viernes, 3 de marzo de 2023

Luciérnagas encerradas

Las luciérnagas revoloteaban a su alrededor cuales bailarinas hechas de luces, como estrellas fugaces. Había unas que describían sugerentes círculos en el aire, otras emitían profundos chirridos que reconfortaban y daban paz y seguridad. Algunas, refulgían tanto como una montaña de oro a la luz del alba, y otras desprendían un aroma embriagador que despertaba la misma sensación que lo hacía el amor en el cerebro. Cada una a su manera, eran brillantes y preciosas.

  El niño quería capturarlas a todas, hacerlas suyas de manera incuestionable, pero se estaba encontrando con francas dificultades:

  Para empezar, le costaba mucho atraparlas. Corría, saltaba y escalaba por la cueva en la que llevaba toda su vida, buscando el mejor punto estratégico para emboscarlas. Tras horas al acecho, durante el despiste de alguna luciérnaga, era posible capturarla y meterla en la cajita de madera de cedro que tenía, su única posesión. Y era aquí donde aparecía el segundo de sus problemas.

  El niño quería cogerlas a todas, no solo a una de ellas. Pero, en el momento de capturar a una segunda, postrero al paso por el duro proceso previo, al abrir la cajita para introducir a su nueva presa, la antigua que yacía dentro aprovechaba la oportunidad y escapaba despedida como una flecha, para reunirse con sus compañeras al vuelo. Y así una y otra vez.

  El niño estaba furioso. Él quería capturar a todas ellas, no solo a una cada vez… Pero no era capaz, al final siempre tenía que ir turnándolas.

  -Esto es horrible. ¿Dónde está escrito que no pueda tenerlo todo?

  El niño creció, y con él la frustración de ser incapaz de alcanzar todas las luces y mantenerlas al mismo tiempo.

  Un día, al ya adolescente se le ocurrió una posible solución. Con la práctica, cada vez le era más sencillo atrapar a las luciérnagas. En el momento en el que capturó a una de ellas, en lugar de meramente mantenerla dentro de la cajita, la presionó con el dedo hasta que, muerta o agonizante, el ser no pudo alzar su vuelo de nuevo.

  -Ahora, de seguro no podrás escapar.

  Y esto tenía mucha lógica, pero una contrapartida bastante notable: la luciérnaga aplastada, inmediatamente, dejó de brillar.

  El adolescente se quedó por un rato pensativo. Sin duda, la criatura permanecería encerrada para siempre. Pero ya no emitía su luz, ni expresaba ninguna otra característica de aquellas que fascinaron al chico mientras había vivido suspendida en el aire.

  -Pero será mía. Para siempre.

  Decidido, el adolescente se encomendó atraparlas a todas ellas y aplicarles su método de encierro. Una a una, fue introduciendo las luciérnagas en la cajita para, en el momento en que estaban acorraladas, espachurrarlas para que no fueran capaces de escapar.

  Cuando por fin hubo terminado de capturarlas a todas, ya no era un adolescente, sino un adulto completamente formado y establecido. Por fin había conseguido, de aquella manera, su cometido.

  El hombre miró a su alrededor, que se había transmutado en penumbra y silencio.

  -Ahora… ya no me queda nada por hacer en esta cueva.

  Poco a poco al principio, pero cada vez de manera más precipitada, la piel se fue convirtiendo en cuero arrugado, y su melena negra dio paso a las canas.

  Y así fue que el adulto se quedó sentado en una piedra hasta hacerse anciano, esperando en la oscuridad de la cueva y sin nada más que una caja llena de luciérnagas muertas.

FIN


(nota del anciano de la cueva)

Vuelvo a estar sumido en esa espiral de oscuridad. Las ideas no fluyen a través de mis dedos como sí lo hacen por mi cerebro cuando no tengo tiempo de atraparlas, como mariposas en la noche que siempre revolotean fuera de mi alcance…

martes, 7 de febrero de 2023

El ácido poema de Margo

Libre como el pájaro más salvaje

Que jamás jaula hubo conocido.

Alma viajera, espíritu errante,

Lula era uno más de los elementos

Indómita como el mismo viento.

La chica trataba a la desesperada

De huir de una realidad nunca soñada.

Un trabajo estable, familia e hijos;

Una casa donde mantenerse guapa y agradable;

Nada de eso entraba en sus planes.

Ella quería viajar, conocer mundo,

Descubrir destinos donde nadie más hubo.

No era de ningún lugar concreto, no era de nadie

Y de ese modo quería seguir siendo.

Solo había un pequeño detalle:

Viajar costaba dinero.

Cualquier básico humano encerrado

En sus labores, su mundo diario, su trabajo

Pudiera pensar que Lula no tenía nada:

Ni piso, ni propiedades, ni una cuenta abultada,

Nadie que la esperara cada día a su llegada

Pero

Ella lo veía todo a la inversa.

Ellos estaban encerrados en pequeñas celdas

Ella, tenía a sus pies toda la existencia.

Solo quiero seguir viajando, saltar

De lugar en lugar.

¿Es eso pedir de más?”

Trabajaba en Madrid como enfermera,

Haciendo mil guardias, turnos extra

Para, llegado el momento de las vacaciones,

Poder dar rienda suelta a sus pasiones

Y conocer nuevos sitios del planeta.

Media vida gastada,

Para satisfacer mi verdadera meta.”



Estaba en mitad de una escapada

Conociendo la lejana Casablanca,

Luchando por regatear un poco

En el tenderete de un abarrotado zoco.

Miles de aromas asaltaban sus sentidos,

De inciensos, perfumes y ásperos tejidos,

Cuando en mitad de su dialéctica lucha

Se encontró con una diana para su puja.

“¿Cuánto por eso?” preguntó ella al vendedor,

Haciendo alusión a un objeto color latón,

De morro alargado y cuerpo fondón.

Era una lámpara con una borrosa inscripción

De esas que en los cuentos

Albergan alguna maravilla en su interior.

“200 dirhames, ángel rubio” dijo el comerciante.

“O 20 euros, si lo prefiere

al cambio es razonable,

si a usted bien le viene.”

“Le doy 100 dirhames

Que son 10 euros,

Según su razonamiento.”

“Que sean 150,

No bajaré más. Sepa

Que es mi última oferta.”

Y 135 dirhames fue finalmente el precio,

Para llevar a su habitáculo

El fatídico premio.



Llegado había Lula a su alojamiento,

Cuando depositó sobre la colcha el objeto.

Una ducha rápida, un cambio de adornos

Para poder combatir

Los vestigios del bochorno.

Vestida nuevamente y aseada

Miró pensativa

La lámpara de su cama.

Quizás mal no le viniera

Que también le diera una lavada.”

Y, sujetándola entre sus firmes dedos,

Frotó la superficie

Con el dorso de un pañuelo.

Vapores verdes como el pasto

Emergieron de sus adentros

Inundando toda la estancia

Formando, en última instancia

Un ser con extraños rasgos afilados

Y unos ojos despiadados.

“Saludos, humana.

Mi nombre es Margo, el Genio Cabrón.

Ya que me has liberado,

Es mi deber concederte un deseo a tu elección.”

Lula no era dama

De materiales pasiones.

Viajar lejos, conocer culturas,

Vivir esas emociones

Que solo el aventurero osado

Puede ver satisfechas

Al abrir camino con su paso.

El tiempo del viaje, el dinero

Eran los únicos escollos

Que debía superar primero.

Así que, en aquella época de pelis de Marvel,

Vino a su mente

La solución a sus males.

“Deseo tener el superpoder de teletransportarme.”

Dijo la chica, con seguro talante.

Y el genio asintiole complacido.

“Será un placer

Cumplir tu pedido.”

Y la lámpara desapareció de su sitio

Mágicamente

Tal como Lula podría hacer

De haberse cumplido

Su deseo ferviente.

Casi no puedo esperar

A probar mi regalo.”

Pensó ella,

Dándole vueltas al cráneo

Para elegir el primer lugar

Que visitar con el legado

Del genio.

“Sea pues, mi primer nuevo sino

Con el que testar mi poder adquirido

Será la lejana cumbre más alta

Del místico Himalaya.”

Se aprovisionó con cuanto abrigo

Pudo encontrar en su camerino:

Mantas, sábanas,

Capas de ropajes desmedidos.

Dio dos saltos, se concentró

Pensó en su destino,

Y dijo: “Al Himalaya”

Cerrando, sin saberlo, la cruel trampa

Que el genio le había tendido.

Pues Margo algo sabía,

Un pequeño detalle

Información no accesible

Para el resto de los mortales

Que sin embargo resultaba clave.

Lula también lo conocía

Más lo había pasado por alto,

Por culpa de las películas.

Cuando un superpoder nace en el superhéroe

Este afecta a su ser, es decir, lo que lo conforma,

¿Mas qué sucede con esas partes

Que no son exactamente propias?

En las películas, teletransportarse

Implicaba mover también la ropa

Hacia otra parte.

¡Qué absurdo! ¿No os parece?

¿Es que a lo que toques

También le transfieres tus superpoderes?

Lula lo descubrió con pena

Y ni siquiera fue el peor de sus problemas.

Hay una capa de piel muerta que nos recubre

A su manera, de forma protectora.

Las uñas, hacia fuera, están muertas, así como el pelo.

¿Tendría sentido que algo que no está hecho de células vivas

Tuviera también el efecto?

Cuando un superhéroe se teletransporta,

¿Lo hacen también las uñas que al cortarse

Dejó tiradas en el suelo?

