“–A continuación tenemos a un invitado muy especial. Se trata de
un hombre que ha revolucionado el mundo del arte. Es joven, es
exitoso y... la verdad, señoras y señores, es un tío cojonudo. No
necesita presentación... de todos modos, ya habréis visto la intro
del programa.
Risas del
público.
–¡Con
vosotros, Ismael Álamos!
Aplausos.
La cámara
enfoca a una de las entradas al plató. La puerta se abre con
solemnidad. Un hombre de mediana edad, con el pelo rapado y el mentón
cuadrado, atraviesa el umbral. El público aplaude más fuerte. Con
paso firme, el invitado atraviesa la distancia que le separa del
presentador antes de estrecharle la mano.
–Es un placer,
Trevor –dice el recién llegado.
–Por favor,
toma asiento –indica Trevor Bronca, el anfitrión, señalando un
sofá negro que hay junto a su mesa.
Cada uno toma
su posición.
–Bueno
Isma... ¿puedo llamarte Isma? –comienza la entrevista.
–Claro. Así
es como me llaman mis amigos, y yo trato de llevarme bien con todo el
mundo... por lo que pueda pasar.
Risas.
–Por lo que
pueda pasar –repite Trevor.
–Por lo que
pueda pasar.
–Bueno Isma,
eres uno de los artistas más influyentes de la actualidad de nuestro
país. Tus cuadros se venden por miles de millones de millones de
euros, tienes galerías de arte en Madrid y Barcelona, pero también
en Viena, Milán y... me dejo algún sitio, seguro.
–Nada
importante. Solo la de Nueva York.
Más risas.
–Eso eso.
Solo la de Nueva York. Bueno Isma, con todo este currículum, la
verdad es que ni de coña esperaba que aceptaras la invitación al
programa.
Risas.
–No hombre...
–Es decir, yo
pensaba que un tío tan ocupado no tendría espacio en su agenda.
Pero al final sí, y yo que me alegro. Así que vamos a comenzar, si
te parece, con la pregunta que le hago a todos mis invitados...
¿cuánto dinero tienes en el banco?
Risas
moderadas.
–Bueno
veamos... vaya, es increíble que aunque tengas preparada la
respuesta, esa preguntita sigue poniéndote en apuros.
Risas.
–Te la tenías
preparada de antes, ¿verdad?
–Si macho,
pero aun así... bueno. Digamos que tengo menos que el dueño de
Amazon, más que el de Zara.
Más risas.”
Ron Tramor apretó
el botón de apagado con vehemencia. Después, lanzó el mando a
distancia contra el sofá, con tanto ímpetu que el aparato rebotó,
se elevó unos centímetros y después cayó al suelo. La tapa se
desprendió de la estructura y las pilas rodaron por el piso.
–Mierda...
El hombre no
tenía tiempo para recoger los fragmentos. Aquel día había dormido
más de la cuenta, así que iba justo de tiempo para llegar a su
trabajo.
Eran las 9 de
la tarde.
Ron trabajaba
en un almacén de productos deportivos, con un horario fijo de 10 de
la noche a 6 de la mañana, con media hora para comer, tal y como
estipulaba su contrato. Y a eso se dedicaba. Dormía por el día. Se
despertaba a las 8. Comía, se vestía, iba a trabajar, volvía a
casa. Desayunaba o cenaba, según cómo se mirara. Dormía. Sus días
libres, Ron estaba demasiado cansado como para organizar ningún
plan. No tenía pareja y había perdido el contacto con sus amigos
desde hacía bastante tiempo, tanto que ya ninguna llamada de
resucitación de viejos tiempos podría surtir efecto. De haber
tenido que escoger un color que representara su vida, habría elegido
un gris oscuro tirando a negro.
Sorprendentemente, lo peor de la realidad del hombre no era
exactamente la rutina. Cierto era que su vida estaba bastante
limitada, pero no era esa la afección que más le reconcomía por
dentro. Su mayor mal tenía nombre y apellidos, y desde hacía
algunos años a menudo protagonizaba programas de televisión y de
radio, así como artículos de revistas, e incluso había escrito una
autobiografía.
Ron conocía
bien a Ismael Álamos. Habían nacido en el mismo pueblo y juntos
habían ido a la escuela y posteriormente al instituto. Nunca habían
sido amigos, y no por la diferencia entre sus personalidades, puesto
que a menudo los polos opuestos se tienden a atraer. La realidad era
que el mozo de almacén nunca lo habría permitido.
