vestido incólume, durante unos instantes nada más había en la iglesia: ni invitados, ni flores, ni un techo sobre su cabeza que se interpusiese entre él y el cielo. No había miedo o falta de seguridad. No había dudas. Sabía lo que hacía, y hacía lo que quería, y ello pasaba incuestionablemente por Alice.
  La ceremonia fue breve y desprovista de incidentes. Por el tiempo que duró, la pareja no separó ni un segundo sus miradas, ni sus caricias, ni sus sonrisas. Ya durante el convite, fue cuando Ártico se presentó ante los recién casados, ataviado con un traje azul frío y su violín bajo el brazo. Apenas había cambiado desde la última vez que Marlo le vio. Tras un leve saludo, tímidamente y con palabras extremadamente corteses, preguntó cuál era la canción de los enamorados.
- Todas las parejas tienen una. Puede ser la que estuvieran tocando en la fiesta que os conocisteis o aquella que ambientaba el primer beso- explicó el joven. Su voz era un susurro sibilino que incomodó a Alice. Marlo no le dio importancia.
- Mmm… bueno, la verdad es que “For The First Time”, de The Script siempre nos ha gustado a ambos. Fue la canción que tenía puesta en el móvil la primera vez que hablamos- dijo Marlo. Luego, miró a su esposa en busca de aprobación y ésta asintió.
- Perfecto. Es todo cuanto necesitaba.
  La fiesta siguió celebrándose con normalidad hasta que, llegado el momento del brindis, Ártico sacó su instrumento y se subió a la mesa en la que había sido colocado. Sus acompañantes, extraños para él, observaron el arrebato con incomodidad, la misma que parecía notar él mismo por cómo miraba a su alrededor. Marlo levantó la copa en gesto aprobatorio y él pareció corresponder con una sonrisa.
- He aquí mi regalo. Que ilumine vuestro camino, el que empieza ahora.
  Dicho esto, empezó a tocar la melodía que su amigo le había sugerido. A Marlo no le sorprendió que se la supiera de memoria, pues conocía de sobra su inteligencia. El violín le daba un matiz nuevo a la canción, como si fuera una sombra de la misma reflejada a otro nivel, aunque agradable para los presentes. No obstante, apenas repararon en ello. Sin duda, lo que más llamó la atención de todos fue el que pudieran ver las notas.
  Como si el arco arrancara chispas de las cuerdas, el violín creaba láminas como folios que aleteaban en el aire cuales pájaros. Éstos se contorsionaban y bailaban ante los ojos de los presentes hasta que, de repente, caían como si fueran de plomo, encontrándose en el suelo y abrazándose, quedando pegados entre ellos. Ante los maravillados invitados, la música se apelotonó hasta formar una esfera. Una vez terminó la canción, Ártico cogió la bola y se la tendió a su amigo.
  No estaba seguro de qué pasaría, ni tenía idea de qué truco era, pero Marlo la recogió. A pesar de su tamaño (más o menos el de una bola de bolos), no pesaba nada, como si estuviera hecha de aire. Al instante, la pelota se iluminó y la canción que habían escuchado salió de su interior. Aunque ahora no sonaba tal y como la había tocado, sino tal y como la pareja la oyó por primera vez juntos. Los tonos les llevaron a otro sitio, a otra época, las imperfecciones del momento eran las mismas, sintieron que eran transportados a aquella situación vivida hace años, justo cuando Marlo notó el perfume de Alice por primera vez. El hombre miró a su esposa, quien por el brillo de sus ojos parecía, como él, estar volviendo a revivir su encuentro.
- Marlo, siempre confiaste en mí, por eso serás la primera persona a quien regale el trabajo de toda una vida: la esfera de recuerdos.
  Apabullado por la emoción del momento, Marlo apenas se dio cuenta cuando cayó de rodillas para agradecérselo. Ártico sonrió complacido. Los asistentes aplaudían.
  Una vez más, las vidas de los dos amigos dieron giros radicales. Ártico hizo pública su, a falta de una palabra mejor, magia, y sus extrañas esferas pronto se volvieron famosas en el mundo entero. Las personas pagaban millones porque el chico les compusiera una a medida, y él muy alegremente las cobraba. En meses, el joven se volvió rico y famoso, por lo que Marlo no volvió a encontrar un momento de hablar con él.
  El amigo del músico también estaba ocupado comenzando una vida con Alice. Juntos, se afanaron mucho por establecerse en un pisito céntrico de la ciudad, cerca de sus oficinas. Aunque trabajan mucho durante el día, el aliento que se daban el uno al otro cuando estaban juntos les compensaba con creces el esfuerzo. La esfera de Ártico era uno de sus mejores tesoros, y lo guardaban con cariño, pero no tanto como los momentos que compartían. Con el tesón que a ambos caracterizaba prosperaron, fueron dichosos como casi nadie...  y justo cuando se planteaban tener un hijo, acaeció la tragedia.