Por último, los seres humanos

Una enorme cantidad de microorganismos

En nuestro intestino alojamos

Que hacen labores digestivas, protectoras

Nos regulan por dentro

En simbiosis laboriosa

Más, siendo estrictos,

No son nosotros, en ellos mismos.

De haber tenido en la boca un pescado vivo,

¿Lo habría teletransportado consigo?

Con todos estos datos en la recámara

Lula podría haber anticipado

La cruel cábala

Mas no fue el caso.



Una pareja de alpinistas

Que hacía cumbre en ese momento,

Describió de esta manera

El extraño avistamiento.

“Parecía un cuerpo humano

Suave, muy pálido.

Estaba completamente inmaculado,

Con su brillante piel

Reflejando el color de la nieve

En todos sus milímetros.

Fue un instante, nada más.

Con voz femenina, la oímos gritar:

¡Puto genio!, y ya.

Acto seguido,

Desapareció del lugar.”



La siguiente teletransportación de Lula,

Fue al último hospital donde hubiera

Trabajado ella.

Sin melena ni uñas

Con menos piel,

Sin cejas que resolvieran

La expresión desencajada de su ser.

Hipotermia aguda

En su dermis desnuda,

Y por un caso grave afligida

De flora interna desaparecida.

Por todo lo aquí contado fue atendida

Por la sanidad pública madrileña

De urgencia, sin demora

E internada en una unidad especial,

Tras esperar alrededor de 3 horas.



FIN





domingo, 9 de octubre de 2022

El Salado Cuadro de Margo

 “–A continuación tenemos a un invitado muy especial. Se trata de un hombre que ha revolucionado el mundo del arte. Es joven, es exitoso y... la verdad, señoras y señores, es un tío cojonudo. No necesita presentación... de todos modos, ya habréis visto la intro del programa.

  Risas del público.

  –¡Con vosotros, Ismael Álamos!

  Aplausos.

  La cámara enfoca a una de las entradas al plató. La puerta se abre con solemnidad. Un hombre de mediana edad, con el pelo rapado y el mentón cuadrado, atraviesa el umbral. El público aplaude más fuerte. Con paso firme, el invitado atraviesa la distancia que le separa del presentador antes de estrecharle la mano.

  –Es un placer, Trevor –dice el recién llegado.

  –Por favor, toma asiento –indica Trevor Bronca, el anfitrión, señalando un sofá negro que hay junto a su mesa.

  Cada uno toma su posición.

  –Bueno Isma... ¿puedo llamarte Isma? –comienza la entrevista.

  –Claro. Así es como me llaman mis amigos, y yo trato de llevarme bien con todo el mundo... por lo que pueda pasar.

  Risas.

  –Por lo que pueda pasar –repite Trevor.

  –Por lo que pueda pasar.

  –Bueno Isma, eres uno de los artistas más influyentes de la actualidad de nuestro país. Tus cuadros se venden por miles de millones de millones de euros, tienes galerías de arte en Madrid y Barcelona, pero también en Viena, Milán y... me dejo algún sitio, seguro.

  –Nada importante. Solo la de Nueva York.

  Más risas.

  –Eso eso. Solo la de Nueva York. Bueno Isma, con todo este currículum, la verdad es que ni de coña esperaba que aceptaras la invitación al programa.

  Risas.

  –No hombre...

  –Es decir, yo pensaba que un tío tan ocupado no tendría espacio en su agenda. Pero al final sí, y yo que me alegro. Así que vamos a comenzar, si te parece, con la pregunta que le hago a todos mis invitados... ¿cuánto dinero tienes en el banco?

  Risas moderadas.

  –Bueno veamos... vaya, es increíble que aunque tengas preparada la respuesta, esa preguntita sigue poniéndote en apuros.

  Risas.

  –Te la tenías preparada de antes, ¿verdad?

  –Si macho, pero aun así... bueno. Digamos que tengo menos que el dueño de Amazon, más que el de Zara.

  Más risas.”


Ron Tramor apretó el botón de apagado con vehemencia. Después, lanzó el mando a distancia contra el sofá, con tanto ímpetu que el aparato rebotó, se elevó unos centímetros y después cayó al suelo. La tapa se desprendió de la estructura y las pilas rodaron por el piso.

  –Mierda...

  El hombre no tenía tiempo para recoger los fragmentos. Aquel día había dormido más de la cuenta, así que iba justo de tiempo para llegar a su trabajo.

  Eran las 9 de la tarde.

  Ron trabajaba en un almacén de productos deportivos, con un horario fijo de 10 de la noche a 6 de la mañana, con media hora para comer, tal y como estipulaba su contrato. Y a eso se dedicaba. Dormía por el día. Se despertaba a las 8. Comía, se vestía, iba a trabajar, volvía a casa. Desayunaba o cenaba, según cómo se mirara. Dormía. Sus días libres, Ron estaba demasiado cansado como para organizar ningún plan. No tenía pareja y había perdido el contacto con sus amigos desde hacía bastante tiempo, tanto que ya ninguna llamada de resucitación de viejos tiempos podría surtir efecto. De haber tenido que escoger un color que representara su vida, habría elegido un gris oscuro tirando a negro.

  Sorprendentemente, lo peor de la realidad del hombre no era exactamente la rutina. Cierto era que su vida estaba bastante limitada, pero no era esa la afección que más le reconcomía por dentro. Su mayor mal tenía nombre y apellidos, y desde hacía algunos años a menudo protagonizaba programas de televisión y de radio, así como artículos de revistas, e incluso había escrito una autobiografía.

  Ron conocía bien a Ismael Álamos. Habían nacido en el mismo pueblo y juntos habían ido a la escuela y posteriormente al instituto. Nunca habían sido amigos, y no por la diferencia entre sus personalidades, puesto que a menudo los polos opuestos se tienden a atraer. La realidad era que el mozo de almacén nunca lo habría permitido.

  El desdichado hombre había tenido, desde pequeño, un sentido de la responsabilidad exacerbado. En el colegio, nunca había sido brillante o especialmente inteligente, pero siempre había obtenido las mejores notas de su clase. ¿Su secreto? Aquel que dicen los expertos: trabajo duro y sacrificio. Siempre se había tomado muy en serio sus obligaciones, estudiado a conciencia para los exámenes y preparado con esmero sus proyectos de trabajo. Ismael, en la otra mano, había sido todo lo contrario: perezoso, distraído, poco o nada aplicado... Al chico nunca parecían haberle interesado las clases. La única vez que Ron y él coincidieron en un trabajo, allá por quinto de primaria, recordaba haber tenido que hacer todo el trabajo, y ya nunca había vuelto a aceptar. Ismael había sido un zote y un aprovechado, un despropósito humano cuya vagancia se había acentuado aún más en los años de instituto, donde probablemente no hubiera faltado a ninguna recuperación. Y, sin embargo, jamás había repetido curso. ¿El secreto de Ismael? Su don de gentes. Se le daba muy bien hablar con las personas. Su desmedido encanto y su labia le habían hecho ser siempre el centro de atención, no solo entre sus compañeros, sino también con los profesores. Los maestros habían visto en su dejadez una petición de ayuda que ni en un millón de años habrían visto en otro chico de menos carisma, y habían volcado todos sus esfuerzos en ayudarle o pasarle de curso sin merecerlo. E Ismael, con agasajos y halagos, siempre había salido adelante.

  –La gente es estúpida, no ven la realidad –se había dicho siempre Ron–. Ismael no es una víctima, es un geta. Y, tarde o temprano, se acabará estrellando.

  Nada más lejos de cumplirse podría haber estado la profecía de Ron. Casi de la noche a la mañana, Ismael se había hecho famoso de la manera que se hace famosa la gente en la actualidad: por puro azar. A través de sus redes sociales (Instagram y Twitter, mayormente) algunos influencers de turno se habían fijado en los cuadros que pintaba y le habían ayudado a promocionarse. En poco tiempo, diversos programas de actualidad paralelos le habían invitado, y su encanto natural hizo todo lo demás. En aquel momento, se trataba de toda una celebridad de fama internacional. Por su parte, Ron había estudiado químicas, una carrera enormemente complicada pero que siempre le había resultado curiosa. Después de eso, sin dinero para estudiar ningún máster que le facilitara la entrada al mundo laboral, había ido al paro. Sus padres murieron poco después en un accidente de tráfico, dejándole como herencia únicamente una casa en un pueblo de Extremadura bastante vieja. Como era cuanto tenía de ellos, se había rehusado a venderla o alquilarla (lo cual tampoco habría sido sencillo, ya que la habría tenido que reformar previamente a buen seguro), así que rápidamente se había puesto a trabajar de lo que fuera, hasta el momento de entrar en el almacén de una famosa franquicia de productos deportivos, donde su sentido de la responsabilidad le había llevado a hacer horas extra ni remotamente remuneradas, algo muy codiciado por sus superiores, que en seguida le habían hecho indefinido en la época en la que no era fácil conseguir ese tipo de contrato. En aquel momento, se había estancado en su trabajo y en su monotonía, mientras que Ismael era la estrella del momento. La noche y el día.

  –Lo más gracioso es que a mí también me gustaba pintar. Era lo único que alguna vez alabaron de mí en el colegio. Ismael, sin embargo, aprobaba plástica por los pelos –recordaba a menudo –. De hecho, sus cuadros son bastante mediocres.

  Y aun así, los profesores de ambos recordarían con orgullo haber tenido como alumno a aquel pillín un poco distraído pero de mente despierta. A buen seguro ninguno se acordaría del mediocre mozo de almacén.