El desdichado
hombre había tenido, desde pequeño, un sentido de la
responsabilidad exacerbado. En el colegio, nunca había sido
brillante o especialmente inteligente, pero siempre había obtenido
las mejores notas de su clase. ¿Su secreto? Aquel que dicen los
expertos: trabajo duro y sacrificio. Siempre se había tomado muy en
serio sus obligaciones, estudiado a conciencia para los exámenes y
preparado con esmero sus proyectos de trabajo. Ismael, en la otra
mano, había sido todo lo contrario: perezoso, distraído, poco o
nada aplicado... Al chico nunca parecían haberle interesado las
clases. La única vez que Ron y él coincidieron en un trabajo, allá
por quinto de primaria, recordaba haber tenido que hacer todo el
trabajo, y ya nunca había vuelto a aceptar. Ismael había sido un
zote y un aprovechado, un despropósito humano cuya vagancia se había
acentuado aún más en los años de instituto, donde probablemente no
hubiera faltado a ninguna recuperación. Y, sin embargo, jamás había
repetido curso. ¿El secreto de Ismael? Su don de gentes. Se le daba
muy bien hablar con las personas. Su desmedido encanto y su labia le
habían hecho ser siempre el centro de atención, no solo entre sus
compañeros, sino también con los profesores. Los maestros habían
visto en su dejadez una petición de ayuda que ni en un millón de
años habrían visto en otro chico de menos carisma, y habían
volcado todos sus esfuerzos en ayudarle o pasarle de curso sin
merecerlo. E Ismael, con agasajos y halagos, siempre había salido
adelante.
–La gente es
estúpida, no ven la realidad –se había dicho siempre Ron–.
Ismael no es una víctima, es un geta. Y, tarde o temprano, se
acabará estrellando.
Nada más lejos
de cumplirse podría haber estado la profecía de Ron. Casi de la
noche a la mañana, Ismael se había hecho famoso de la manera que se
hace famosa la gente en la actualidad: por puro azar. A través de
sus redes sociales (Instagram y Twitter, mayormente)
algunos influencers de turno se habían fijado en los cuadros
que pintaba y le habían ayudado a promocionarse. En poco tiempo,
diversos programas de actualidad paralelos le habían invitado, y su
encanto natural hizo todo lo demás. En aquel momento, se trataba de
toda una celebridad de fama internacional. Por su parte, Ron había
estudiado químicas, una carrera enormemente complicada pero que
siempre le había resultado curiosa. Después de eso, sin dinero para
estudiar ningún máster que le facilitara la entrada al mundo
laboral, había ido al paro. Sus padres murieron poco después en un
accidente de tráfico, dejándole como herencia únicamente una casa
en un pueblo de Extremadura bastante vieja. Como era cuanto tenía de
ellos, se había rehusado a venderla o alquilarla (lo cual tampoco
habría sido sencillo, ya que la habría tenido que reformar
previamente a buen seguro), así que rápidamente se había puesto a
trabajar de lo que fuera, hasta el momento de entrar en el almacén
de una famosa franquicia de productos deportivos, donde su sentido de
la responsabilidad le había llevado a hacer horas extra ni
remotamente remuneradas, algo muy codiciado por sus superiores, que
en seguida le habían hecho indefinido en la época en la que no era
fácil conseguir ese tipo de contrato. En aquel momento, se había
estancado en su trabajo y en su monotonía, mientras que Ismael era
la estrella del momento. La noche y el día.
–Lo más
gracioso es que a mí también me gustaba pintar. Era lo único que
alguna vez alabaron de mí en el colegio. Ismael, sin embargo,
aprobaba plástica por los pelos –recordaba a menudo –. De hecho,
sus cuadros son bastante mediocres.
Y aun así, los
profesores de ambos recordarían con orgullo haber tenido como alumno
a aquel pillín un poco distraído pero de mente despierta. A buen
seguro ninguno se acordaría del mediocre mozo de almacén.
Ismael se había
vuelto una obsesión para Ron. Cada día, cuando volvía a su pequeño
apartamento de Parla solo y sucio tras una dura noche en el trabajo,
la enfermedad del odio le consumía, hasta el punto de que evitaba
chequear las redes sociales o la tele para evitar toparse con
dolorosos éxitos de su proclamado archienemigo. Aunque,
probablemente, él ni siquiera tuviera constancia de su existencia.
