Le encantaba volar, pero no aquel día. Siempre había
disfrutado tumbándose sobre el viento, mofándose de los seres desde arriba, que
como hormigas empequeñecían cuando les contemplaba desde las alturas… excepto
aquel día. Porque el aire era demasiado fuerte. Porque como mazas invisibles
golpeaba la tela que era su piel en todas direcciones, en una suerte de dolor
y movimientos caóticos. Porque era más vehemente de lo que podía controlar.
Aquella mañana otoñal, el niño se había encaprichado en
volar su cometa a pesar de las advertencias de su padre. Mientras las jóvenes e
inexpertas manos del infante competían por hacerse dueñas de los controles, el
aire vapuleaba a la birlocha entre estruendosos rugidos. Aquel niño había sido
su amigo, su compañero fiel. Juntos habían reído, volado y soñado. El pulso de
los dedos del joven que notaba en el extremo de sus hilos, antes le había
reconfortado; era su seguridad; era su ancla al mundo… pero no ese día. Tres
tirones bruscos, y el cordel que los unía se partió. La cometa salió despedida
y, arrollada por la vorágine, acabo hincándose entre las ramas de un árbol. Y
allí se quedó.
En su nuevo emplazamiento la cometa aguardó impaciente,
anhelando el regreso de su buen amigo. Los días, las semanas y los meses movieron
las hojas del calendario, pero el esperado encuentro no se produjo. Hasta que llegó
el buen tiempo de nuevo.
Un soleado día, perdida ya casi toda esperanza, los ánimos
de la cometa se encendieron cual candil en la oscuridad al ver como el joven
por fin se acercaba al árbol junto a su padre, con un paquete en la mano.
Ilusionada, casi no podía esperar para ver qué dirían cuando la vieran.
- Mira Jesús, ahí está tu vieja cometa- dijo el hombre.
- ¿A quién llamas tú
vieja?- se molestó ella, pero no le dio importancia. Estaba feliz de volver
a verles.
- Sí, pero está rota. Mi otro juguete es mejor- se limitó a
decir el niño.
Luego, el chico sacó una nueva cometa del paquete. Era
blanca como la nieve y afilada en su punta, mucho más estética que la otra. Niño
y hombre volaron con el nuevo juguete toda la tarde.
Alma rota y en vilo, la cometa aguardó fielmente aún un
tiempo. Cada tarde, una y otra vez, el niño volvía a jugar con su nueva
adquisición delante de sus metafóricas narices, pero a ella no le decía nada. Y
así siguió siendo. Y volvió el mal tiempo.
Uno de aquellos tormentosos días, el
volantín decidió que había llegado la hora. Con esfuerzo y dolor, arrancó su
estructura de las ramas, que como estacas atravesaban su cuerpo y lo
diseccionaban, se levantó y echó a volar.
Rápidamente, el viento la elevó hasta las alturas.
“Vuela alto, cometa
rota,
vuela hasta el cielo.
Sube con fuerza,
rabiosa y sola,
perdidas las opciones,
¿qué puede darte miedo?”- bramaba la tempestad.
Y siguió subiendo, viéndolo cada vez todo más pequeño. Aquel
día no le detuvieron los tirones, no había nadie al otro lado de sus rotos
hilos. Únicamente se dejaba llevar, solitariamente movida por el viento, que
cada vez era libre, más fresco. Superó la inseguridad, superó el dolor, superó
el miedo y, entonces, por primera vez desde hacía tiempo, sonrió. Y nadie más la
volvió a ver.
FIN
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