  Ismael se había vuelto una obsesión para Ron. Cada día, cuando volvía a su pequeño apartamento de Parla solo y sucio tras una dura noche en el trabajo, la enfermedad del odio le consumía, hasta el punto de que evitaba chequear las redes sociales o la tele para evitar toparse con dolorosos éxitos de su proclamado archienemigo. Aunque, probablemente, él ni siquiera tuviera constancia de su existencia.


Un día más, un día menos para el final de todo. El trabajo de Ron era todas las noches el mismo: la empresa recibía diversos pedidos; imprimía rafales que se acumulaban sobre el escritorio central; tanto él como sus compañeros los recogían, montaban en sus toros mecánicos, cargaban un palé con varias cajas y recorrían los pasillos en busca de los objetos; una vez rellenadas, cerraban las cajas, las flejaban y las dejaban en los muelles de carga, a la espera del camión. Era, por lo menos, absolutamente opuesto a la palabra “emocionante”.

  –Para esto sirve toda una vida de sacrificio. Mientras que los famosillos e influencers del momento... especialmente Ismael...

  Aquella noche, Ron viajaba sobre su carguero motorizado, cuando se topó con un objeto extraño en un sitio nada usual. No eran unas playeras, ni una toalla, ni una raqueta, como era habitual. Se trataba de una lámpara color bronce polvorienta que de alguna manera misteriosa había ido a parar a uno de los palés de la sección de atletismo. El hombre notó cómo una poderosa curiosidad se adueñaba de él así que, mientras su supervisor no miraba, aprovechó para fingir una visita al baño, abrir su taquilla y meter el objeto en su bolsa. Después, siguió trabajando con normalidad.

  Ya de madrugada, el mozo recogió sus cosas y volvió a su morada, y se dio una ducha como cada mañana para desproveerse del polvo, la mugre y el sudor, mientras dejaba calentándose un sándwich en la sartén. Se había acostumbrado a encender la tele en esos momentos, más por escuchar a alguien hablar que por interés, pero desde el último incidente había perdido las pilas del mando y ya no funcionaba.

  Aquella mañana se miró a sí mismo en el espejo. Hombros caídos. Barba desarreglada. Pechos blandos... estaba, como suele decirse, hecho un cuadro.

  –No tengo tiempo ni para ir al gimnasio... no me da la vida.

  Ismael sí que era una persona grande y fuerte, la cual había salido con varias modelos y actrices de moda y...

  Ron se dio a sí mismo una bofetada para desprenderse del súbito pensamiento.

  Una vez aseado y tras desayunar/cenar, sacó las cosas de su bolsa para preparar un nuevo uniforme para el día siguiente. Sus superiores solo le habían dado dos, así que los iba alternando de un día a otro para que el sudor se secara hasta poder lavarlos en su día libre, ya que su sueldo no le permitía poner una lavadora todos los días.

  Fue en ese momento cuando se topó de nuevo con la lámpara misteriosa.

  –Está tan sucia que apenas se ve su verdadero color... descolorida, como todo en mi vida –se lamentó, aquella vez en voz alta.

  El hombre la frotó de manera casi ansiosa, como un tic nervioso, cuando una ráfaga humeante escapó de su interior y un mágico ser verde de nariz picuda se materializó como una aparición, con la cola unida a la boquilla del artefacto.

  –Saludos, humano. Mi nombre es Margo, el Genio Cabrón. Ya que me has liberado, es mi deber concederte un deseo a tu elección.

  En aquellos momentos de luz crepuscular, terminada una dura jornada laboral, a Ron apenas le quedaban neuronas que no estuvieran extenuadas. Por ello, fue que le resultó excesivamente fácil hallar el deseo más profundo que guardaba en su interior y expresarlo con pesadas palabras en el exterior.

  –Deseo volverme tan famoso como para eclipsar a Ismael Álamos.

  Margo le sonrió, una sonrisa descarada y socarrona que por alguna razón quedó pintada en la retina de Ron.

  –Por supuesto, señor. No obstante, este deseo me llevará una semana de preparación. Ruego a su futura eminencia, no más que esos días de paciencia.

  Y, dicho esto, Margo y su lámpara mágica desaparecieron de la vista de Ron.

  Todo había sucedido en menos de un minuto, y Ron estaba demasiado cansado como para pensar con claridad, así que bajó todas las persianas para impedir que el sol mañanero le despertara y se fue a la cama sin más.

  –Una semana... siete días... ¿o cinco? ¿Laborales o naturales?

  Con este extraño pensamiento, Ron se quedó plácidamente dormido.


La tarde despertó a Ron a través del ruido infernal de su despertador, como cada día. Pero, aquella vez, algo era distinto.

  Para empezar, el hombre tenía la boca más seca de lo normal. Y había algo más.

  –¡Mierda! ¡Me he meado!

  Fue el primer pensamiento de Ron, puesto que tenía los calzoncillos húmedos y pringosos. Sin embargo, la mancha de sus gayumbos era diferente a la orina, más espesa y coloidal.

  –¿Qué demonios...? ¿Qué me ha pasado?

  Pensó en Margo. ¿Había sido real o una alucinación? La falta de sueño y los cambios de ritmo a menudo afectaban a las personas de maneras insospechadas, pero él llevaba varios años trabajando de noche, su cuerpo debería haberse acostumbrado. Tal vez aquel día había comido algo en mal estado, había alucinado y pasado una mala noche... o día, mejor dicho. Aquello podía explicarlo casi todo.

  La segunda alarma le espoleó repentinamente. Ron saltó de la cama, se dio un agua rápida y se vistió para ir a trabajar.

  Pronto descubrió Ron que un almuerzo insalubre no podía albergar toda la explicación.

  Uno tras otro, los siguientes días fueron similares al primero. Ron despertaba cada tarde con la boca reseca y la ropa interior manchada. Más aún, había habido un detalle sutil que había pasado por alto la primera vez, pero que a la tercera fue demasiado evidente para poder ser ignorado: cada día tenía menos pelo.

  Girones y girones estaban desapareciendo de su cabeza, dejando un pequeño rastro en la almohada y empezando a formar calvas en su cráneo.

  –Maldita sea... ¿qué es esto? ¿Qué está pasando?

  Al quinto día, en mitad de su trabajo, le vino a la mente una terrible idea, como una desgraciada inspiración.

  –Esto debe de ser cosa de Margo, el genio cabrón... maldita sea.

  Prácticamente había olvidado su encuentro con el mágico ser, pero en aquel momento le pareció perfectamente verosímil y encontró rápidamente una terrible explicación.

  –Ese genio malnacido me ha envenenado –pensó–. Fui un torpe desgraciado, me precipité al conjurar mi deseo. Seguro que ha creado una nueva enfermedad, alguna horrible y de efectos repugnantes que solo yo padezca, a la que incluso pongan mi nombre. La enfermedad de Ron, quizás. O Tramoritis, o algo así. Puede que por culpa de ella me haga famoso y se corra la voz y se cree un movimiento en redes y campañas en televisión. Al final seré un monstruo, o un vegetal, pero más famoso que Ismael...es eso, ¿verdad?

  –¡Tramor! –oyó gritar a su jefe, en mitad de sus elucubraciones–. Espabila, que últimamente estás en las nubes.

  –¡Sí! Perdón.

  Ron cogió uno de los rafales y subió a su toro mecánico. Al fin y al cabo, solo era una teoría.

  La sexta noche comenzó igual que las demás, con la misma pegajosa sensación. Era su día libre de aquella semana, y Ron aprovechó la ocasión para ir al médico de urgencia para que le diera alguna opinión.

  –Entonces, recapitulemos –dijo el doctor–. Te levantas con la boca seca, la ropa interior húmeda y pérdida de pelo.

  –Así es, señor.

  –Um... nunca he oído de nada similar. Te mandaré algunas pruebas para ver qué puede pasar.

  –Me lo temía...

  A Ron le dieron cita en la sanidad pública para dentro de 6 meses.

  –Me lo temía, también.

  La séptima noche transcurrió con absoluta normalidad, un día de trabajo aburrido sin más. Pero Ron presentía que aquel día habría de ser diferente a los demás.

  –Siete días fueron los que me prometió el genio. Hoy por fin se desvelará el secreto.

  Ron recogió sus pertenencias de la taquilla, guardó el mono y se colgó la bolsa al hombro. Se despidió de la recepcionista, atravesó los tornos con su tarjeta identificativa y abrió las puertas exteriores. La brisa matutina le acarició el rostro y él atravesó el umbral. En cuanto su pie derecho tocó el asfalto de la calle, una luz cegadora envolvió su silueta por completo.

  Durante aquel breve instante de tiempo, a Ron se le pasaron toda clase de bonitos pensamientos por la cabeza. Aquello era un foco, y pronto le seguirían los flases de las cámaras y las preguntas de los paparazis. Era una estrella, de algún modo que todavía le era ajeno a su entendimiento. Tendría que prepararse para entrevistas, para salir en los medios. Abandonaría su vida y tendría una mejor, una más merecida. Y, por encima de todo, superaría a Ismael.

  Verdaderamente, el genio había cumplido su promesa.

  –¡Policía! ¡Al suelo y con las manos en la cabeza! ¡AHORA!

  Las ideas de Ron se evaporaron de inmediato, y quedó paralizado. Todavía no podía ver bien del todo, tan solo un grupo de siluetas clavadas como sombras de un lienzo.

  El sonido de un disparo le sacó de su embelesamiento.

  –¡He dicho que al suelo o abrimos fuego!

  Ron se dejó caer como un saco de patatas.


Al día siguiente, los medios de comunicación no hablaban de otra cosa. El Monstruo de Parla, que llevaba una semana sembrando el terror por toda la ciudad, por fin había sido detenido gracias a la encomiable labor policial.