  Marlo estaba en la oficina cuando le comunicaron que Alice había muerto en un accidente de tráfico. De repente, el tiempo se paralizó, su mundo se rompió en pedazos. El aire había escapado de sus pulmones y subido al cielo, en donde sabía que se quedaría hasta que fuera él quien lo buscara. Primero lloró, gritó y se rasgó la piel, como tratando de despertar de una pesadilla. Luego, rió como un loco.
-Es curioso ver como la vida puede dártelo todo sólo para ver si lo soportarás cuando te lo quite…
  Tras la catástrofe, Marlo cayó en una profunda depresión. Las paredes de su piso se burlaban de él, los rincones de su mente le atormentaban de ausencia. Para dejar de sufrir, decidió cambiar de vida por completo y mudarse a otro país a empezar de cero.
  Estaba empaquetando las cosas para irse de aquella casa. No soportaba la idea de seguir en aquel lugar plagado de recuerdos incompletos, de retazos de lo que fue y ya no era. De repente, abriendo un armario, Marlo se topó con la esfera de recuerdos de Ártico. Llevaba mucho tiempo sin verla y no se acordaba de haberla colocado en el sitio que la encontró. Tal vez fuera una de las últimas cosas que tocó Alice. Justo cuando la sostuvo en sus manos, empezó a sonar aquella familiar melodía… y ya no estaba en casa. Estaba en clase de ingeniería, 10 años atrás. Tampoco estaba solo, sino rodeado de sus compañeros, amigos y el señor Smitch, con su siempre arrugada camisa de cuadros a punto de dar la clase. Aquellos eran rostros ya olvidados, perdidos hasta aquel momento, pero tan paladinos a sus ojos como si siempre los hubiera tenido presentes. Y entonces, entró ella. Con su mirada dulce, su sonrisa enigmática, su pelo rojo como el atardecer… y se sentó a su lado. Y le preguntó por la canción que sonaba. Marlo retomó la respiración cuando notó nítidamente el tacto de la mano de ella en la suya propia.
  Desde aquel momento, la esfera fue mucho más que un trofeo para Marlo. Cada día, tras regresar a casa, se sentaba con ella en el regazo y volvía a disfrutar de la compañía de su esposa. Las bromas, su tacto, su olor, su voz… todo estaba allí, en aquella canción tan dulce, tan eterna como el momento en que la conoció. Poco a poco, la pelota se convirtió en lo único del mundo que consideraba suyo, porque era lo que había elegido. Cada vez dormía menos, muchos días se le olvidaba comer y sólo lo hacía cuando el dolor de estómago se lo recordaba ferozmente. Sólo fue cuestión de tiempo que su otra vida se resintiera. Como puñaladas de hielo en su garganta, la congoja de ser consciente de que en verdad ella ya no estaba le acompañaba cuando más alejado estaba de la esfera. No tenía humor ni entusiasmo por nada. Su apatía no pasó desapercibida para la gente de la oficina, su rendimiento era tan torpe y lento que su jefe le mandó hacerse un chequeo médico, más no hallaron mal alguno en su cuerpo. No encontrarían nada a ese nivel.
  Así siguieron las cosas, hasta que un día, de nuevo, Marlo recibió una dura lección. Llegó a su casa feliz como siempre, deseoso de sumirse en aquella realidad en que no había existido accidente alguno. Ansioso, abrió el destartalado apartamento, sorteó los montones de basura apilados y se dirigió al doble fondo de armario donde guardaba la esfera, el lugar más seguro de la casa. Mas, cuando la sostuvo entre las manos, aquel día el sonido no se produjo. Nervioso, agitó el objeto, lo palmeó primero con delicadeza, luego más fuerte, pero nada al principio. Preso de la desesperación, trató de forzarla para abrirla aunque no hubiera ningún pliegue visible, y entonces sonó… pero no como siempre. Aunque era la misma melodía, ésta se oía a un volumen sensiblemente más bajo, a veces distorsionada. La experiencia también había cambiado. Alice seguía esperándole, pero no de la misma forma. El rostro de su amada a veces desaparecía ante sus ojos, su voz era más apagada, como si llegara tras un cristal, apenas notaba su tacto…
  Con los días, la situación sólo empeoró. Cada vez costaba más que la esfera sonara, cada vez el mundo idílico al que le transportaba era menos real. Llegó el momento incluso en el que los recuerdos se mezclaban con el presente, creando la desagradable ilusión de que una cosa estaba y no estaba al mismo tiempo. La esfera se apagaba.
  Marlo gritó desesperado.
- ¡Maldita sea! Si Ártico me lo hubiera advertido… ¡Ártico!- el joven descubrió que tenía la solución al alcance de la mano y, de nuevo, recobró el aliento.