Un día más, un
día menos para el final de todo. El trabajo de Ron era todas las
noches el mismo: la empresa recibía diversos pedidos; imprimía
rafales que se acumulaban sobre el escritorio central; tanto él como
sus compañeros los recogían, montaban en sus toros mecánicos,
cargaban un palé con varias cajas y recorrían los pasillos en busca
de los objetos; una vez rellenadas, cerraban las cajas, las flejaban
y las dejaban en los muelles de carga, a la espera del camión. Era,
por lo menos, absolutamente opuesto a la palabra “emocionante”.
–Para esto
sirve toda una vida de sacrificio. Mientras que los famosillos
e influencers del momento... especialmente Ismael...
Aquella noche,
Ron viajaba sobre su carguero motorizado, cuando se topó con un
objeto extraño en un sitio nada usual. No eran unas playeras, ni una
toalla, ni una raqueta, como era habitual. Se trataba de una lámpara
color bronce polvorienta que de alguna manera misteriosa había ido a
parar a uno de los palés de la sección de atletismo. El hombre notó
cómo una poderosa curiosidad se adueñaba de él así que, mientras
su supervisor no miraba, aprovechó para fingir una visita al baño,
abrir su taquilla y meter el objeto en su bolsa. Después, siguió
trabajando con normalidad.
Ya de
madrugada, el mozo recogió sus cosas y volvió a su morada, y se dio
una ducha como cada mañana para desproveerse del polvo, la mugre y
el sudor, mientras dejaba calentándose un sándwich en la sartén.
Se había acostumbrado a encender la tele en esos momentos, más por
escuchar a alguien hablar que por interés, pero desde el último
incidente había perdido las pilas del mando y ya no funcionaba.
Aquella mañana
se miró a sí mismo en el espejo. Hombros caídos. Barba
desarreglada. Pechos blandos... estaba, como suele decirse, hecho un
cuadro.
–No tengo
tiempo ni para ir al gimnasio... no me da la vida.
Ismael sí que
era una persona grande y fuerte, la cual había salido con varias
modelos y actrices de moda y...
Ron se dio a sí
mismo una bofetada para desprenderse del súbito pensamiento.
Una vez aseado
y tras desayunar/cenar, sacó las cosas de su bolsa para preparar un
nuevo uniforme para el día siguiente. Sus superiores solo le habían
dado dos, así que los iba alternando de un día a otro para que el
sudor se secara hasta poder lavarlos en su día libre, ya que su
sueldo no le permitía poner una lavadora todos los días.
Fue en ese
momento cuando se topó de nuevo con la lámpara misteriosa.
–Está tan
sucia que apenas se ve su verdadero color... descolorida, como todo
en mi vida –se lamentó, aquella vez en voz alta.
El hombre la
frotó de manera casi ansiosa, como un tic nervioso, cuando una
ráfaga humeante escapó de su interior y un mágico ser verde de
nariz picuda se materializó como una aparición, con la cola unida a
la boquilla del artefacto.
–Saludos,
humano. Mi nombre es Margo, el Genio Cabrón. Ya que me has liberado,
es mi deber concederte un deseo a tu elección.
En aquellos
momentos de luz crepuscular, terminada una dura jornada laboral, a
Ron apenas le quedaban neuronas que no estuvieran extenuadas. Por
ello, fue que le resultó excesivamente fácil hallar el deseo más
profundo que guardaba en su interior y expresarlo con pesadas
palabras en el exterior.
–Deseo
volverme tan famoso como para eclipsar a Ismael Álamos.
Margo le
sonrió, una sonrisa descarada y socarrona que por alguna razón
quedó pintada en la retina de Ron.
–Por
supuesto, señor. No obstante, este deseo me llevará una semana de
preparación. Ruego a su futura eminencia, no más que esos días de
paciencia.
Y, dicho esto,
Margo y su lámpara mágica desaparecieron de la vista de Ron.
Todo había
sucedido en menos de un minuto, y Ron estaba demasiado cansado como
para pensar con claridad, así que bajó todas las persianas para
impedir que el sol mañanero le despertara y se fue a la cama sin
más.
–Una
semana... siete días... ¿o cinco? ¿Laborales o naturales?
Con este
extraño pensamiento, Ron se quedó plácidamente dormido.
La tarde despertó
a Ron a través del ruido infernal de su despertador, como cada día.
Pero, aquella vez, algo era distinto.
Para empezar,
el hombre tenía la boca más seca de lo normal. Y había algo más.