  Ron Tramor, de 35 años, había sido capturado a la salida de su trabajo. A plena luz del día, después de su jornada laboral en un almacén, se había estado dedicando a realizar toda clase de fechorías: aprovechando un despiste de la cuidadora, había raptado a 6 niños de una guardería, a los que había mantenido encerrados en una casa abandonada que antiguamente había pertenecido a sus padres; de manera todavía no resuelta y durante el descanso de los vigilantes, se había colado en el museo Reina Sofía y había destrozado diversas obras de arte; había matado a siete monjas de un convento con un hacha; había entrado en una de las jaulas del zoo y había mantenido relaciones sexuales con una alpaca... y la lista de crímenes aberrantes continuaba y continuaba, como le hicieron saber a Ron en el juicio exprés que se celebró tres días después y que por supuesto copó las portadas de todos los periódicos.

  La policía había encontrado muestras de cabello, saliva y semen pertenecientes al acusado en todas las escenas del crimen, e incluso contaban con una grabación de las cámaras de seguridad del museo. Las imágenes en movimiento mostraban a una figura de la misma altura y complexión que el acusado, con el rostro cubierto por un pasamontañas, rajando y destrozando una colección completa de cuadros de Dalí. Inmediatamente después, el criminal se había vuelto hacia la cámara, a la cual había dedicado una sonrisa a través del agujero de su disfraz, una que Ron reconoció al instante.

  –¡Maldito genio de mierda! –estalló el acusado en un exabrupto incontrolable.

  La sentencia fue rápida y fulgurante. El abogado de oficio de Ron aconsejó a su cliente que se declarara culpable, para intentar evitar la permanente revisable, pero el hombre insistió en mantener su historia sobre el mágico genio que por siete días había estado recopilando sus muestras para tenderle una encerrona. El juez no le creyó.

  5780 días fue la sentencia, la más alta que se recordaba en la historia de la democracia. Los informativos se hicieron eco durante meses, hubo programas enteros, libros escritos y series de televisión dedicadas al respecto, incluso se estaba preparando una película protagonizada por Will Smith y Matt Damon. Durante ese tiempo, apenas se habló de otra cosa.

  Finalmente Ron, el Monstruo de Parla, se había convertido en toda una celebridad.


“Tono solemne, gesto serio y boca apretada, compungido ante la cámara. Ismael Álamos mira fijamente a la pantalla.

  –Estoy muy afligido sabiendo que ese monstruo ha estado entre nosotros. Fui con él a la escuela, como ya saben. Por ello, no puedo evitar sentirme en parte responsable. Quizás si hubiera sido mejor compañero, si le hubiera podido encarrilar por el camino del esfuerzo y el sacrificio, alejarle de sus oscuras perversiones...

  Ismael aprieta el puño y se lo lleva a la boca, como tratando de contener las lágrimas. Luego, continúa.

  –Pero no es momento de estancarse. Durante mucho tiempo no se ha hablado de otra cosa, pero ahora toca mirar al futuro y enfrentarlo con valor, para que su mala influencia no nos arruine a nosotros. Es por eso que he organizado una exposición benéfica para las víctimas del monstruo, con todos mis cuadros actuales y una nueva colección. El 40 % de lo recaudado será donado a ellos y...”


Ron apretó el mando a distancia y lo lanzó contra la tele de quince pulgadas que tenían en el comedor de la cárcel de Valdemoro. Después, se dio la vuelta mordiéndose la lengua, de vuelta a su celda.

sábado, 3 de septiembre de 2022

Mar de extraños

 El viejo marino navegaba a la deriva en un mar de extraños. Las olas que empujaban su modesta embarcación eran las personas cuyos rostros había olvidado hacía muchos años.

  Su nave principal había encallado y hundiose en las feroces aguas negras, por lo que el hombre había tenido que recurrir a un pequeño bote salvavidas que en aquel momento estaba siendo arrastrado sin voluntad propia por el vasto océano. 

  El marinero a veces paleaba contra la corriente con su único remo, trataba de desviar el curso de su destino y modificarlo a algún antojo de supervivencia. Clavaba la pala contra esas caras, y después se impulsaba en ellas con todo el peso de su cuerpo en dirección contraria a la deseada. Era entonces cuando los fragmentos de recuerdos se desprendían del mar y sus gotas empapaban la cubierta y el casco. Era ahí donde los veía. Decenas, miles de pensamientos de dolor, de angustia y de impotencia, de tristeza, de melancolía sin fin... eran su familia, sus amigos y conocidos, sus amantes, todos aquellos que una vez habían sido parte de su ser y en aquel momento tan solo eran corrientes que se diluían en un inconmensurable eterno. El dolor le volvía loco, así que trataba de no enfrentarse a ello demasiado. Lo que fuese, sería.

  Uno de aquellos días de su funesto viaje, el viejo lobo de mar contempló a lo lejos, suspendida en mitad de la nada más allá del océano, una gruta de insondable oscuridad hacia la cual su bote se dirigía sin remedio.

  -Así que esto era todo, al fin y al cabo -se dijo, mientras con horror enfrentaba la negra boca que poco a poco habría de engullirle por completo. 

  Y las olas le llevaron efectivamente a la caverna, y el bote fue devorado por aquella negrura.

  Nadie se habría de acordar jamás del viejo marino.

martes, 23 de agosto de 2022

La picante película de Margo

Según un estudio realizado por Save the Children, se calcula que 7 de cada 10 jóvenes españoles de entre 13 y 17 años consumen porno de manera recurrente. Eduardo López López era sin duda uno de ellos.

  A sus 17 años de edad, el adolescente no paraba de darle al manubrio. Jalar al ganso. Blanquearse la mano. Dar brillo al calvo. Asfixiar al cíclope. Su deporte favorito era el cinco contra uno. Ya sabéis, esas cosas. Por supuesto, no tenía pareja ni prácticamente amigos. Sus compañeros de clase se burlaban tanto de su aspecto sucio y desaliñado como de sus dedos pringosos y las chicas de su edad no se acercaban a él ni para pedirle la hora. Una de ellas, Victoria, era su amor platónico aunque no hubieran hablado nunca. Se trataba de un sentimiento nacido de la talla de sujetador de esta nada más, y es que Eduardo no había tenido relaciones reales con ella ni con ninguna otra persona. Su única ventana hacia el mundo del sexo se encontraba en los 20 gigas de almacenamiento de su ordenador, así como en toda la red. Los vídeos pornográficos eran su mundo. Los actores X, sus alter egos, aquellos en quienes querría verse reflejado. Las actrices, sus amigas, quienes le daban ánimos para seguir adelante en una realidad tortuosa y complicada.

  Por desgracia para el chico, aquel mundo de confort, su pedacito de cielo particular, estaba llegando a su fin.

  Con el paso del tiempo, Eduardo se había empezado a dar cuenta de que había algo que le faltaba. Cada vez le costaba más encontrar vídeos que le satisficieran. Tríos. Negras. Colegialas. Madres adoptivas... ya nada conseguía emocionarle como la primera vez. A menudo recordaba su primer vídeo X. Un chico tenía dudas sobre un problema que le habían propuesto en clase de educación sexual, así que su profesora particular se las solucionaba. Giorgiana Zabachulska, nombrada MILF de oro el año 2017. Pero de aquello había pasado tanto tiempo...

  Tras años de perfeccionamiento, Eduardo había conseguido establecer su marca personal en tres pajas diarias. Récord de 9 en un glorioso sábado de agosto en que sus padres se fueron todo el fin de semana a la playa. En aquel momento, sin embargo, había bajado a dos por día, y a veces con una le bastaba, e incluso llegaba a hacerlo solo para conciliar el sueño, más como rutina que como placer. Los argumentos de los vídeos pornográficos se habían vuelto repetitivos, las actrices completamente reconocidas, sin la excitación de los comienzos. Incluso había empezado a fijarse en los diálogos.

  Y es que, cuando vemos cómo acaba el mundo conocido, la incertidumbre del mañana se cierne como una amenaza sobre nosotros.





Una tarde de otoño, estaba Eduardo navegando por la red a través de una ventana oculta, cuando le saltó un anuncio entre vídeo y vídeo.

  “¿Cansado de masturbarte solo? Prueba el nuevo Vaginator 600, con motor vibratorio y difusor de loción incorporada. Por solo 39.99 euros”

  Era como una linterna, pero en lugar del foco tenía una cavidad cavernosa llena de estrías. El chico pensó que no tenía nada que perder si lo probaba (en todo caso, lo haría la tarjeta de crédito de su padre, cuyos dígitos conocía de memoria) así que hizo el pedido.

  –Esta es mi última oportunidad. Si no funciona, dejo las pajas y empiezo una vida normal –se dijo con resignación.

  Tres días de espera, tres días nada más hubieron de pasar antes de que comenzara el desenlace final.

  Eduardo volvía del instituto tan cansado como habitualmente. No era especialmente bueno en los estudios, ni en los deportes, ni en nada. Victoria no le había dirigido la palabra, uno de sus compañeros le había llamado “Eduardo Manospajeras” y otros muchos se habían reído.

  –Necesito darle al manubrio para desestresarme –se dijo.

  La casa era grande, un chalet a las afueras de Rivas Vaciamadrid. Aunque contara con una habitación para él solo, Eduardo aprovechó que sus padres tenían turno de tarde para conectar su USB a la televisión de 55 pulgadas del salón y ponerse una nueva entrega de Universitarias borrachas en el salón, previamente forrar el sofá con papel de periódico.

  Aquella vez tampoco fue satisfactorio.