  Llevaba mucho tiempo sin saber nada de su amigo. Debido a la fama de aquel, a Marlo le fue fácil encontrar referencias en internet. Al parecer había amasado una gran fortuna. Los más ricos del planeta hacían cola para adquirir sus mágicas esferas como objetos de coleccionista…. antes. Ártico se había retirado. Más aún: nadie le había visto en meses. Algunas personas especulaban con su muerte, pero nada se había confirmado. Simplemente, se había esfumado.
- No me rendiré. Volveré contigo Alice. Lo juro.
  Pocas personas conocían su dirección. Ártico había sido muy escrupuloso a la hora de guardar su vida privada de los ojos públicos. Marlo deseó que no se hubiera mudado desde que le mandara la invitación, aunque no tenía muchas esperanzas. Era un pisito austero en las afueras de la ciudad. El chico supuso que con su nueva vida habría cambiado de casa, pero aún así decidió probar. Subió las escaleras, llegó a la puerta sin mucha convicción y golpeó la madera con los nudillos.
- ¿Ártico? ¿Estás aquí? Soy yo, Marlo.- No obtuvo respuesta.
   Llamó varias veces más, pero con el mismo resultado. Lo más probable es que se hubiera mudado, ahora tenía posibilidades mejores que aquel cuchitril de mala muerte. Marlo ya se estaba dando la vuelta, cuando un leve quejido le llegó desde el otro lado.
- ¡Ártico!- gritó-. Alice- pensó.
  Tras tres patadas, la puerta cedió. Marlo Tuvo que contener un grito.
  Aquel hombre era poco más que un resto de lo que fue Ártico. Estaba demacrado, completamente escuálido y sucio. Sus costillas subían y bajaban en un pecho del grosor del de un niño y su piel era más marfileña de lo que creía posible en una persona que no fuera albina. Había que hacer un esfuerzo para no vomitar por el olor. Todo estaba sucio y desordenado, lleno de desechos y restos de comida y porquería. Era muy probable que el músico hubiera empleado la mayor parte de su fortuna en latas de comida deliberadamente, con la intención de no salir nunca de allí. Junto al joven reposaba su violín, tan descuidado como todo lo demás. Y el sonido… Con una docena de melodías distintas, todas ellas ajenas, desacompasadas y a veces contrapuestas, una fanfarria de esferas rodeaba a Ártico. Cada una tocaba una canción diferente, formando una orquesta de estruendoso e incómodo desorden, aunque su amigo reaccionaba a ella tímidamente, como un comatoso. Sonreía, pero no con alegría, o al menos no en el sentido estricto de la palabra. Aquella era una risa hueca, extraña, como si no procediera de este mundo ni se inspirase en él.
  Marlo se acercó al músico y trató de hacerle reaccionar. Le zarandeó, trató de apartarle las esferas, pero estaba abrazado a ellas de manera anquilosada, como un rigor mortis.
- Ártico, ¿me oyes?
  Lo que quedaba de su amigo le miró con ojos vacíos e inexpresivos. Nunca estuvo seguro de si llegó a verle. 
  El ingeniero se preguntó qué estaría pasando dentro de su cabeza. ¿Recuerdos? ¿Anhelos? ¿Había existido si quiera lo que veía? No le preguntó. Fuera lo que fuera, su realidad sería mucho mejor de aquello en que había convertido su vida.
  Con cuidado, Marlo cerró la puerta y se marchó.
  El trayecto de vuelta a casa fue silencioso y tranquilo. Apenas se dio cuenta de cuándo llegó. Le pareció que se hubiera teletransportado.
  Lo primero que Marlo hizo al llegar fue dirigirse al doble fondo del armario. Como si le hubiera estado esperando, esta vez la esfera reaccionó rápidamente al roce con su piel, aunque la música ya apenas se oía. Sin embargo, fue suficiente para que la viera ante él. Tan radiante como el primer día, tan joven y bella como cuando la conoció, tan llena de vida. Vio cómo le acariciaba la mejilla y colocó su mano sobre la de ella. No la notó.
- Adiós, Alice.
  La esfera se rompió en pedazos cuando impactó contra el suelo.
  El ingeniero pasó los días más duros. Se arrepintió más veces que nunca en la vida. Se alegró otras. El joven dejó su puesto, se mudó a otro país y empezó de nuevo. Su mundo siguió adelante. Él decidió que el sueño en el que le había sumido su pasado acabara.
  Marlo se estableció en otro lugar, encontró un nuevo trabajo al que dedicarse y una casa y vivió el resto de su vida prósperamente, pero sin poder deshacerse nunca del pesar de su corazón. Rodeado de desperdicios, inane y consumido, Ártico murió en poco tiempo, tan feliz que ni se dio cuenta de ello.


FIN

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