–¡Mierda!
¡Me he meado!
Fue el primer
pensamiento de Ron, puesto que tenía los calzoncillos húmedos y
pringosos. Sin embargo, la mancha de sus gayumbos era diferente a la
orina, más espesa y coloidal.
–¿Qué
demonios...? ¿Qué me ha pasado?
Pensó en
Margo. ¿Había sido real o una alucinación? La falta de sueño y
los cambios de ritmo a menudo afectaban a las personas de maneras
insospechadas, pero él llevaba varios años trabajando de noche, su
cuerpo debería haberse acostumbrado. Tal vez aquel día había
comido algo en mal estado, había alucinado y pasado una mala
noche... o día, mejor dicho. Aquello podía explicarlo casi todo.
La segunda
alarma le espoleó repentinamente. Ron saltó de la cama, se dio un
agua rápida y se vistió para ir a trabajar.
Pronto
descubrió Ron que un almuerzo insalubre no podía albergar toda la
explicación.
Uno tras otro,
los siguientes días fueron similares al primero. Ron despertaba cada
tarde con la boca reseca y la ropa interior manchada. Más aún,
había habido un detalle sutil que había pasado por alto la primera
vez, pero que a la tercera fue demasiado evidente para poder ser
ignorado: cada día tenía menos pelo.
Girones y
girones estaban desapareciendo de su cabeza, dejando un pequeño
rastro en la almohada y empezando a formar calvas en su cráneo.
–Maldita
sea... ¿qué es esto? ¿Qué está pasando?
Al quinto día,
en mitad de su trabajo, le vino a la mente una terrible idea, como
una desgraciada inspiración.
–Esto debe de
ser cosa de Margo, el genio cabrón... maldita sea.
Prácticamente
había olvidado su encuentro con el mágico ser, pero en aquel
momento le pareció perfectamente verosímil y encontró rápidamente
una terrible explicación.
–Ese genio
malnacido me ha envenenado –pensó–. Fui un torpe
desgraciado, me precipité al conjurar mi deseo. Seguro que ha creado
una nueva enfermedad, alguna horrible y de efectos repugnantes que
solo yo padezca, a la que incluso pongan mi nombre. La enfermedad
de Ron, quizás. O Tramoritis, o algo así. Puede que por
culpa de ella me haga famoso y se corra la voz y se cree un
movimiento en redes y campañas en televisión. Al final seré un
monstruo, o un vegetal, pero más famoso que Ismael...es eso,
¿verdad?
–¡Tramor!
–oyó gritar a su jefe, en mitad de sus elucubraciones–.
Espabila, que últimamente estás en las nubes.
–¡Sí!
Perdón.
Ron cogió uno
de los rafales y subió a su toro mecánico. Al fin y al cabo, solo
era una teoría.
La sexta noche
comenzó igual que las demás, con la misma pegajosa sensación. Era
su día libre de aquella semana, y Ron aprovechó la ocasión para ir
al médico de urgencia para que le diera alguna opinión.
–Entonces,
recapitulemos –dijo el doctor–. Te levantas con la boca seca, la
ropa interior húmeda y pérdida de pelo.
–Así es,
señor.
–Um... nunca
he oído de nada similar. Te mandaré algunas pruebas para ver qué
puede pasar.
–Me lo
temía...
A Ron le dieron
cita en la sanidad pública para dentro de 6 meses.
–Me lo
temía, también.
La séptima
noche transcurrió con absoluta normalidad, un día de trabajo
aburrido sin más. Pero Ron presentía que aquel día habría de ser
diferente a los demás.
–Siete días
fueron los que me prometió el genio. Hoy por fin se desvelará el
secreto.
Ron recogió
sus pertenencias de la taquilla, guardó el mono y se colgó la bolsa
al hombro. Se despidió de la recepcionista, atravesó los tornos con
su tarjeta identificativa y abrió las puertas exteriores. La brisa
matutina le acarició el rostro y él atravesó el umbral. En cuanto
su pie derecho tocó el asfalto de la calle, una luz cegadora
envolvió su silueta por completo.
Durante aquel
breve instante de tiempo, a Ron se le pasaron toda clase de bonitos
pensamientos por la cabeza. Aquello era un foco, y pronto le seguirían los flases
de las cámaras y las preguntas de los paparazis. Era una
estrella, de algún modo que todavía le era ajeno a su
entendimiento. Tendría que prepararse para entrevistas, para salir
en los medios. Abandonaría su vida y tendría una mejor, una más
merecida. Y, por encima de todo, superaría a Ismael.