  El resto de la tarde transcurrió con normalidad. Estudió someramente, chequeó varios capítulos de su anime favorito y acabó masturbándose de nuevo con un vídeo de lolis furras.

  Ya casi eran las diez de la noche, cuando el timbre de la casa sonó. Sus padres deberían estar al caer, pero de seguro no eran ellos. Tenían llaves.

  Eduardo bajó las escaleras, fue hasta el recibidor y abrió a la puerta, más no halló a nadie en el exterior, tan solo una caja precintada con el logotipo de Amazon, con el tamaño ideal para albergar en su interior una vagina de lata.

  –El repartidor me lo ha dejado tirado y se ha largado. Estos cada día son más vagos.

  El chico recogió el paquete sin demasiada esperanza y lo subió a su habitación. Luego, despegó la cinta adhesiva y extrajo el contenido de su interior. De inmediato, se dio cuenta de que debía de haber algún error.

  –Esto no es una vagina en lata –dijo.

  Y tenía razón.

  En efecto, el contenido no era ningún juguete sexual (o, por lo menos, no demasiado habitual). Se trataba de una lámpara de color bronce algo sucia, extrañamente polvorienta para haber llegado precintada en una caja.

  Eduardo pensó que la más plausible explicación era que se hubiera equivocado, que había abierto un pedido de sus padres por error. Estaba a punto de devolver el objeto al interior de la caja, cuando intuyó unas letras grabadas en el margen que no se leían bien a causa de la suciedad.

  Eduardo frotó la superficie con la camisa, e inmediatamente algo cambió. El objeto tembló tan violentamente en sus manos que tuvo que soltarlo. Una vez en el suelo, dio un brinco, y luego otro, y al tercero un humo espeso y verde comenzó a salir por su boquilla.

  La niebla vaporosa se condensó ante sus ojos, tomando la forma de un personaje regordete y de nariz afilada, al principio poco definido como si se tratara de una estatua de arena, pero gradualmente más y más repleto de detalles. Finalmente, se constituyó en un ser con todas las letras de la existencia, tan real o más que cualquier persona.

  –Saludos, humano. Mi nombre es Margo, el Genio Cabrón. Ya que me has liberado, es mi deber concederte un deseo a tu elección.

  Eduardo se sentía como dentro de una película, de una realidad que era diferente a la suya. Pero el genio estaba delante de él, no había preguntas. No podía haber duda.

  El chico miró dentro de su corazón, en busca de su deseo más íntimo y descarnado... y al final dio con él.

  Había sido espectador por demasiado tiempo. Necesitaba entrar en escena.

  –Deseo vivir dentro de una película porno.

  Eduardo creyó intuir una tímida sonrisa en la comisura de los labios del genio. El ser, sin embargo, asintió dos veces con la cabeza sin decir más palabra.

  –Deseo concedido. Te recomiendo tomar mucho zumo de tomate. Mañana, la veda se abre.

  Acto seguido, tanto el genio como la lámpara desaparecieron, dejando como testigo de su existencia únicamente la caja en la que había venido envuelta.

  En estos casos, lo normal era que a uno le asaltara la duda de si lo que acaba de vivir era real.

  –Mañana lo sabrás.

  Eduardo se fue a la cama sin tardanza.





A la mañana siguiente, Eduardo no recordaba nada de lo que había soñado. Tras un inicio un poco pesado en el mundo de la vigilia, los acontecimientos de la noche pasada acudieron a la mente del chico y, cual infante la mañana de Navidad, se vistió a toda prisa y salió de su habitación.

  Durante los escasos segundos que tardó su precipitada bajada por las escaleras, cuyos escalones surcó de dos en dos, el chico solo anhelaba que su deseo se hubiera hecho realidad. Poco tiempo tardó en describir que, sin ninguna duda, así había sido.

  Una figura le esperaba en la cocina, de espaldas a la puerta. Por el ruido, debía de estar batiendo algo dentro de un cuenco. La persona estaba completamente desnuda, excepto por un delantal floral que colgaba de sus hombros al cual Eduardo apenas prestó atención. Aquel culo peludo y bailón llamaba toda su atención.

  –Precioso día. ¿Cómo amaneciste, step son?

  –Pa... ¿papá? ¿Cómo que step?

  El hombre se dio la vuelta. Tenía el bigote lleno de harina y un gesto perverso en el rostro.

  –Así es. Hijo, creo que has sido un chico muy malo... En cualquier caso, ¿quieres probar mis huevos?

  El hombre batía insistentemente el contenido del recipiente. Y tenía una erección.

  Eduardo no respondió. Únicamente, se dio la vuelta y salió de la cocina rápidamente.

  El chico cogió las llaves que había colgadas junto al recibidor y se dirigió a la puerta del jardín sin dilación.

  –¡Recuerda que esta tarde tienes que ayudarme a desatascar las tuberías! –oyó gritar a su padre tras él.

  Eduardo salió rápidamente de la casa y cerró la puerta.




El chico recorrió la mitad del camino que le separaba de la parada del autobús con la mente en shock. Solo tras varios largos segundos fue capaz de asimilar lo que le acababa de pasar.

  –Maldito genio pervertido... ¿a qué clase de enfermo se le ocurriría esa fantasía? –pensó, una vez fue capaz de racionalizarlo–. Es igual, en cualquier caso, funciona. Ahora solo tengo que llegar a clase y... ¡qué empiece la orgía!

  Solo de imaginarse a Victoria sin braguitas y desabrochándose el sujetador le sobrevino un calentón.

  Las calles estaban tranquilas, como era habitual en su urbanización. Una vez en la marquesina, el chico solo tuvo que esperar un par de minutos antes de que el autobús apareciera. Tras haberse detenido, sus puertas se abrieron por completo y Eduardo se introdujo en el interior del vehículo de un salto.

  –¡Hola, guapo!

  Una voz melosa extrajo su atención del monedero en el que estaba buscando su abono transporte. Se trataba de la del conductor, un hombre de unos cincuenta años calvo y que aquel día había decidido sustituir su uniforme oficial de autobusero por un mono de cuero negro que dejaba al descubierto sus pezones.

  Eduardo miró hacia el interior. No quedaba ningún asiento libre. Todos estaban ocupados por hombres similarmente ataviados. Algunos llevaban máscaras del mismo tono azabache que cubría sus rostros, otros capuchas o bozales.

  –¿Listo para un buen viaje? –insistió el autobusero, tocando el claxon dos veces.

  Eduardo salió del vehículo de un salto y comenzó a correr por la calle.

  –¿Qué demonios es esto? ¿¡Qué está pasando!?

  El chico avanzaba precipitadamente por los jardines que había entre las casas circundantes. Apenas había asimilado la desagradable experiencia del desayuno, y ya contaba con otra más siniestra si cabía que la anterior.

  –Puto genio de mierda... ¡esto no era lo que te pedí!

  –¡Pst! ¡Eh! ¡Guapo! ¡Ven!

  Una voz interrumpió a Eduardo en su huida hacia ninguna parte. Lo único que le hizo detenerse, fue que se trataba de una femenina.

  Desde la puerta de uno de los chalets, una señora le hacía gestos con la mano. A pesar de la distancia, pudo identificar una figura voluptuosa y unos pechos generosos que apenas quedaban cubiertos por la bata rosa que llevaba.

  Eduardo obedeció.

  –Buenos días, querido –dijo la mujer, con marcado acento del Este–. Soy Mia Milfkova y soy nueva en el vecindario. Se me ha roto la lavadora y yo no conozco a nadie por aquí... así que me preguntaba si tú podías echarme una mano.

  Eduardo repasó a la mujer con la mirada. Debía de tener unos cincuenta años, el pelo rubio oxigenado y la piel anormalmente estirada. Su generoso canalillo dejaba ver una leves venosidades atravesando la piel que no podían ser tapadas del todo por el maquillaje.

  El chico pensó que aquella no era su fantasía favorita pero, tal y como estaba transcurriendo la mañana, sin duda era una buena manera de redimirse.

  Con las manos empapadas de nerviosismo sudoroso, Eduardo asintió y acompañó a la mujer hacia dentro.

  –Buen chico.

  El interior de la casa era atípicamente austero: la entrada daba paso a un salón con un sofá, una mesilla con algunas revistas X desperdigadas y un televisor, este último desenchufado, como Eduardo se pudo percatar. Nada más. No había cuadros familiares, ni ningún adorno en las paredes.

  En contraposición con los muebles, el olor sí que estaba prolíficamente poblado: un aroma a almizcle, canela y otras esencias, que no se sabía bien de dónde manaba, pero que en contraste resultaba tan sucio como excitante.

  Los sentidos de Eduardo estaban aún sufriendo el asedio del entorno, cuando Mia se volvió hacia él.

  –Oh... cachorrito... no tienes buena cara. Por suerte, soy enfermera. Siéntate, ahora te traeré tu medicina.

  –Al parecer, la lavadora debe de haberse arreglado sola.

  Eduardo observó cómo la mujer se alejaba contoneándose por el pasillo.

  El chico no perdió un instante, se desabrochó el primer botón del pantalón y se sentó en el sofá.

  Pasaron unos segundos que se le antojaron eternos. El modesto bulto que reflejaba su virilidad asomaba por el hueco de su prenda inferior como un topo de lana. Tuvo que morderse el labio para evitar que la palpitación de su miembro acabara en una precoz eyaculación. Llevaba años esperando aquel momento, miles de horas empleadas delante del ordenador hasta llegar a aquello. Lo había logrado. Por fin él sería el protagonista.

  Tras unos instantes, los aterciopelados pasos de su anfitriona le avisaron de su llegada.

  –Bien cachorrito... ya es la hora...

  Eduardo no pudo aguantar la emoción y se volvió, mientras hacía que sus pantalones resbalaran hacia sus rodillas. Quedo frente a frente con Mia.

  –¡¿Pero qué cojones...?!

  –¡De ponerte tu inyección!

  Mia ya no llevaba puesto su albornoz. En su lugar portaba un sujetador rojo con pinchos y un tanga a juego con un orificio en la parte delantera por la que escapaba su miembro. Llamar pene a aquello no hubiera abarcado por completo la realidad de su esencia. Era al menos como cinco salchichas frankfurt envueltas en esparadrapo naranja.

  Eduardo se levantó de un salto del sofá, con los pantalones por debajo de su cintura y su erección completamente extinguida.

  –¿Qué demonios es esto? ¡¿Qué demonios es esto?!

  –No tengas miedo, chiquitín...

  –¡Atrás, monstruo!

  Eduardo atravesó el salón a toda prisa hasta llegar a la puerta de entrada. Por un instante se imaginó a Mia sujetándole del hombro y atrayéndolo hacia ella, él, o lo que demonios fuera. Por fortuna para él, fue capaz de girar el picaporte sin que eso ocurriera...

  Por desgracia, la realidad resultó aún peor.

  En el momento en que se abrió la puerta, la silueta de un hombre bajito y musculoso le hizo gritar. Tenía perilla, un pañuelo violeta en la cabeza y el cuerpo poblado de tatuajes.

  Eduardo retrocedió y el hombre se introdujo con gesto desafiante.

  –Buenas tardes –saludó el recién llegado, con acento mexicano–. Soy un afamado ladrón de casas y he venido a llevarme todo lo que tengan.

  Eduardo se alejó un poco más, con las manos ante el cuerpo. El sonido de la voz de Mia a su espalda le hizo recordar su presencia y la de su cachiporra. Estaba entre la espada y la pared.

  –Por favor señor atracador, no nos haga daño –contestó la anfitriona–. Haremos todo lo que nos pida.

  Eduardo sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.

  –¿Qué? Oiga señora, que yo ni siquiera vivo aquí...

  –¿Todo? Está bien. Oigan primos, pasen.

  La puerta se volvió a separar abruptamente. Primero entró uno, después otro y, por último, un tercer hombre negro de más de dos metros y 90 kg de peso, a ojo. Por los bultos asomando en todos sus pantalones iban armados, por lo menos tanto como Mia Milfkova.

  Los tres hombres cruzaron la sala precipitadamente, sujetaron a Eduardo de los hombros y empezaron a empujarle.

  –¡Maldita sea! ¡Dijiste “primos”! Estos no son mexicanos... NO SON MEXICANOOOS... –gritó el chico, mientras era arrastrado hacia el interior de la cocina.



FIN



A Eduardo mancillaron el agujero

Por no especificar que quería porno hetero.



lunes, 20 de junio de 2022

El Espejo Veraz

Perlito era débil y enfermizo. Desde que tenía uso de razón, había sido víctima de una enfermedad que le atormentaba un día sí, otro también, y a la que él llamaba hipersensibilidad a las palabras: cada vez que una persona decía algo malo sobre él, su cuerpo reaccionaba de una manera similar a la que lo haría si le propinaran un puñetazo. Y sangraba por heridas invisibles, y le salían moratones donde solo podían existir las almas.

  La extraña afección de Perlito le había hecho mucho mal a lo largo de su vida. En el colegio, apenas se había atrevido a juntarse con otros niños, y mucho menos a arriesgarse a tener amigos. Siempre temeroso de no gustar al resto, prefería apartarse y recluirse en una solitaria clase antes que jugar. La única vez que se había atrevido a practicar con la pelota, había sido torpe y errático, motivo de burla entre los demás infantes. Apenas había conseguido fuerzas para recuperarse de ese día.

  Aquella persona especial que siempre había ayudado a Perlito, era su madre. Su padre había padecido su misma enfermedad, y esta había terminado matándole a través de una soga en el cuello, por lo que la mujer era el único apoyo que le quedaba. Pero era suficiente. Cada vez que el niño era golpeado por los demás, ella le curaba de manera similar: con palabras. Mientras que los insultos, críticas y reproches de los otros eran como látigos que le laceraban, los cálidos y suaves arrumacos de su madre curaban las heridas como las lágrimas de un fénix.

  -Eres buena persona, Perlito, no dejes que te afecte... tú vales mucho –le decía la mujer, y sólo aquello le daba fuerzas para continuar adelante.

  Pero, un día, la madre de Perlito también murió.

  Aún joven, el chico no tuvo más remedio que empezar a trabajar, así que pidió un puesto en la panadería del pueblo. Secuestrado por la ansiedad, el primer día, quemó toda una hornada, confundió el azúcar con sal en las magdalenas y tiró al suelo dos bandejas de pastelitos.

  -¡Menuda has liado! ¡Más te vale ponerte las pilas de aquí en adelante! –le reprendió su jefe, un hombre recio con un poblado mostacho blanco.

  Perlito no volvió a aquel lugar. 

  Más tarde, el muchacho entró a trabajar en la herrería. Pero resultó que no era lo bastante fuerte para subyugar al metal, lo bastante grande para cargar con objetos pesados ni lo suficientemente alto para alcanzar algunas herramientas. Tenía que pedir ayuda para todo y, sintiéndose un estorbo, decidió abandonar también aquello.

  Así sucedió una vez tras otra, hasta que Perlito llegó a la conclusión de que no era capaz de desempeñar ninguna profesión y, por consiguiente, así resultó ser. Sin trabajo, ni amigos, ni familia, decidió marginarse en lo más profundo de un espeso bosque.

  El chico se asentó en una húmeda cueva de musgosas piedras, cerca de un pequeño arroyo. Durante días, apenas la soledad le hizo compañía, una sensación tan vacía que ya casi ni la sentía. No comía, no caminaba, por poco sí bebía... tan sólo dormía; amanecía; escuchaba el canto de los pájaros y veía la luz naranja atravesando las hojas muertas, como una película ajena que no entendía y a la que no prestaba atención; tiritaba de frío y, de nuevo, otro día. Con la inanición, sus fuerzas se rendían, y poco a poco su cuerpo se volvió aún más débil y enclenque, pero su mente estaba en paz, porque nadie a su alrededor le disturbaba ni le hería, así que sólo amanecía y dormía, amanecía y dormía...

  Uno de aquellos días, Perlito salió de su cueva para beber del arroyo. Apenas podía sostenerse en pie, sus pasos eran trémulos y enlentecidos y su cuerpo una masa enjuta y palidecida.

  De repente, escuchó un suave tarareo que desde la orilla venía.

  Regaba el agua del riachuelo los pies desnudos de una joven muchacha de cabellos dorados, envuelta en un vestido del color del cielo. Perlito trató de huir de ella, pues no quería que nada malo le dijera sobre su aspecto, su ropa o su olor pero, débil como estaba, tan pronto encaminose en otra dirección, sus pies tropezaron y cayó.

  -No tienes que huir de mí, chico –le dijo la dama, en un tono absolutamente amable que le llevó a los tiempos en que era arropado por su madre antes de dormir-. Soy un hada, un hada buena. Sólo te quiero ayudar.

  -No veo cómo nadie podría ayudarme –respondió él desde el suelo.

  -Voy a darte algo que tenía reservado para ocasiones especiales. –La muchacha sacó un objeto de su bolsillo, un pequeño espejo con bordes de plata y una cara sin rostro cincelada en la empuñadura.

  -Parece un espejo normal y corriente. Odio los espejos –dijo Perlito, a quien nunca le había gustado su propio reflejo.

  -Un espejo, sí, pero uno con un gran poder en su interior. Cualquier cosa que le digas al Espejo Veraz, en el mismo momento de pronunciarla, se hará realidad. Ten, pruébalo.

  Perlito recogió el objeto de sus jóvenes y alargadas manos. Al ver su propio rostro, inmediatamente acudieron a él un sinnúmero de emociones. A pesar de haber cambiado mucho desde que marchara al bosque, aquellos rasgos asimétricos y sus ojos tristes y apagados le seguían esperando al otro lado, insultándole mudamente.

  -Has fracasado en todo cuanto has intentado, eres un inútil y te odio –escupió al instante. Luego, sin poder contener sus lágrimas, se apartó del espejo como si le quemara.

  El hada asintió ante la escena, con mirada maternal.

  -¿Ves? Te lo dije, las hadas no mentimos.

  -¿Y esto para qué sirve? Ahora me siento infinitamente peor... –sollozó el muchacho.

  -Te sientes mal porque lo has usado para ello. ¿Por qué no pruebas a decirle cosas positivas al espejo?

  -No sé si voy a ser capaz. Mi reflejo nunca me sugiere ninguna cualidad.

  -No hace falta que sean cualidades como tal –insistió el mágico ser-. Bastaría con que fueran cosas amables y sinceras al principio: una afición, un comportamiento que hayas tenido, algo que te anime...

  Perlito volvió a contemplar su reflejo. Aquel rostro que le avergonzaba seguía esperándole. Esta vez, sus labios agrietados se movieron de manera distinta.

  -Hasta ahora, has sido amable con los demás.

  Inmediatamente, un alud de sentimientos cálidos y agradables acudieron a arrullarle. Su tristeza dejó paso durante un instante a una sensación lúcida, como un rayo de sol a través de un día lluvioso. De repente, el anterior daño que el Espejo Veraz le había causado se esfumó.

  Viendo que había obrado bien, el hada desapareció.