Verdaderamente,
el genio había cumplido su promesa.
–¡Policía!
¡Al suelo y con las manos en la cabeza! ¡AHORA!
Las ideas de
Ron se evaporaron de inmediato, y quedó paralizado. Todavía no
podía ver bien del todo, tan solo un grupo de siluetas clavadas como
sombras de un lienzo.
El sonido de un
disparo le sacó de su embelesamiento.
–¡He dicho
que al suelo o abrimos fuego!
Ron se dejó
caer como un saco de patatas.
Al día
siguiente, los medios de comunicación no hablaban de otra cosa. El
Monstruo de Parla, que llevaba una semana sembrando el terror por
toda la ciudad, por fin había sido detenido gracias a la encomiable
labor policial.
Ron Tramor, de
35 años, había sido capturado a la salida de su trabajo. A plena
luz del día, después de su jornada laboral en un almacén, se había
estado dedicando a realizar toda clase de fechorías: aprovechando un
despiste de la cuidadora, había raptado a 6 niños de una guardería,
a los que había mantenido encerrados en una casa abandonada que
antiguamente había pertenecido a sus padres; de manera todavía no
resuelta y durante el descanso de los vigilantes, se había colado en
el museo Reina Sofía y había destrozado diversas obras de arte;
había matado a siete monjas de un convento con un hacha; había
entrado en una de las jaulas del zoo y había mantenido relaciones
sexuales con una alpaca... y la lista de crímenes aberrantes
continuaba y continuaba, como le hicieron saber a Ron en el juicio
exprés que se celebró tres días después y que por supuesto copó
las portadas de todos los periódicos.
La policía
había encontrado muestras de cabello, saliva y semen pertenecientes
al acusado en todas las escenas del crimen, e incluso contaban con
una grabación de las cámaras de seguridad del museo. Las imágenes
en movimiento mostraban a una figura de la misma altura y complexión
que el acusado, con el rostro cubierto por un pasamontañas, rajando
y destrozando una colección completa de cuadros de Dalí.
Inmediatamente después, el criminal se había vuelto hacia la
cámara, a la cual había dedicado una sonrisa a través del agujero
de su disfraz, una que Ron reconoció al instante.
–¡Maldito
genio de mierda! –estalló el acusado en un exabrupto
incontrolable.
La sentencia
fue rápida y fulgurante. El abogado de oficio de Ron aconsejó a su
cliente que se declarara culpable, para intentar evitar la permanente
revisable, pero el hombre insistió en mantener su historia sobre el
mágico genio que por siete días había estado recopilando sus
muestras para tenderle una encerrona. El juez no le creyó.
5780 días fue
la sentencia, la más alta que se recordaba en la historia de la
democracia. Los informativos se hicieron eco durante meses, hubo
programas enteros, libros escritos y series de televisión dedicadas
al respecto, incluso se estaba preparando una película protagonizada
por Will Smith y Matt Damon. Durante ese tiempo, apenas se habló de
otra cosa.
Finalmente Ron,
el Monstruo de Parla, se había convertido en toda una
celebridad.
“Tono solemne,
gesto serio y boca apretada, compungido ante la cámara. Ismael
Álamos mira fijamente a la pantalla.
–Estoy muy
afligido sabiendo que ese monstruo ha estado entre nosotros. Fui con
él a la escuela, como ya saben. Por ello, no puedo evitar sentirme
en parte responsable. Quizás si hubiera sido mejor compañero, si le
hubiera podido encarrilar por el camino del esfuerzo y el sacrificio,
alejarle de sus oscuras perversiones...
Ismael aprieta
el puño y se lo lleva a la boca, como tratando de contener las
lágrimas. Luego, continúa.
–Pero no es
momento de estancarse. Durante mucho tiempo no se ha hablado de otra
cosa, pero ahora toca mirar al futuro y enfrentarlo con valor, para
que su mala influencia no nos arruine a nosotros. Es por eso que he
organizado una exposición benéfica para las víctimas del monstruo,
con todos mis cuadros actuales y una nueva colección. El 40 % de lo
recaudado será donado a ellos y...”
Ron apretó el
mando a distancia y lo lanzó contra la tele de quince pulgadas que
tenían en el comedor de la cárcel de Valdemoro. Después, se dio la
vuelta mordiéndose la lengua, de vuelta a su celda.