Durante los siguientes días, la vida de Perlito cambió radicalmente. Las palabras que le llegaban del espejo tenían un efecto reparador sobre su alma castigada, sobre todo, por sí mismo. Conforme pasaba el tiempo, cada vez era capaz de controlar mejor esos poderes, sus heridas cicatrizaron y pronto pudo moverse de nuevo. Empezó a pescar, a recolectar comida, a disfrutar de los colores y los sonidos que el bosque encerraba, siempre con el apoyo del Espejo Veraz.

  “Sabes encontrar bayas. Se te da bien pescar. Puedes respetar otras vidas. Tienes la suficiente fortaleza como para vivir solo”. Era solo una muestra de las palabras que el objeto le susurraba, compañeras que le daban fuerzas para seguir.

  Pasado un tiempo, Perlito se vio con ánimos y fuerza para dar fin a su aislamiento y regresar al pueblo. El comienzo fue duro pues, acostumbrado a la soledad, el trato con otros resultaba mucho más impredecible. Sin embargo, alentado por el Espejo Veraz, logró algo que nunca había conseguido antes: conectar. Cuando alguien le criticaba, inmediatamente el espejo le contaba las cosas buenas que había logrado, en oposición; si hacía sentirse mal a alguien, le indicaba cómo había aliviado a otros en situaciones similares; por cada nuevo problema, el objeto le tranquilizaba, pues nada había bajo el sol que no tuviera solución.

  “Es normal no estar siempre de acuerdo con los demás. Te has disculpado y has sabido llevar la situación. Las críticas te ayudan a aprender. Puedes con ellas. Puedes mejorar. Cada día que pasas con otros, eres una persona más completa”. Al compás de las palabras, prosperó y encontró un trabajo en la biblioteca, y amigos que le acompañaran, y una vida que le satisfacía.

  Un buen día, Perlito amaneció con ánimo inusual, contento e ilusionado. Por primera vez en su vida, se dio cuenta de que le gustaba estar en su piel.

  El chico cogió el Espejo Veraz, lo sujetó ante su rostro, más aseado e iluminado de lo que había estado nunca, y pronunció las siguientes palabras.

  -Eres una persona válida y valiosa

  Y, desde entonces, Perlito se olvidó de usar el espejo. Las palabras de los demás habían dejado de tener un efecto negativo, y ahora le servían para cuestionarse, aprovechar la opinión de otros y tratar de ser una mejor persona. Con el tiempo, encontró un trabajo que le hizo realizarse por completo, una chica que le quería y un hogar donde asentarse. Y fue feliz, y triste, y luego feliz otra vez, en una rueda que continuó girando sin descanso, siempre hacia delante.

  Mientras tanto, el Espejo Veraz permaneció escondido en su cajón, cogiendo polvo y oxidándose como el espejo normal y corriente que siempre había sido.


FIN

viernes, 13 de mayo de 2022

El monstruo vegetariano

 


 Vivía en un oscuro bosque, tan umbrío como aquello en lo que se había convertido su alma. Se alimentaba de cualquiera que osara poner un pie en sus dominios: hombres, mujeres, ancianos y niños, poco importaba para él, nada cambiaba a la luz de sus siniestros ojos amarillos. Eran presas todos ellos, al mismo nivel y sin ninguna distinción.

  Llevaba mucho tiempo siendo así, tanto que ya no contaba los años. Aparte de él, no quedaba nadie vivo para recordar el origen de todo aquello, del día en el que comenzó su condena y todo cambió. Realmente había pasado tiempo, mucho desde que empezara su maldición. Ya apenas tenía nociones de otra vida, de que alguna vez hubiera sido mejor. Hasta aquel día...


El sol ya comenzaba a guarecerse tras las montañas, y con ello se desplegaba el manto de sombras que cada noche se adueñaba del espacio que dejaban los árboles.

  Aquel hombre paseaba desenfadado, sin ningún rumbo aparente, con sus pantalones recortados hasta las rodillas y su inmensa mochila a la espalda.

  –Está claro que no ha oído nada sobre la leyenda de este bosque –pensó el monstruo, mientras se relamía.

  El cazador no perdía de vista a su presa. Observaba con calma, para saciar su curiosidad antes que su apetito. Sabía de sobra que aquella insignificante criatura estaba muerta, jamás podría escapar de su velocidad y agilidad entre aquellas ramas. Pero vivir solo era a veces aburrido y prefería saborear también aquellos instantes previos a la matanza. Además, en aquel caso concreto, le intrigaba la situación.

  El hombre había estado deambulando por sus dominios desde hiciera varias horas, con su pesada carga colgando de los hombros. Al principio le había dejado continuar porque asumía que había quedado con alguien. Dos bocados en vez de uno. Pero, con el avance del reloj, se había estado olvidando más y más de la idea. No notaba ninguna otra presencia humana en el bosque, la habría presentido con su olfato o su oído híper desarrollados.

  Al cobijo de las sombras, aguardó aún unos minutos después de que el sol se ocultara por completo y las primeras estrellas aparecieran en el firmamento. El humano seguía paseando sin destino cierto.

  –Tal vez no haya más explicación, quizás es que está demente –se planteó el monstruo–. Poco importa, loco o cuerdo, se convertirá en mi almuerzo.

  La bestia salió de su escondrijo, tras unas rocas estratégicamente colocadas y lo bastante grandes como para ocultar sus dos metros de peludo y rojizo cuerpo. Con velocidad inusitada en algo de tal tamaño, recorrió la distancia que le separaba de su víctima y se plantó detrás ella con sigilo.

  El hombre se volvió lentamente.

  –En cuanto me veas temblarás, porque serás consciente del terrible error que has cometido. Y yo me alegraré, porque la carne con miedo es la que sabe mejor.

  Sin embargo, la reacción de la persona no hizo sino alimentar todavía más el misterio.

  El hombre le miró de arriba abajo, entornando los ojos para ver mejor en la temprana oscuridad.

  –Por fin te encuentro. Empezaba a preocuparme.

  El monstruo arqueó una ceja.

  –¿Conocías de mi existencia y aun así has venido?

  –Claro. ¿De qué otro modo podría haberme encontrado contigo?

  La bestia se encogió de hombros.

  –Ya entiendo. Eres un depresivo que viene a suicidarse. Pues claro. Ahora mismo te doy esa satisfacción.

  Entonces abrió sus fauces, y un millar de dientes afilados como cuchillas reflejaron el amarillo todo de la luna que empezaba a asomarse.

  El hombre alzó las manos ante sí.

  –Uou. No, no, no. No he venido a suicidarme. Aunque, si aquí ha de acabar mi vida, que así sea. Pero antes deja que me explique. En realidad, he venido a hacer otra cosa contigo.

  El monstruo cerró el morro.

  –¿A qué, si se puede saber?

  –¿Hace cuánto que no hablas con nadie?

  La bestia se llevó una garra a la barbilla, pensativo. Realmente no tenía una respuesta acertada que dar.

  –Está bien. Sentémonos.


Monstruo y viajero se sentaron en sendas rocas, y al cobijo de la nocturnidad el segundo comenzó el diálogo.

  –Mi nombre es Pancho Forqué y soy perfumista. No tengo familia. Mi esposa y mi hijo murieron hace algún tiempo. Tampoco tengo muchos amigos. Mi vida ha estado siendo... anodina.

  –Honestamente, nunca me ha interesado la historia que se esconde detrás de mi comida –respondió el monstruo.

  –Eso suponía. Dime una cosa, ¿por qué comes personas?

  El ser se rascó el hombro con desenfado.

  –Soy un monstruo. Es lo que se supone que hacemos. Hace muchos años encontré una lámpara mágica y de ella salió un genio. Me daba miedo la muerte, así que le pedí no envejecer nunca. Él me convirtió en un monstruo que, en efecto, no se hace viejo.

  Pancho Forqué asintió con interés.

  –Era un genio un poco cabrón –continuó el monstruo–. Pero así son las cosas. No es la vida que he elegido, pero es la que tengo. Uno se acostumbra.

  –Pero... ¿por qué personas? Es decir, ¿te hacen falta o algo?

  El depredador se encogió nuevamente de hombros.

  –Ni idea. Como ya he dicho, es lo que se supone que hacen los monstruos. Y honestamente, no creo que sea nada malo: los humanos sois traicioneros y crueles, ninguno sois inocente. Además sería hipócrita juzgarme, puesto que vosotros coméis animales. Pues yo personas. Una especie devorando a otra. Si lo primero no tiene nada de malo, lo segundo tampoco. ¿No te parece?

  Pancho le dedicó una sonrisa difícilmente perceptible en la oscuridad de la noche.

  –Precisamente ese es el punto al que quería llegar. Verás, veo cierto lo que dices. Los humanos creemos que estamos por encima de los animales, así que no nos da ningún reparo comerlos, así como tú crees lo mismo de nosotros. ¿Cierto?

  –En efecto.

  –Pues recientemente he descubierto una nueva forma de vivir y, la verdad, me va bastante bien. Verás, desde que murieron mi mujer y mi hijo, algo cambió en mis adentros y me hice a mí mismo una promesa: dejaría de comer carne y únicamente me alimentaría de aquello que diera la tierra.

  El monstruo le escudriñó con sus implacables ojos. Aunque no hubiera apenas luz, en nada suponía un problema para su agudeza. Y no vio rastro de mentira o falsedad en las facciones de su invitado.

  –¿Por qué haría nadie algo tan estúpido?

  Pancho rio.

  –Hay muchos seres sintientes en este mundo que no merecen sufrir y que sin embargo mueren atrozmente. Como le pasó a mi familia. Imaginarme sus muertes me hace sentir... incómodo. Respeto la elección de cada uno, pero yo personalmente no quiero formar parte de ese círculo. Para mí es una forma de redención, quizás. De justicia, si lo quieres ver de esa manera.

  –No lo entiendo.

  –A ver si ves esto: ¿No aprecias cierta grandeza en ello? Uno puede vivir destruyendo y haciendo el máximo daño posible a lo que está a su alrededor, es extremadamente fácil. Sin embargo, más elevado es, aun siendo capaz de lo peor, vivir mostrando compasión y evitándole dolor a otros seres vivos. Eso solo lo podemos hacer nosotros.

  –Sigo sin comprender.

  –Si me haces caso, creo que lo harás. –Pancho se recostó un poco en su piedra–. He aquí mi propuesta: ¿Serías capaz de probar esta nueva vida que te ofrezco durante una temporada?

  –¿Qué dices? ¿Qué me haga comehierba?

  –Vegetariano. Pero sí, es eso en esencia. Simplemente como prueba. Yo estaré contigo y te haré compañía.

  El monstruo apenas podía creer lo que escuchaba. Los tiempos habían cambiado mucho desde que se recluyera, pero había captado algunas conversaciones de sus víctimas, justo antes de lanzarse sobre ellas para devorarlas. Existía algo llamado “cámara oculta”, gente que hacía chanzas mientras un cómplice oculto lo grababa todo en unos aparatos pequeñitos para después poder verlas. Pero él no detectaba ninguna otra presencia a su alrededor, estaba seguro de ello.

  Por otro lado, estaba la cuestión de la compañía. Tras años de soledad, se había resignado a no hablar con nadie, y eso a veces le resultaba aburrido. Tal vez aquella alocada propuesta tuviera algo de encanto, después de todo.

  –Si te cansas del trato –continuó Pancho, advirtiendo las dudas de su interlocutor–. Siempre puedes comerme. No pasa nada, lo entenderé. Y tú no tienes nada que perder.

  El monstruo pensó unos segundos más al respecto. Luego, se levantó de un salto y caminó hacia el viajero. Con un gesto cuidadoso, le tendió la garra.

  –Veamos a dónde nos lleva esto.

  Pancho le estrechó un dedo con su mano, y así ambos sellaron el trato.


Comenzó así una nueva época en la vida del monstruo. Pancho llevaba en su mochila semillas de crecimiento rápido y algunas matas para injertar, y también fue a buscar toda clase de herramientas para labrar el campo: regadera, azada, pala, rastrillo... El monstruo le enseñó la cueva en la que se guarecía por las noches, y ahí sería donde ambos empezarían su historia en común.

  Los primeros días fueron los más duros, ya que todavía no había arraigado nada en el improvisado  huerto y tuvieron que alimentarse de bayas y frutos que encontraban en el bosque. Además, el monstruo no estaba acostumbrado a adolecer de carne, por lo que a veces tenía síndrome de abstinencia y se volvía violento y malhumorado. No obstante, precisamente por ver que Pancho sí que aguantaba bien la situación, el orgullo de su fuero interno le hicieron mantener el trato.

  –Por lo menos hasta que el huerto dé sus primeros frutos. Después es probable que me lo coma.

  Tras recolectar la comida, monstruo y humano solían sentarse a charlar alrededor de una hoguera. El monstruo le contaba sus vivencias milenarias, y Pancho compartía con él todos los nuevos avances que habían tenido lugar en la civilización: desde la televisión hasta la llegada del hombre a la luna, pasando por las copas menstruales.

  Tras dos meses, el huerto comenzó a dar sus frutos y ambos pudieron alimentarse de ellos. Pancho sabía un montón de recetas vegetarianas y el monstruo descubrió, para su sorpresa, que las verduras y frutas no estaban tan malas, y que cocinadas con cariño y esmero podían suponer un alimento hasta agradable.

  Y así pasaron más días, semanas, y meses, y el monstruo empezó a olvidarse de comer humanos. Cierto era que había perdido algo de corpulencia, que sus extremidades y torso eran cada vez más finos. Era evidente que su cuerpo de monstruo no estaba acostumbrado a aquello, pero no por ello se sentía mal. El cambio que había dado su vida no le disgustaba: las charlas agradables, la dieta respetuosa con los demás animales... y algo más.

  Algunas veces llovía y no tenían donde refugiarse, pero Pancho nunca se echó atrás y con gran determinación se mantuvo al lado del monstruo.

  –Ese fuego en sus ojos... es como si peleara por algo más allá de él mismo. Tal vez sea esa la verdadera fuerza de quien se sacrifica por sus ideales, de quien es capaz de modificar incluso sus hábitos alimenticios por algo más elevado.

  Para sorpresa del monstruo, había encontrado en el humano algo que había olvidado hacía mucho tiempo y su compañía le resultaba agradable y reconfortante. Por primera vez desde hacía siglos había hallado un afecto muy alejado de la espiral de muerte en la que había estado atrapado.


Habían pasado ya 9 meses desde su comunión con la naturaleza y con el humano Pancho, y el monstruo se sentía feliz. Había perdido unos 200 kilos y, aunque conservando su altura, su cuerpo era más fino que el de su compañero. También había empezado a perder el pelo. Además, ya no quedaba en él ni rastro de instinto asesino, no estaba tan obsesionado con controlar sus alrededores como antes y vivía mucho más relajado. Sin haberse percatado, había estado acostumbrado a ser un cazador temeroso de venganzas, con el estrés que aquello inseparablemente acarreaba.

  –Quien a hierro mata, a hierro muere –había sido uno de los refranes que Pancho le había enseñado.

  Y era verdad. Estando en sintonía con otros seres, el pacifismo había imbuido armónicamente su vida por completo. Poco quedaban de su inquina y su rabia, y empezó a plantearse si todo aquello no había sido un plan trazado por el destino.

  Una noche, Pancho y el monstruo se encontraban alrededor de la hoguera en su cueva, como era habitual en ellos. El hombre le estaba relatando un estudio sobre genoma humano que había leído una vez, cuando el monstruo le interrumpió.

  –Espera, compañero. Me gustaría decirte algo.

  Pancho le prestó toda su atención.

  –Adelante. Te escucho.

  –Verás, he estado dándole vueltas al respecto, y creo haber llegado a una conclusión. Me ha surgido la idea de que cuando el genio me maldijo, en realidad estaba tratando de enseñarme una lección, tal como me has contado que hacen algunos seres mágicos en los cuentos. Por culpa de mi codicia y mi deseo de vivir para siempre, de querer ser algo diferente a un hombre, dejé de serlo. Ahora que he recuperado la parte fundamental humana que había perdido, creo que el proceso se está revertiendo.

  –¿La parte fundamental?

  –La compasión –dijo el monstruo–. El respeto por otros, más allá de la supervivencia o el mero utilitarismo de otros seres. Tenías razón, no hay nada más humano que la empatía y, ahora que la recupero, mis fauces no están tan afiladas, mi cuerpo ya no es tan monstruoso y en mí no queda rastro de mi instinto insaciable. Creo que me estoy convirtiendo de nuevo en humano.

  Pancho le miró con los ojos llorosos, mientras trataba de contener una sonrisa eufórica.

  –¡Eso es genial!

  –Y hay algo más –prosiguió el monstruo–. Este viaje mío también me ha dado otro tesoro aún más preciado que mi reconversión.

  –¿Cuál?

  –La amistad verdadera.

  Pancho se llevó una mano a la boca, tratando de evitar llorar por todos sus medios.

  El monstruo levantó su plato de brócoli por encima de las llamas.

  –Brindo por ti. Pancho, mi primer amigo.

  Pancho no aguantó más y arrancó a llorar. Sin miedo, cruzó las flamas y abrazó al monstruo. Acarició con sus brazos el torso del ser de manera suave, desde sus ahora marcados omoplatos hasta su cadera, pasando por sus costillas.

  Tras unos instantes de fraternal fusión, el hombre se levantó.

  –Creo que ha llegado el momento de enseñarte una cosa. Espera aquí y cierra los ojos. Es una sorpresa.

  El monstruo obedeció con una sonrisa. Nunca antes había recibido una sorpresa de nadie.

  Tras unos instantes de espera en los que solo el crepitar de las llamas rompió la quietud de la noche, escuchó cómo las inconfundibles pisadas de Pancho se colocaban detrás de él.

  –¿Qué traes, amigo?

  Recibió un dolor lacerante en su espalda como respuesta.

  El monstruo abrió los ojos alarmado, casi sin respiración. Cuando trató de volverse, un nuevo castigó taladró su columna y él se desplomó hacia delante, junto al fuego.

  Pancho se colocó sobre él, y el monstruo por fin pudo ver que aquello con lo que le estaba golpeando era la misma azada que habían usado para arar juntos durante tanto tiempo. El humano volvió a elevarla sobre su cabeza, con un gesto desencajado de ira en el rostro.

  Antaño, el ser había sido capaz de recibir estocadas directas de hacha, pero su físico había cambiado mucho desde aquello. El humano siguió golpeando a su indefensa víctima en repetidas ocasiones.

  –¿Por qué...? Éramos amigos –suspiró el monstruo, con un hilo de voz.

  –¿Recuerdas que te dije que mi mujer y mi hijo habían muerto?

  –Sí...

  –Pues adivina quién se los comió.

  –Vaya.

  –Quien a hierro mata...

  Pancho acabó con el ser dándole un último golpe en la cabeza.

  Aquella misma noche, el humano despellejó al monstruo, cocinó el cadáver y posteriormente se lo comió en la misma hoguera que habían prendido.

  –¡Dioses! ¡Cómo echaba de menos la carne!


FIN